mientras todo lo que habÃa en la habitación revoloteaba sin control. Incluso ellos dos empezaron a levantarse del suelo. El sistema de gravedad artificial no podÃa seguir compensando la inmensa fuerza centrÃfuga que se estaba generando. Cada vez eran más ligeros.
«La... la... ¡compuerta tres!», gritó finalmente Petri, mientras todos los objetos caÃan al mismo tiempo al suelo. Un pesado contenedor de residuos golpeó a Azakis exactamente entre la tercera y la cuarta costilla, provocando que emitiera un sordo lamento. Petri, desde el medio metro de altura donde se encontraba, cayó bajo el cuadro de mandos, asumiendo una pose muy poco natural y totalmente ridÃcula.
La estimación de la probabilidad de impacto habÃa descendido al 18% y continuaba descendiendo rápidamente.
«¿Todo bien?», se apresuró en confirmar Azakis, intentando disimular el dolor del lado golpeado.
«SÃ, sÃ. Estoy bien», respondió Petri, intentando levantarse.
Un instante después, Azakis estaba contactando el resto de la tripulación, que informaron inmediatamente a su comandante de la ausencia de daños a cosas o personas.
La maniobra realizada habÃa desviado ligeramente a la Theos de la trayectoria anterior, y la depresión provocada por la apertura de la compuerta habÃa sido inmediatamente compensada por el sistema automatizado.
6%, 4%, 2%.
«Distancia del objeto: 60.000 Km», comunicó la voz.
Ambos estaban conteniendo la respiración, esperando llegar a la distancia de 50.000 Km a partir de la cual se activarÃan los sensores de corto alcance. Aquellos instantes parecieron interminables.
«Distancia del objeto: 50.000 Km. Sensores de corto alcance activados».
La figura desenfocada frente a ellos se definió de repente. El objeto apareció claramente en la pantalla, haciendo visible cada detalle. Los dos amigos se giraron al mismo tiempo, con los ojos desorbitados, buscando cada uno la mirada del otro.
«¡IncreÃble!», exclamaron al unÃsono.
Nassiriya â Restaurante Masgouf
El coronel Hudson caminaba nervioso, hacia delante y hacia atrás, a lo largo de la diagonal del descansillo de la sala principal del restaurante. Miraba casi cada minuto el reloj táctico que llevaba siempre en la muñeca izquierda y que no se quitaba jamás, ni siquiera para dormir. Estaba entusiasmado como un adolescente en su primera cita.
Para pasar la espera, pidió un Martini con hielo y una rodaja de limón al bigotudo camarero que, por debajo de las pobladas cejas, lo observaba con curiosidad, mientras secaba lentamente unos vasos de tubo.
Lógicamente, el alcohol no estaba permitido en los paÃses islámicos, pero, esa noche, se hizo una excepción. El pequeño restaurante se habÃa reservado por completo para los dos.
El coronel, después de haber terminado la conversación con la doctora Hunter, habÃa contactado inmediatamente al dueño del local, solicitando expresamente el plato especial Masgouf, que daba nombre al restaurante. Debido a la dificultad para encontrar el ingrediente principal, el esturión del Tigris, querÃa asegurarse de que el local tuviera suficiente. Además, sabiendo que se necesitaban al menos dos horas para su preparación, deseaba que todo se cocinara sin prisas y con una perfección absoluta.
Para la velada, teniendo de cuenta que el uniforme de camuflaje no habrÃa sido adecuado para la situación, habÃa decidido desempolvar su traje oscuro de Valentino, combinado con una corbata de seda de estilo Regimental con rayas grises y blancas. Los zapatos negros, relucientes como solo un militar sabÃa dejarlos, también eran italianos. Por supuesto, el reloj táctico no pegaba absolutamente nada, pero era incapaz de prescindir de él.
«Están llegando». La voz ronca salió del receptor, muy parecido a un teléfono móvil, que tenÃa en el bolsillo interior de la chaqueta. Lo apagó y miró fuera, a través del cristal de la puerta.
El enorme coche oscuro esquivó una bolsa de cartón que, empujada por la ligera brisa vespertina, rodaba suavemente en medio de la calle. Con una rápida maniobra, paró el coche justo delante de la entrada del restaurante. El conductor esperó a que el polvo levantado por el automóvil se depositara de nuevo en el suelo, después salió con precaución del coche. Al auricular semi-escondido en su oreja derecha llegaron una serie de âdespejadoâ. Miró con atención todas las posiciones anteriormente establecidas, hasta que estuvo seguro de haber identificado a todos sus camaradas que, en posición de combate, se ocuparÃan de la seguridad de los dos comensales durante toda la duración de la cena.
La zona era segura.
Abrió la puerta trasera y, ofreciendo delicadamente la mano derecha, ayudó a su invitada a bajar.
Elisa, agradeciendo al militar su amabilidad, salió suavemente del coche. Dirigió la mirada hacia arriba y, mientras llenaba los pulmones con el limpio aire de la noche, se regaló un instante para contemplar el magnÃfico espectáculo que solo el cielo estrellado del desierto podÃa ofrecer.
El coronel permaneció, durante un momento, indeciso sobre si salir a encontrarse con ella o permanecer en el interior del local a la espera de su entrada. Al final eligió quedarse sentado, intentando disimular lo mejor posible su agitación. Entonces, con aire indiferente, se acercó a la barra, se sentó en un taburete alto, apoyó el codo izquierdo en la tabla de madera oscura, hizo girar un poco el licor que quedaba en su vaso y se detuvo a observar la semilla del limón que se depositaba lentamente en el fondo.
La puerta se abrió con un leve chirrido y el militar conductor se asomó para comprobar que todo estuviera en orden. El coronel hizo una leve señal con la cabeza y el acompañante introdujo a Elisa en el interior, cediéndole el paso con un amplio gesto de la mano.
«Buenas noches, doctora Hunter», dijo el coronel levantándose del taburete y luciendo su mejor sonrisa. «¿Ha sido agradable el viaje?».
«Buenas tardes, coronel», respondió Elisa con una sonrisa no menos deslumbrante. «Todo bien, gracias. Su chófer ha sido muy amable».
«Puede irse, gracias», dijo con voz autoritaria el coronel, dirigiéndose al acompañante que saludó militarmente, giró sobre sus talones y desapareció en la noche.
«¿Un aperitivo, doctora?», preguntó el coronel, llamando con un gesto de la mano al bigotudo camarero.
«Lo mismo que está tomando usted», respondió inmediatamente Elisa, indicando el vaso de Martini que el coronel aún tenÃa en la mano. A continuación, añadió: «Puede llamarme Elisa, coronel, lo prefiero».
«Perfecto. Y tu llámame Jack. âCoronelâ dejémoslo para mis soldados».
Es un buen comienzo, pensó el coronel.
El camarero preparó con cuidado el segundo Martini y lo sirvió a la recién llegada. Ella acercó su vaso al del coronel y brindó.
«Salud», exclamó alegremente y bebió un buen sorbo.
«Elisa, tengo que decirte que esta noche estás realmente hermosa», dijo el coronel deslizando rápidamente la mirada desde la cabeza hasta los pies de su invitada.
«Bueno, tú tampoco estás nada mal. El uniforme también tiene su encanto, pero yo te prefiero asû, dijo sonriendo maliciosamente e inclinando un poco la cabeza hacia un lado.
Jack, un poco avergonzado, dirigió su atención al contenido del vaso que tenÃa en la mano. Lo observó durante un instante, luego se lo bebió