con corsarios turcos, griegos y argelinos, habían escoltado sus flotas por los mares del Norte para hacer frente a los piratas ingleses, y hasta una vez, a la entrada del Bosforo, sus galeras habían abordado a las de Genova, que monopolizaban el comercio de Bizancio. Luego, esta dinastía de soldados del mar, al retirarse de la navegación comercial, había rendido tributo de sangre a la seguridad de los reinos cristianos y a la fe católica haciendo ingresar una parte de sus hijos en la santa milicia de los caballeros de Malta.
Los segundones de la casa de Febrer, al mismo tiempo que recibían el agua del bautismo, llevaban cosida a sus pañales la cruz blanca de ocho puntas, símbolo de las ocho bienaventuranzas, y al ser hombres capitaneaban galeras de la Orden belicosa y acababan sus días como ricos comendadores de Malta, contando sus proezas a los hijos de sus sobrinas y haciéndose cuidar achaques y heridas por esclavas infieles que vivían con ellos, a pesar del voto de castidad. Monarcas famosos, al pasar por Mallorca, habían salido del alcázar de la Almudaina para visitar a los Febrer en su palacio. Unos habían sido almirantes de las flotas del rey; otros, gobernantes de lejanos territorios; algunos dormían el sueño eterno en la catedral de La Valette con otros ilustres mallorquines, y Jaime había contemplado sus tumbas en una visita a Malta.
La Lonja de Palma, gallardo edificio gótico vecino al mar, había sido durante siglos un feudo de sus ascendientes. Para los Febrer era todo cuanto arrojaban en el inmediato muelle las galeras de alto castillo, las cocas de pesado casco, las ligeras fustas, las saetías, panfiles, rampines, tafureas y demás embarcaciones de la época, y en el inmenso salón columnario de la Lonja, junto a los fustes salomónicos que se perdían en la penumbra de las bóvedas, sus abuelos recibían como reyes a los navegantes de Oriente, que llegaban con anchos zaragüelles y birrete carmesí, a los patronos genoveses y provenzales, con su capotillo rematado por frailuna capucha, a los valerosos capitanes de la isla, cubiertos con la roja barretina catalana. Los mercaderes de Venecia enviaban a sus amigos de Mallorca muebles de ébano con menudas incrustaciones de marfil y lapislázuli o grandes espejos de luna azulada y marco cristalino. Los navegantes de vuelta de África traían manojos de plumas de avestruz, colmillos de marfil, y estos tesoros y otros iban a adornar los salones de la casa, perfumados por misteriosas esencias, regalo de los corresponsales asiáticos.
Los Febrer habían sido durante siglos los intermediarios entre Oriente y Occidente, haciendo de Mallorca un depósito de productos exóticos, que luego desparramaban sus naves por España, Francia y Holanda. Las riquezas afluían fabulosamente a la casa. En algunas ocasiones, los Febrer hasta hicieron préstamos a los reyes… Pero todo esto no podía evitar que Jaime, el último de la familia, luego de perder en el Casino, la noche anterior, todo cuanto poseía—unos centenares de pesetas—, hubiese aceptado dinero, para poder ir a la mañana siguiente a Valldemosa, de Toni Clapés, el contrabandista, hombre rudo, de entendimiento despierto, y el más fiel y desinteresado de sus amigos.
Mientras se peinaba, Jaime se contempló en un espejo antiguo, rajado y de luna nebulosa. Treinta y seis años: no podía quejarse de su aspecto. Era feo, con una fealdad «grandiosa», según expresión de una mujer que había ejercido cierta influencia sobre su vida.
Esta fealdad le había proporcionado algunas satisfacciones amorosas. Miss Mary Gordon, rubia idealista, hija del gobernador de un archipiélago inglés de Oceanía, que viajaba por Europa sin otro acompañamiento que el de una doméstica, le había conocido un verano en un hotel de Munich, y ella fue la que, impresionada, dio los primeros pasos. El español era, según la miss, un vivo retrato de Wagner joven. Y Febrer, sonriendo a impulsos del grato recuerdo, contemplaba su frente abombada, que parecía oprimir con su pesadumbre los ojos imperiosos, pequeños e irónicos, sombreados por gruesas cejas. La nariz era aguda y aguileña, la nariz de todos los Febrer, valientes pájaros de presa de las soledades del mar; la boca desdeñosa y sumida; el mentón saliente y recubierto por la suave vegetación, rala y fina, de la barba y el bigote. «¡Ah, deliciosa miss Mary!» Cerca de un año había durado la alegre peregrinación por Europa. Ella, enamorada de él rabiosamente por su parecido con el Maestro, quería casarse, y le hablaba de los millones del gobernador, mezclando sus entusiasmos románticos con las aficiones prácticas de su raza. Pero Febrer acabó por huir, antes de que la inglesa le dejase a su vez por algún director de orquesta que se asemejase más a su ídolo.
«¡Ay, las mujeres!…» Y Jaime erguía su cuerpo de varón forzudo, algo encorvado de espaldas por el exceso de estatura. Hacía tiempo que había renunciado a interesarse por ellas. Unas leves canas en la barba y un ligero fruncimiento de la piel en las comisuras de los ojos revelaban la fatiga de una existencia que había marchado, según decía él, «a toda máquina». Pero aun así, le buscaban, y era el amor el que iba a sacarle de su angustiosa situación.
Al acabar el arreglo de su persona, salió del dormitorio. Cruzó un salón vastísimo iluminado por los rayos del sol, que pasaban a través de los montantes de tres ventanales cerrados. El suelo estaba en la penumbra, mientras las paredes brillaban como un jardín de vivos colores, cubiertas de interminables tapices con figuras de doble tamaño natural. Eran escenas mitológicas y bíblicas; damas arrogantes, de abultadas carnes color de rosa, que comparecían ante guerreros rojos o verdes; enormes columnatas; palacios con guirnaldas de flores; cimitarras en alto, cabezas por el suelo, tropeles de caballos panzudos con una pata en alto: todo un mundo de viejas leyendas, pero con tintas frescas a pesar de los siglos, y entre franjas de manzanas y hojarasca.
Febrer miró al pasar con ojos irónicos estas riquezas heredadas de sus ascendientes. Nada era suyo. Hacía más de un año que estos tapices y los del dormitorio y todos los de la casa pertenecían a ciertos usureros de Palma, que los habían dejado colgados en el mismo sitio. Esperaban la llegada de un aficionado rico, que los pagaría con más esplendidez al imaginárselos adquiridos directamente de su dueño. Jaime no era más que un depositario, amenazado con la cárcel en caso de infidelidad en su custodia.
Al llegar al centro del salón dio un pequeño rodeo, a impulsos de la costumbre, pero empezó a reír viendo que no había nada que interrumpiese su paso. Un mes antes aún estaba allí una mesa italiana de mármoles preciosos que había traído el famoso comendador don Príamo Febrer de una de sus expediciones en corso. Más allá tampoco había nada que le hiciese tropezar. Un brasero enorme de plata repujada, montado sobre una tarima del mismo metal, con una fila circular de geniecillos que sostenían este monumento, lo había convertido Febrer en dinero, vendiéndolo al peso. Y el brasero le hizo recordar una áurea cadena, regalo del emperador Carlos V a uno de sus ascendientes, que años antes había vendido en Madrid, también al peso, con el aditamento de dos onzas de oro recibidas por el trabajo artístico y la antigüedad. Después había llegado vagamente hasta él la noticia de que la cadena la vendieron en París por cien mil francos. «¡Ah, miseria!» Los caballeros ya no podían vivir en estos tiempos.
Su vista tropezó con el brillo de unos enormes vargueños de labor veneciana montados sobre mesas antiguas sostenidas por leones. Parecían fabricados para gigantes, con innumerables y profundos cajones, cuyas caras exteriores tenían esmaltes policromos representando escenas mitológicas. Eran cuatro piezas magníficas de museo: un recuerdo de la antigua magnificencia de la casa. Tampoco eran suyos. Habían corrido la misma suerte que los tapices, y allí estaban esperando un comprador. Febrer no era ya más que el conserje de su propia casa. Y también pertenecían a los acreedores los cuadros italianos y españoles que adornaban las paredes de dos gabinetes inmediatos; los muebles antiguos con sedas rapadas o rotas, pero de hermosas tallas; todo, en fin, lo que conservaba algún valor entre los restos de la secular herencia.
Salió a la sala de recibimiento, vasta pieza en el centro del edificio, fría y de altísimo techo, que comunicaba con la escalera. Las paredes blancas habían tomado con los años un tono amarillento de marfil. Era preciso echar la cabeza atrás para alcanzar con la vista el negro artesonado del techo. Ventanas abiertas junto a la cornisa ayudaban a los ventanales de abajo a iluminar este salón inmenso y austero. Muebles, pocos y conventuales: amplios sillones de brazos, con asientos y respaldares de vaqueta adornados de clavos; mesas de roble de retorcidas patas; cofres obscuros, con oxidados herrajes sobre fondos de paño verde apolillado. La blancura amarillenta de los muros sólo era visible, como las líneas de un enrejado, entre las filas de lienzos, muchos de ellos sin marco.
Eran centenares de cuadros,