de la vida.
Algunos autores han señalado a la aparición acumulada de dopamina y serotonina a la vez como las responsables de la aparición de la ira.
Con todo lo anterior se plantea una aproximación a la compleja red de conexiones por vía eléctrica y química de las distintas estructuras implicadas en la formación y el mantenimiento de las emociones, a las cuales el cerebro ha de atender para dar respuesta, para lo cual existen una serie de mecanismos denominados integradores, encargados de recibir y analizar “partes” de información para dar así una mejor respuesta.
El primer integrador y más conocido, es sin duda la corteza cerebral, que recibe la información procedente de la piel, músculos y órganos de los sentidos, y a partir de ahí toma las decisiones conscientes o automáticas para mantener un equilibrio. Igualmente, el alocórtex hipocámpico y el mesocórtex van a recibir inervación vegetativa además de información emocional, haciéndose cargo de producir efectos viscerales.
Origen de los problemas neuropsicológicos
En el ámbito de las emociones, tanto en cuanto a su estructura y funcionamiento, hay que tener en cuenta que esto se trata de su “normal” desarrollo.
Pero pueden existir multitud de factores que eviten que dicho desarrollo llegue “a buen término”, en el caso de los trastornos del neurodesarrollo, o que una vez conseguidas desarrollar esas habilidades estas se pierdan con el paso del tiempo, especialmente en la tercera edad, o como consecuencia de algún traumatismo o enfermedad.
A continuación, se muestran dos ejemplos de cómo se van a ver afectadas las habilidades y capacidades de la persona debido a las modificaciones “sufridas” en el cerebro.
Hay que tener en cuenta la estrecha relación entre el mundo psicológico y el cerebro, tal y como sucede en el caso de los traumas. Aunque los traumas infantiles han sido la base de muchas teorías psicológicas, empezando por las de Freud, todavía queda mucho por conocer al respecto.
Una de las limitaciones de estas teorías psicológicas basadas en los traumas infantiles es que se basa en el recuerdo de lo acontecido hace treinta, cuarenta o cincuenta años.
A medida que nos vamos desarrollando vamos formando nuevas “capas” de experiencias en la vida que nos van moldeando como somos, y lo que hacemos, afectando a nuestras decisiones presentes y futuras.
En ocasiones podemos pensar que estas decisiones no son del todo “libres”, ya que puede verse determinada de alguna forma por la vivencia de experiencias traumáticas del pasado, ya sea este próximo o en la infancia.
Una situación que con políticas adecuadas puede ser “controlada” sobre todo en la edad escolar, evitando que los pequeños sean víctimas de agresiones de sus compañeros.
Tratar de explicar el comportamiento de un adulto basado en aquello que le pasó, parece una propuesta bastante limitada; pero igualmente, ignorar los acontecimientos pasados, sobre todo si estos fueron traumáticos, puede ser desafortunado.
Investigaciones recientes muestran cómo el maltrato o la violencia en la infancia puede dejar “huella” en el comportamiento social, enturbiando y dificultando las relaciones íntimas con el otro sexo, pero ¿Cómo afecta al cerebro los traumas infantiles?
Esto es precisamente lo que ha tratado de averiguarse con una investigación realizadas conjuntamente desde la University Hospital Hamburg-Eppendorf, la University of Würzburg, la University Hospital Münster, el University Hospital Johann Wolfgang Goethe-University, el Johannes Gutenberg University Medical Center Mainz, el University Clinic of Wuerzburg, (Alemania) junto con el Karolinska Institutet (Suiza) cuyos resultados han sido publicados en la revista científica Social Cognitive and Affective Neuroscience Advance Acess.
En el estudio participaron 1158, de los cuales 325 fueron excluidos por presentar problemas familiares de salud mental, con lo que al final se manejaron datos de 833 adultos con una media de 25 años.
A todos ellos se les administró un cuestionario estandarizado para evaluar hechos traumáticos durante la infancia denominado Childhood Trauma Questionnaire (C.T.Q.), uno para evaluar los hechos traumáticos de los últimos doce meses a través del List of Threatening experiences (L.T.E.), un cuestionario para evaluar la presencia de problemas de ansiedad a través del Spielberger Trait Anxiety Scales (S.T.A.I.), y por último uno para comprobar la presencia de síntomas depresivos a través del General Depression Scale (A.D.S.-K.).
Igualmente se tomaron medidas morfológicas del cerebro a 129 de ellos seleccionados al azar.
Los resultados muestran que aquellos que han sufrido hechos traumáticos presentes o en la infancia van a mostrar significativamente más síntomas depresivos y ansiosos frente a los que no lo han sufrido.
Con respecto a la morfología cerebral, se hallaron diferencias en el córtex del cíngulo anterior, resultado esta significativamente más pequeña.
A pesar del importante número de participantes el estudio no informa de cuántos eran hombres y cuántas mujeres, ni separa los resultados en función del género, lo que no permite conocer si el género es una variable relevante en las consecuencias de los traumas infantiles.
Una de las limitaciones del estudio, es precisamente en la exclusión de los 325 participantes, lo que no permite conocer si afectan estos traumas infantiles en función de que se tengan antecedentes familiares con problemas de salud mental o no.
Hay que destacar que los traumas pasados y presentes tengan los mismos efectos tanto emocionales como cerebrales; aunque estos últimos no se producen en la amígdala, el centro de control emocional, tal y como cabría esperar, sino en el córtex del cíngulo anterior, encargado entre otros de regular la toma de decisiones, la empatía y las emociones.
Por tanto, se produce una alteración en la morfología que se puede traducirse en un cambio en la forma de relacionarse con los demás, todo ello además unido a la presencia de sintomatología depresiva y de ansiedad.
Basado en estos resultados, hay que evitar, en la medida de lo posible, los traumas infantiles, ya que, aunque no van a determinar el comportamiento adulto, si van a llegar a modificar su cerebro y la forma en que este procesa la información emocional.
Igualmente, el cerebro y las funciones cognitivas se pueden ver afectadas temporal o permanentemente por un traumatismo o una enfermedad, tal como sucede en el caso de la enfermedad de Párkinson.
La enfermedad de Parkinson cuando se encuentra en una fase avanzada es rápidamente reconocible por los temblores característicos, aunque hay que recordar que no todos los temblores que pueda experimentar una persona van a indicar que se padece una enfermedad de Párkinson.
Pero no es el único síntoma que se experimenta durante la enfermedad, ya que además va a ir acompañado de problemas del sueño, pérdida de la capacidad olfativa, dificultad para caminar o moverse, cambio de hábitos como al hablar o al escribir, rigidez en la expresión de emociones, …
Estos síntomas van a ir siendo cada vez más fácilmente detectables a medida que va avanzando la enfermedad, y agravándose los que ya existe, lo que va a tener un efecto directo sobre la calidad de vida del paciente y de sus familiares, ya que el paciente cada vez va a ser más dependiente y va a requerir de un cuidado casi constante.
Muchas son los cambios observables, aunque hay otros de ámbito psicológico no tan evidentes, como la presencia de cambios del estado de ánimo, con predominancia de la depresión, e incluso puede presentarse en las fases más avanzadas lo que se denomina como demencia de Párkinson, donde van a producirse una serie de fallos de memoria, además de afectar al razonamiento, el lenguaje y a la manera de comportarse socialmente la persona. Todo ello no hace más que agravar la calidad de vida del paciente, pero ¿Cómo cambia el cerebro ante el Párkinson?
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