su carruaje cerca y podía escapar, ante la mirada atónita de los solicitantes que esperaban horas y más horas. Los despechados, la turba pedigüeña que en vano le asediaba y bloqueaba, llamábanle «El solitario de Las Arenas», «El ogro de la Sendeja», que era donde tenía su escritorio, y hasta afirmaban, faltando á la verdad, que su carruaje sólo tenía un asiento, para evitarse de este modo toda compañía. Transcurrían meses enteros sin que penetrasen en su despacho otras personas que algún corredor de confianza ó los principales empleados del escritorio, que recibían sus órdenes. Con los otros capitalistas de la población—muchos de ellos compañeros de la juventud, que habían marchado juntos con él en la primera etapa por el camino de la fortuna—se comunicaba telefónicamente tuteándose, pero en estilo conciso y seco, como si la riqueza hubiese secado los antiguos afectos.
Aresti siguió su marcha á lo largo del muelle, mirando los remolinos del agua enrojecida por los residuos de las minas. Se detuvo un momento para examinar dos barcos de cabotaje, dos cachemerines de la costa, con los títulos en vascuence pintados en la popa, y la cubierta obstruida por extraños cargamentos, en los que se confundían los fardos de bacalao con mesas y sillerías embaladas. Ofrecían igual aspecto que los carromatos de los ordinarios de los pueblos, cargados de los más diversos objetos. En uno de los buques, la tripulación se agrupaba á proa en torno del hornillo donde hervía el caldero del rancho. Los barcos estaban tan hundidos á causa de la marea baja, que el doctor, desde la riba, veía el fondo de sus escotillas. Aquellos hombres, que pasaban por bajo de él, tostados, enjutos, habituados á la lucha mortal con el mar cántabro, le hacían recordar á su padre, entrevisto en los primeros años de su vida y del que apenas quedaba en su memoria una sombra vaga.
El doctor, separándose del muelle, pasó á la acera de la Sendeja. El escritorio de su primo estaba en un caserón antiguo y señorial, todo de piedra obscura, con balcones de hierro retorcido y pomos dorados, y un gran escudo de armas que ocupaba gran parte de la pared entre el primero y segundo piso. Era propiedad de una vieja devota que, por legar toda su fortuna á la Iglesia, se negaba á vender el edificio á Sánchez Morueta, dándose la satisfacción de tener por inquilino á uno de los primeros ricos de Bilbao.
Aresti no osó subir directamente al despacho de su primo, temiendo la resistencia de algún portero nuevo, y las idas y venidas y consultas de los empleados, antes de reconocerle y dejarle paso franco. Prefirió entrar en el entresuelo donde estaba el despacho de los buques de la casa, bajo la dirección de un antiguo amigo de la familia, el capitán Matías Iriondo. Aquella oficina era lo único accesible del edificio, donde se podía entrar á la buena de Dios, sin miedo á esperar ni á porteros inflexibles.
–¿Está el Capi?…—preguntó Aresti á los escribientes que trabajaban tras un atajadizo de cristales.
–¡Pasa, Planeta, pasa!—gritó alguien tras una puerta del fondo del corredor.
Y Aresti entró, al mismo tiempo que el capitán, el Capi como le llamaba Aresti, abandonaba su escritorio avanzando hacia él con los brazos abiertos.
–Te he conocido con sólo oírte, Luisillo—dijo Iriondo con su voz bronca y discordante de hombre enronquecido por la continua humedad y obligado á hacerse oír entre los mugidos del viento y de las olas.—¡Ay, Planeta!… Te encuentro algo aviejado.
Y había que oír la expresión cariñosa que daba el marino al mote de Planeta aplicado al doctor. Para él, en su habla bilbaína, los hombres se dividían en tres clases. Los que trabajaban seriamente en cosas de utilidad y no tenían mote alguno. Los vagos y viciosos, que no sirven de nada, á los que llamaba arlotes. Y luego venían los planetas, gente simpática y buena, pero sin seriedad ni sentido práctico; los calaveras; los que tienen talento, pero maldito en lo que lo emplean; los artistas que hacen cosas muy bonitas que no sirven para nada; los que desprecian el dinero llegando á la vejez sin salir de pobres. ¿Y qué mayor planeta que aquel médico que, pudiendo hacerse de oro en Bilbao, prefería vivir entre los brutos de las minas?
–¡Ah, Planeta!—decía sin soltar á Luis de entre sus brazos.—Lo menos hace medio año que no te veo. Y siempre tan loco, ¿verdad? Siempre coleccionando libros y aprendiendo cosas sin sacar de ellas provecho. ¡Apuesto cualquier cosa á que aún no has reunido mil duros!…
Y reía, con lástima cariñosa, de su querido Planeta, al que consideraba en eterna infancia, como un niño revoltoso que había que dejar en libertad. Aresti le examinaba con no menos cariño.
–Capi, pues tú tampoco estás muy joven que digamos. Te probaba más el mar.
–Tienes razón—dijo Iriondo con melancolía.—¡Si al menos pudiese ir todos los días al monte con la escopeta, á cazar chimbos!… Pero hay que despachar cinco ó seis barcos por semana. Tu primo quiere tragarse el mundo y todos trabajamos como negros… Además, nos hacemos viejos, Luisillo. Tú olvidas que tengo la edad de Pepe, y que ya era yo piloto, cuando tú aún jugabas en Olaveaga en la huerta de tu tío.
Aresti admiraba el vigor del capitán. Estaba en los cincuenta años. Era bajo de estatura, musculoso y fuerte, con cierta tendencia á ensancharse, como si fuera á cuadrársele el cuerpo. Su cara se había recocido, como él decía, en casi todos los puntos de la línea ecuatorial: estaba curtida, con un color bronceado, semejante al de su barba, en la que sólo apuntaban algunas canas. Tenía las córneas de los ojos con manchas de color de tabaco, y sus pupilas, que siempre miraban de frente, brillaban con una expresión de bondad. Conocía todas las picardías del mundo: había pasado en su juventud por todos los desórdenes de las gentes de mar, que después de meses enteros de aislamiento y privación sobre las olas, bajan á tierra como lobos. Había brindado con todas las bebidas del mundo, incluso con las fermentaciones diabólicas de los negros; se había rozado con hembras de todos los colores, pardas, bronceadas, verdes y rojas, y, sin embargo, después de una vida de aventuras, notábase en él la honrada simplicidad de esos marinos, ascetas de los horizontes inmensos que, al abordar los puertos cosmopolitas, sienten el contacto de todas las podredumbres, sin llegar á contaminarse con ellas, sacudiéndolas apenas vuelven al desierto del océano.
El doctor recordaba los principales detalles de su vida, que muchas veces había contado el Capi de sobremesa en casa de Sánchez Morueta, con su sencillez de hombre franco y comedido al mismo tiempo, sin parar atención en el entrecejo de la señora que temía á cada instante extralimitaciones en el relato. No había mar en el globo en el cual no hubiese navegado alguna vez, ni clase de buque que no conociera, desde el cachemerin al trasatlántico. De joven había hecho el cabotaje entre el archipiélago de Luzón y las Molucas. El sultán de allá era gran amigote suyo, y le invitaba, como muestra de afecto, a que escogiese entre sus sesenta mujeres amarillas y hocicudas. ¿Para qué? Con un tabaco de Manila podía llevárselas él a todas sin permiso de sultanillo. Había trasladado cargamentos de chinos de Hong-Kong a San Francisco de California; montañas de trigo de Odessa a Barcelona; recordaba viajes a Australia, a la vela, por el cabo de Buena Esperanza; hacía memoria, con sonrisa pudorosa, de sus juergas de la Habana, en plena juventud, con ciertos marinos rumbosos como nababs y valientes y crueles lo mismo que los aventureros de otros siglos, los cuales, al bajar a tierra, gastaban en unas cuantas noches la ganancia de sus viajes desde las costas de África con la bodega abarrotada de negros. Al hablar, sentía la nostalgia del azul negruzco e intenso del Océano, del verde luminoso y diáfano del mar de las Antillas, de la larga ondulación del Pacífico y las aguas plomizas y brumosas de los mares del Norte. El Mediterráneo le inspiraba desprecio, con sus puertos como Alejandría y Nápoles, verdaderos pudrideros de todo el detritus de Europa. «Desde Gibraltar a Suez—decía—, ladrones a la derecha y a la izquierda. Antes robaban en el mar, y ahora esperan en los puertos.»
Su amistad con Sánchez Morueta, que databa de la infancia, le había proporcionado un retiro en tierra. Era el inspector de los numerosos barcos de la casa; y además, no cargaba un buque extranjero minerales de su principal que no lo despachase él, acumulando así una pequeña fortuna que le envidiaban sus antiguos compañeros de navegación. Era bilbaíno á la antigua en todas sus aficiones. Su mayor placer era salir el domingo con la escopeta al hombro á cazar chimbos en los montes, pajarillos de varias clases, que habían proporcionado un mote á los hijos de la