Mois Benarroch

El Premio Nobel


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su famoso alarido. Pues resulta que Jorge es cada día uno de los personajes de sus libros. Eso dijo el crítico. Y que los psiquiatras ni lo entienden. Bueno, es un rumor.

      - Y yo aquí viviendo a cuesta de mi mujer.

      - ¿Qué?

      La verdad es que ni idea de por qué le eché o me salió de pronto esa respuesta. ¿Me sentía culpable de vivir a cuesta de otros? O porque ya había pensado varias veces que la meta de una escritor es convertirse en personaje y vivir en libros. Soñaba con ser un personaje y no tener deudas ni hipotecas. La vida de un personaje me parecía más simple que la de un escritor. Tal vez por eso la gente prefiere ser ciervo de alguien.

      - Te veo en muchas antologías últimamente, te estás volviendo en un clásico.

      Rompió mis pensamientos.

      - Sí, aunque ya ni las sigo, ni tengo tiempo ni paciencia.

      - ¿Te pagarán bien por eso?, ¿No?

      El tipo parecía obsesionado con lo que ganaba yo de mis escritos.

      - Sí, muchísimo, cinco kilos de lentejas por antología.

      Me reí para mí mismo, al acordarme que mi amigo Javier Pérez ganó un premio que consistía en unos cuantos kilos de lentejas. Me encantan las lentejas y me pareció un buen premio, exento de impuestos.

      - Dices cosas muy raras,- se rió.

      No acababa de colocar a la cara de este tipo un nombre. Ni idea de cuántos libros había publicado, ni qué clase de libros. Pero sí estaba claro que se trataba de uno de los muchos escritores hispanos que llegó a nuestra tertulia. Tertulia que duró cinco años y medio y entraron y salieron muchos. Nos veíamos una vez a la semana por lo menos y nunca faltaban intrusos y turistas que venía una vez, o dos, o tres. El núcleo incluyó una docena de escritores, unos se iban y otros venían, algunos se fueron a otros países y no volvieron. Este, estaba casi seguro, no formaba parte de ese núcleo, pero sí estaba en la periferia de este. Aunque ya habían pasado casi treinta años de esto y no podía estar seguro.

      - Bueno, ¿Y qué tal te van tus escritos?

      Dije escritos y no libros por pura intuición. Resultó ser exacta.

      - Bueno, pues por fin publico mi primer libro este año, con una editorial muy buena, yo no soy de los que publican un libro cada año, o, dios me libre, dos o tres al año, no, no soy un mayorista de papel. Yo los trabajo. Puro y duro. Un libro cada treinta años.

      Me estaba echando indirectitas, como no, en el momento que publicas un libro, y el segundo, ya te conviertes en el enemigo público de todos estos que nunca pueden dar por acabado un cuentito de siete páginas. En una época los enviaba a la mierda, pero este, que seguía sin nombre, pero con cara, este me hizo gracia.

      - Enhorabuena, enhorabuena, qué alegría, sabía que un día llegarías. Se te notaba el talento detrás de tu timidez.

      - Gracias, gracias, aunque todavía no he firmado el contrato, quiero un anticipo más grande, es que he trabajado mucho en este libro y creo que me deben pagar.

      Bueno está este. Un primer libro y no solo le dan anticipo sino que quiere más. Yo con toda mi reputación a veces hasta publico sin anticipo, si la editorial no es muy grande. Pero este, este sí que sabe llevar las cosas. Lo único que le falta es vivir trescientos años y se carga con todos. O solo es de los que buscan excusas para no publicar, o lo está inventando todo.

      - Claro, claro, tienes razón, no cedas, pide lo que te mereces, y más, claro, eso digo yo.

      - Bueno, pero tú ya ganas tu pasta. No te quejaras.

      - Pasta sí, pasta de diente, y no me quejo, es buena y me hace bien a las encillas, es una hindú, sabes, se llama Vicco, ayurvedica. ¿La conoces?

      Ahora ya se le veía desconcertado. Miró el reloj, y dijo.

      - Tú con tu Vicco nosotros aquí con nuestro Colgate. No te quejarás, no te quejarás... Bueno, me tengo que ir, mira, está en el psiquiátrico Jordán, así se llama, por si quieres ir a verlo. No te va a reconocer, porque no reconoce a nadie, pero tal vez le haga bien.

      - Sí, sé donde está, no está lejos de mi casa.

      El escritor que nunca acababa su libro salió corriendo y subió de inmediato en uno que llegaba a la parada.

      Como en muchos de estos encuentros no acababa de convencerme de que eran reales, no estaba seguro si los había imaginado, más bien escritos, por lo menos en mi mente, o si habían pasado de verdad. Me sentía esquizofrénico y como en esas películas en las que de pronto el personaje principal se encuentra en una institución mental y allí poco a poco le explican que todo lo que vivió en los últimos años, o en toda su vida, no fue más que fruto de su mente. ¿Pero entonces no están todos los escritores locos? ¿No inventan acaso cada día sus propias vidas?, ¿no las están imaginando cada minuto?

      Lo que más irreal me parecía y me sigue pareciendo es que tenía la sensación de que el escritor conocido pero sin nombre se había despedido dos veces. Lo veía irse en el medio de la conversación y después de irse los dos seguíamos conversando. Esa clase de memorias torpes me hacían pensar que todo era irreal. Tal vez la razón era los puros que fumaba que me causaban una sensación alucinante.

      Lo que sí se quedó calcado en mi mente fue lo del Jordán, un instituto que a veces veo camino a mi casa, cuando vuelvo andando. No es el camino de siempre, así que solo lo veo a veces, parece una fortaleza romana y no un instituto, ni un hospital. La fachada es cóncava y crea una especie de medio huevo que crea un patio redondo, que da con la puerta de entrada. Podía ir ya de inmediato en vez de irme al mercado a beber un café. Pero no lo hice, no tenía prisa. Pensé que sería mejor recapacitar e intentar dar lógica a nuestro encuentro. Esta vez podía ser de verdad un espejismo.

      No siempre estaba en ese estado. Cada mes llegaban las cuentas para recordarme de que la realidad existía. Siempre más de lo que podíamos permitirnos. Nunca entendí como seguíamos sin deudas importantes. Y además de eso estaban los dolores de espalda, muelas, tobillos, rodillas, cabeza, y el dedo gordo del pie, como si los miembros del cuerpo se turnaban para recordarme que existía. Para no dejarme convertirme de verdad en un personaje literario, todo hecho de tinta, y sin cuerpo. Poder volar. Pero en esos días iba bastante bien de dinero, había vendido la casa, comprado una más barata y mas grande, y para más con un sótano en el que podía trabajar cuando no hacía demasiado frio o calor, había liquidado la hipoteca y pagado las deudas, que no eran tantas. Estaba sin trabajo, o sea que las editoriales no me contrataban para traducir, o me querían pagar tan poco que ya era preferible ser portero o guardián, pero en general ni eso. Había ganado un premio dos años antes y desde ese día las editoriales del país me consideraron muy rico y sin necesidad de publicar libros o traducir para poder comer. Ya se sabe que los artistas comen poco o nada, o viven en libros y no necesitan casas, ni tienen gastos.

      El encuentro me dejó un tanto perturbado y en vez de seguir mi camino al mercado di medía vuelta y me volví a casa. Me gustaba mucho la nueva casa, tenía mucho más espacio que la vieja casa en la que viví veintidós años, y no, no era tan raro que diera media vuelta y me volviese a mi hogar que me proporcionaba mucha tranquilidad. Era todo lo contrario del que había dejado, que estaba en una calle ruidosa y poluta. Y del que salía a menudo para desahogarme. Ahora me desahogaba en casa, sobre todo si mis hijos y mi mujer estaban en sus quehaceres y la casa era toda mía.

      2.

      En casa me esperaba mi mujer que había vuelto de su trabajo. Era profesora de gimnasia. Le pregunté si se acordaba de un escritor calvo que una vez saltó de un primer piso, por algún amante o alguna amante.

      - ¿Otro escritor? No sería mejor que te buscases un trabajo.

      - Trabajo tengo, estoy escribiendo una novela, lo que no tengo es dinero.

      - Pues busca dinero.

      - Eso ya es otra cosa, lo que pasa es que no sé buscar dinero.

      - Pues a aprender.

      -