Benito Pérez Galdós

Tormento


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decanato; y respirando fuerte, a causa del cansancio de subir tantos escalones, no cesaba de mirar a su hermana. Esta, alzando los brazos, seguía consagrada con alma y vida a la obra de su pelo, que era lo mejor de su persona, una masa de dulce sombra que daba valor a su rostro tan blanco como diminuto. La falta de un diente en la encia superior era la nota desafinada de aquel rostro; pero aun este desentono dábale cierta gracia picante, parecida, en otro orden de sensaciones, al estímulo de la pimienta en el paladar. Con burlesca vivacidad miraban sus ojos picaruelos, y su nariz ligeramente chafada tenía la fealdad más bonita y risueña que puede imaginarse. Cuando se reía, todos los diablillos del Infierno de la malicia serpenteaban en su rostro con un tembloreo como el de los infusorios en el líquido. De sus sienes bajaban unas patillas negras que se perdían disfuminadas sobre la piel blanca, y el labio superior ostentaba una dedada de bozo más fuerte de lo que en buena ley estética corresponde a la mujer. Pero lo más llamativo en esta joven era su seno harto abultado, sin guardar proporciones con su talle y estatura. La ligereza de su traje en aquella ocasión acusaba otras desproporciones de imponente interés para la escultura, semejantes a las que dieron nombre a la Venus Calipiga.

      Con tales encantos Refugio no podía sostener comparación con su hermana, cuya hermosura grave, a la vez clásica y romántica, llena de melancolía y de dulzura, habría podido inspirar las odas más remontadas, idilios tiernísimos, patéticos dramas, mientras que la otra era un agraciado tema de Anacreónticas o de invenciones picarescas. Decía Doña Nicanora, la esposa del vecino D. José Ido, hablando de Amparito, que si a esta la cogiesen por su cuenta las buenas modistas, si la ataviaran de pies a cabeza y la presentasen en un salón, no habría duquesas ni princesas que se le pusieran delante.

      «¡Y qué cuerpo tan perfecto!—añadía la señora de Ido, poniendo, según su costumbre, los ojos en blanco—. He tenido ocasión de verla cuando íbamos juntas a los baños de los Jerónimos… Me río yo de las estatuas que están en el Museo».

      Refugio fue la primera que habló diciendo:

      «¿Cuánto traes hoy?».

      –Nada—replicó Amparo sin despecho.

      –Anda, anda a casa de los parientes… Sírveles. Yo te lo digo y no me haces caso. A ti te gusta ser criada, a mí no. Ahí tienes el pago.

      Volviose hacia su hermana, y articulando mal las palabras porque tenía dos alfileres sujetos entre los dientes, siguió la filípica:

      «Humíllate más, sírveles, arrástrate a los pies de la fantasmona, límpiale la baba a los niños. ¿Qué esperas? Tonta, tontaina, si en aquella casa no hay más que miseria, una miseria mal charolada… Parecen gente, ¿y qué son? Unos pobretones como nosotros. Quítales aquel barniz, quítales las relaciones, ¿y qué les queda? Hambre, cursilería. Van de gorra a los teatros, recogen los pedazos de tela que tiran en Palacio, piden limosna con buenas formas… No, lo que es yo no les adulo. En mí no machaca la señora Doña Rosalía, con sus humos de marquesa. Por eso le dije aquel día cuatro verdades y no he vuelto allá ni pienso volver… Ella no me puede ver, ni el bobito de su marido tampoco, que parece un pisa hormigas… Ya sé que dice herejías de mí… me lo ha contado la criada… ¡Ay!… vamos, me he enfadado tanto hablando de esa gente, que… casi, casi, me trago un alfiler».

      Amparo no contestó nada.

      «¿Qué traes ahí?—prosiguió Refugio, explorando el lío que Amparo conservaba aún en la mano derecha—. Lo menos un potosí… ¿A ver? Medio panecillo, dos mantecadas de Astorga, tres pedazos de cinta… ¿Te parece que tiremos todo esto al tejado?».

      Amparo hizo un movimiento como para defender su lío.

      «Ya ves lo que sacas del arrimo de esos pobretes… Mírate y mírame. Tú parece que acabas de salir de un hospital; yo voy sin lujo, pero apañadita; tú llevas las botas rotas, y… Mira las que estreno hoy».

      Alzó un pie para que su hermana examinara las bonitas botas con que estaba calzada.

      «¿Con qué dinero las has comprado?»—dijo Amparo cogiendo la bota y ladeándola como si no estuviera dentro de ella un pie.

      Refugio tardó mucho en contestar.

      «Que me haces daño… Vaya»—dijo al fin, volviéndose al tocador.

      –¿Cuánto te han costado? ¿De dónde has sacado el dinero?

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