Benito Pérez Galdós

Misericordia


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su rostro hacia el suelo.

      –No es tanto—observó la otra, queriendo engañar su pena con ideas optimistas—. ¿Quién no tiene un duro? Un duro, amigo Almudena, lo tiene cualquiera… Con que ¿puedes buscármelo tú, sí o no?».

      Algo dijo el ciego en su extraña lengua que Benina tradujo por la palabra «imposible», y lanzando un suspiro profundo, al cual contestó Almudena con otro no menos hondo y lastimero, quedose un rato en meditación dolorosa, mirando al suelo y después al cielo y a la estatua de Mendizábal, aquel verdinegro señor de bronce que ella no sabía quién era ni por qué le habían puesto allí. Con ese mirar vago y distraído que es, en los momentos de intensa amargura, como un giro angustioso del alma sobre sí misma, veía pasar por una y otra banda del jardín gentes presurosas o indolentes. Unos llevaban un duro, otros iban a buscarlo. Pasaban cobradores del Banco con el taleguillo al hombro; carricoches con botellas de cerveza y gaseosa; carros fúnebres, en el cual era conducido al cementerio alguno a quien nada importaban ya los duros. En las tiendas entraban compradores que salían con paquetes. Mendigos haraposos importunaban a los señores. Con rápida visión, Benina pasó revista a los cajones de tanta tienda, a los distintos cuartos de todas las casas, a los bolsillos de todos los transeúntes bien vestidos, adquiriendo la certidumbre de que en ninguno de aquellos repliegues de la vida faltaba un duro. Después pensé que sería un paso muy salado que se presentase ella en la cercana casa de Céspedes diciendo que hicieran el favor de darle un duro, siquiera se lo diesen a préstamo. Seguramente, se reirían de tan absurda pretensión, y la pondrían bonitamente en la calle. Y no obstante, natural y justo parecía que en cualquier parte donde un duro no representaba más que un valor insignificante, se lo diesen a ella, para quien la tal suma era… como un átomo inmenso. Y si la ansiada moneda pasara de las manos que con otras muchas la poseían, a las suyas, no se notaría ninguna alteración sensible en la distribución de la riqueza, y todo seguiría lo mismo: los ricos, ricos; pobre ella, y pobres los demás de su condición. Pues siendo esto así, ¿por qué no venía a sus manos el duro? ¿Qué razón había para que veinte personas de las que pasaban no se privasen de un real, y para que estos veinte reales no pasaran por natural trasiego a sus manos? ¡Vaya con las cosas de este desarreglado mundo! La pobre Benina se contentaba con una gota de agua, y delante del estanque del Retiro no podía tenerla. Vamos a cuentas, cielo y tierra: ¿perdería algo el estanque del Retiro porque se sacara de él una gota de agua?

      V

      Esto pensaba, cuando Almudena, volviendo de una meditación calculista, que debía de ser muy triste por la cara que ponía, te dijo:

      «¿No tenier tú cosa que peinar?

      –No, hijo: todo empeñado ya, hasta las papeletas.

      –¿No haber persona que priestar ti?

      –No hay nadie que me fíe ya. No doy un paso sin encontrar una mala cara.

      –Señor Carlos llamar ti mañana.

      –Mañana está muy lejos, y yo necesito el duro hoy, y pronto, Almudena, pronto. Cada minuto que pasa es una mano que me aprieta más el dogal que tengo en la garganta.

      –No llorar, amri. Tú ser buena migo; yo arremediando ti… Veslo ahora.

      –¿Qué se te ocurre? Dímelo pronto.

      –Yo peinar ropa.

      –¿El traje que compraste en el Rastro? ¿Y cuánto crees que te darán?

      –Dos piesetas y media.

      –Yo haré por sacar tres. ¿Y lo demás?

      –Vamos a casa migo—dijo Almudena levantándose con resolución.

      –Prontito, hijo, que no hay tiempo que perder. Es muy tarde. ¡Pues no hay poquito que andar de aquí a la posada de Santa Casilda!».

      Emprendieron su camino presurosos por la calle de Mesón de Paredes, hablando poco. Benina, más sofocada por la ansiedad que por la viveza del paso, echaba lumbre de su rostro, y cada vez que oía campanadas de relojes hacía una mueca de desesperación. El viento frío del Norte les empujaba por la calle abajo, hinchando sus ropas como velas de un barco. Las manos de uno y otro eran de hielo; sus narices rojas destilaban. Enronquecían sus voces; las palabras sonaban con oquedad fría y triste.

      No lejos del punto en que Mesón de Paredes desemboca en la Ronda de Toledo, hallaron el parador de Santa Casilda, vasta colmena de viviendas baratas alineadas en corredores sobrepuestos. Entrase a ella por un patio o corralón largo y estrecho, lleno de montones de basura, residuos, despojos y desperdicios de todo lo humano. El cuarto que habitaba Almudena era el último del piso bajo, al ras del suelo, y no había que franquear un solo escalón para penetrar en él. Componíase la vivienda de dos piezas separadas por una estera pendiente del techo: a un lado la cocina, a otro la sala, que también era alcoba o gabinete, con piso de tierra bien apisonado, paredes blancas, no tan sucias como otras del mismo caserón o humana madriguera. Una silla era el único mueble, pues la cama consistía en un jergón y mantas pardas, arrimado todo a un ángulo. La cocinilla no estaba desprovista de pucheros, cacerolas, botellas, ni tampoco de víveres. En el centro de la habitación, vio Benina un bulto negro, algo como un lío de ropa, o un costal abandonado. A la escasa luz que entraba después de cerrada la puerta, pudo observar que aquel bulto tenía vida. Por el tacto, más que por la vista, comprendió que era una persona.

      «Ya estar aquí la Pedra borracha.

      –¡Ah! ¡qué cosas! Es esa que te ayuda a pagar el cuarto… Borrachona, sinvergüenzonaza… Pero no perdamos tiempo, hijo; dame el traje, que yo lo llevaré… y con la ayuda de Dios, sacaré siquiera dos ochenta. Ve pensando en buscarme lo que falta. La Virgen Santísima te lo dará, y yo he de rezarle para que te lo dé doblado, que a mí seguro es que no quiere darme cosa ninguna».

      Haciéndose cargo de la impaciencia de su amiga, el ciego descolgó de un clavo el traje que él llamaba nuevo, por un convencionalismo muy corriente en las combinaciones mercantiles, y lo entregó a su amiga, que en cuatro zancajos se puso en el patio y en la Ronda, tirando luego hacia el llamado Campillo de Manuela. El mendigo, en tanto, pronunciando palabras coléricas, que no es fácil al narrador reproducir, por ser en lengua arábiga, palpaba el bulto de la mujer embriagada, que como cuerpo muerto en mitad del cuartucho yacía. A las expresiones airadas del ciego, sólo contestó con ásperos gruñidos, y dio media vuelta, espatarrándose y estirando los brazos para caer de nuevo en sopor más hondo y en más brutal inercia.

      Almudena metía mano por entre las ropas negras, cuyos pliegues, revueltos con los del mantón, formaban un lío inextricable, y acompañando su registro de exclamaciones furibundas, exploró también el fláccido busto, como si amasara pellejos con trapos. Tan nervioso estaba el hombre, que descubría lo que debe estar cubierto, y tapaba lo que gusta de ver la luz del día. Allí sacó rosarios, escapularios, un fajo de papeletas de empeño envuelto en un pedazo de periódico, trozos de herradura recogidos en las calles, muelas de animales o de personas, y otras baratijas. Terminado el registro, entró la Benina, de vuelta ya de su diligencia, la cual había despachado con tanta presteza, como si la hubieran llevado y traído en volandas los angelitos del cielo. Venía la pobre mujer sofocadísima del veloz correr por las calles; apenas podía respirar, y su rostro sudoroso despedía fuego, sus ojos alegría.

      «Me han dado tres—dijo mostrando las monedas—, una en cuartos. No he tenido poca suerte en que estuviera allí Valeriano; que a llegar a estar el ama, la Reimunda, trabajo que costara sacarle dos y pico».

      Respondiendo al contento de la anciana, Almudena, con cara de regocijo y triunfo, le mostró entre los dedos una peseta.

      «Encuentrarla aquí, en el piecho de esta… Cogerla tigo.

      –¡Oh, qué suerte! ¿Y no tendrá más? Busca bien, hijo.

      –No tenier más. Mi regolver cosas piecho».

      Benina sacudía las ropas de la borracha esperando ver saltar una moneda. Pero no saltaron más que dos horquillas, y algunos pedacitos de carbón.

      «No tenier más».

      Siguió parloteando