Blasco Ibáñez Vicente

Mare nostrum


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era iracundo y malhablado como un profeta cuando consideraba en peligro su fe. «¿Quién era el hijo de pulga que se atrevía á dudar de lo que él había visto?…» Y lo que él había visto era la fiesta de los peixets, que se celebraba todos los años, oyendo á doctísimos varones el relato del milagro en la capilla conmemorativa edificada al borde del barranco.

      Este prodigio de los pescaditos iba seguido casi siempre de lo que él llamaba el milagro del peixòt, pretendiendo con el peso del tal pescadote aplastar las dudas de la impiedad.

      La galera de Alfonso V de Aragón—el único rey marino de España—chocaba al salir del golfo de Nápoles con un peñasco oculto, cerca de la isla de Capri. Se partía un costado de la nave, sin que ésta hiciese agua, y seguía navegando á velas desplegadas, con el rey, las damas de su corte y el séquito de barones cubiertos de hierro. Veinte días después llegaban á Valencia sanos y salvos, como todo navegante que en momentos de peligro pide auxilio á la Virgen del Puig. Al registrar los maestros calafates el casco de la galera, veían á un pescado enorme desprenderse de su fondo con la tranquilidad de una persona honrada que ha cumplido su deber. Era un delfín enviado por la Santísima Señora para que pegase su lomo á la brecha abierta. Y así, como un tapón, había navegado de Nápoles á Valencia, sin dejar pasar una gota de agua.

      El cocinero no admitía críticas y protestas. Este milagro era innegable. El lo había visto con sus ojos cuando estaban buenos; lo había visto en un cuadro antiguo del monasterio del Puig, y todo aparecía en la tabla con el relieve de la verdad: la galera, el rey, el peixòt, y la Virgen en lo alto dándole la orden.

      La brisa levantaba el faldón del narrador, apareciendo su abdomen partido en dos hemisferios por la tirantez del botón único.

      –Tío Caragòl, ¡que se le escapa!—avisaba una voz burlona.

      El santo hombre sonreía con la calma seráfica del que se ve más allá, de las pompas y vanidades de la existencia.

      –Déjalo: ya no vuela.

      Y emprendía el relato de un nuevo milagro.

      Ferragut asimilaba estas exaltaciones del cocinero á su ligereza de ropa en todo tiempo. Ardía en su interior un fuego incesantemente renovado. En los días brumosos subía al puente con unos vasos de bebida humeante que él llamaba calentets. Nada mejor para los hombres que habían de pasar largas horas á la intemperie, en inmóvil vigilancia. Era café mezclado con aguardiente de caña, pero en desiguales proporciones, siendo más el alcohol que el líquido negro. Tòni bebía rápidamente todos los vasos ofrecidos. El capitán los rechazaba, pidiendo café puro.

      Su sobriedad era la del antiguo nauta: la sobriedad del padre Ulises, que mezclaba el vino con agua en todas sus libaciones. Las divinidades del viejo mar no amaban las bebidas alcohólicas. Anfitrita y las nereidas sólo aceptaban en sus altares frutos de la tierra, sacrificios de palomas, libaciones de leche. Tal vez á causa de esto los marineros del Mediterráneo, siguiendo una preocupación hereditaria, veían en la embriaguez el más vil de los rebajamientos. Los que no eran sobrios evitaban emborracharse francamente como los marineros de otros mares, disimulando la rudeza del brebaje alcohólico con el café ó con el azúcar.

      Caragòl era el encargado de beberse todos los «calentitos» despreciados por el capitán, con otros más que se dedicaba á sí mismo en el misterio de la cocina. En los días calurosos confeccionaba refresquets, y estos «refrescos» eran vasos enormes, mitad de agua, mitad de caña, sobre un grueso lecho de azúcar, mixtura que hacía pasar fulminantemente, sin gradaciones, de la vulgar serenidad á una angélica embriaguez.

      El capitán le reñía al ver sus ojos inflamados y enrojecidos. Iba á quedarse ciego… Pero él no se conmovía ante la amenaza. Necesitaba celebrar á su modo la prosperidad del buque. Y de esta prosperidad, lo más interesante para él era poder abusar del aceite y de la caña, sin miedo á recriminaciones en el momento de las cuentas. ¡Cristo del Grao, que durase siempre la guerra!…

      El tercer viaje de la América del Sur á Europa vino á terminarlo el Mare nostrum en Nápoles, donde desembarcó trigo y cueros. Una colisión á la entrada del puerto con un buque-hospital inglés que iba á los Dardanelos abolló su popa, rompiéndole además una aleta de la hélice.

      Tòni rugió de impaciencia al enterarse de que tendrían que permanecer cerca de un mes en forzosa inmovilidad. Italia no había intervenido aún en la guerra, pero sus precauciones defensivas acaparaban todas las industrias navales. No era posible hacer antes la reparación. Ferragut calculó lo que representaba para sus negocios esta pérdida de tiempo. Le esperaban valiosos fletes en Marsella y Barcelona. Pero queriendo tranquilizarse á sí mismo y aplacar á su segundo, repetía muchas veces:

      –Inglaterra nos indemnizará… Los ingleses son generosos.

      Y para adormecer su impaciencia, se trasladaba á tierra.

      Nápoles no le parecía gran cosa al compararla con otras ciudades célebres italianas. Su verdadera belleza era el golfo inmenso, entre colinas de naranjos y pinos, con un segundo marco de montañas, una de las cuales extendía sobre el azul del cielo su eterna cimera de vapores volcánicos.

      El caserío no abundaba en edificios famosos. Los monarcas de Nápoles habían sido las más de las veces extranjeros que residían lejos y gobernaban por delegación. Las mejores calles, los palacios, las fontanas monumentales, procedían de los virreyes españoles. Un soberano de origen mixto. Carlos III, castellano de nacimiento y napolitano de corazón, había hecho lo mejor de la ciudad. Sus entusiasmos de constructor embellecían aún los barrios antiguos con obras semejantes á las que había levantado años después en España al ocupar su trono.

      Luego de admirar en los museos la estatuaria griega y los objetos desenterrados que revelaban la vida íntima de los antiguos, corrió Ulises las arterias tortuosas y muchas veces sombrías de los barrios populares.

      Eran calles en pendiente, formando rellanos, flanqueadas de casas estrechas y altísimas. Todos los huecos tenían balcones, y de una baranda á la de enfrente se tendían cuerdas, empavesadas con ropas de diversos colores puestas á secar. La fecundidad napolitana hacía hervir de gentío estas callejuelas. En torno de las cocinas al aire libre se agolpaban los clientes, comiendo de pies los macarrones hervidos ó los pedazos de carne.

      Anunciaban los vendedores sus géneros con pregones melódicos semejantes á romanzan, y de los balcones bajaban á su encuentro cordeles rematados por castillos. Los regateos y compras eran desde el fondo de la calle-zanja á los séptimos pisos. En cambio, los rebaños de cabras subían las escaleras tortuosas, con la agilidad de la costumbre, para dejarse vaciar las ubres en todas las mesetas.

      Los muelles de la Marinela atraían al capitán por su «color» de puerto mediterráneo. La unidad italiana había derribado y reconstruido mucho, pero aún quedaban en pie varias filas de casitas, bajas de techo, con la fachada blanca ó rosada, las puertas verdes y el piso bajo más avanzado que el superior, sirviendo de sostén á una galería con balaustres de madera. Todo lo que en ellas no era ladrillo era carpintería gruesa, igual al trabajo de los calafates. El hierro no existía en estas construcciones terrestres que recordaban el buque de vela. Las piezas eran obscuras como camarotes. Por las ventanas se veían grandes caracolas de mar sobre las cómodas, cuadros de pintura dura y pueril representando fragatas, conchas multicolores traídas de lejanos mares.

      Estas viviendas se repetían en todos los puertos del Mediterráneo, como si fuesen obra de la misma mano. Ferragut las había visto de niño en el Grao de Valencia, y todavía las encontraba en la Barceloneta, en los suburbios de Marsella, en la Niza vieja, en los puertos de las islas occidentales, en las marinas de la costa africana ocupadas por malteses y sicilianos.

      Sobre el caserío alineado á lo largo de la Marinela, las iglesias de Nápoles asomaban sus cúpulas y torres con tejas barnizadas, verdes y amarillas. Más que techos de templos cristianos, parecían remates de baños orientales.

      Ya no existía el lazarone descalzo y con gorro rojo, pero la muchedumbre—vestida como los trabajadores de todos los puertos—se aglomeraba aún en torno del cartelón pintarrajeado que representaba un crimen, un milagro ó un