lo tenía!—dijo Valle.
–Yo lo sabía ya hace días, pero no me atrevía a publicarlo, comprendiendo que D. Bernardo se estaba haciendo el uniforme para dar una sorpresa a sus amigos, como así resultó—repuso Juanito Romillo, a quien molestaba muchísimo el ignorar cualquier noticia.
–Está muy bien, ¿no es verdad?—preguntó doña Martina, llena de cándido orgullo.
–Admirable, señora, admirable—contestó el coronel con voz cavernosa.—A ver Rivera, dé V. la vuelta para que le examinemos por todas partes…
D. Bernardo giró gravemente en redondo, haciendo sonar el terrible espadón y las espuelas. En aquel instante se oyó un resuello singular en la estancia, al cual siguió una explosión de carcajada contenida. Era el pobre Miguel que, después de haber trabajado como un héroe para contener la risa, poniéndose colorado como un pimiento, había reventado al fin, con gran dolor de su alma. Su tío le clavó una mirada capaz de dejarle seco en el acto; los demás le miraron también severamente y con asombro; nadie dijo nada, sin embargo. Después que se hubo desahogado, bajó la cabeza lleno de confusión y vergüenza. D. Bernardo se retiró inmediatamente, y en el comedor hubo unos momentos de silencio embarazoso. Hojeda, para templar el mal efecto de la imprudencia del niño, se apresuró a entablar conversación acerca de la orden de San Juan, haciendo de ella y de sus miembros calurosos elogios. Sin embargo, doña Martina, que estaba realmente enojada, al cabo de pocos minutos llamó al ayo de los niños para que subiera a acostarlos, y ordenó al lacayo que condujese a Miguel a su casa.
El chico se despidió, todavía confuso, de la tertulia, y dejó la casa de su tío, situada en la calle del Prado, y se fue paso entre paso con el lacayo hasta la suya, que estaba en la del Arenal.
IV
El abuelo de Miguel había sido uno de los negociantes más ricos de Madrid durante el reinado de Fernando VII. Al morir dejó a cada uno de sus tres hijos, Bernardo, Manuel (de quien hablaremos en seguida) y Fernando, una renta de catorce o quince mil duros, que sólo D. Bernardo había conseguido, merced a ciertas negociaciones con el Tesoro, aumentar considerablemente. La de Fernando permanecía en tal estado; y en cuanto a la de Manuel, se había mermado bastante.
Fernando, el último de los hermanos y padre de Miguel, era un hombre de rostro enjuto y avinagrado, como D. Bernardo, cejas espesas y terribles bigotes. Nadie diría que detrás de este rostro imponente y marcial, se ocultaba un espíritu fino y sensible como el de una damisela, y que debajo de la cruz laureada de San Fernando, ganada por un acto de arrojo que asombró a la nación, latía un corazón de paloma. Nada más cierto, sin embargo. Aquellos bigotes terribles no servían, en realidad, más que para que todo el mundo se subiese a ellos: y el más encaramado de todos era Miguel, a quien su padre no sabía negar nada, que hacía cuanto se le antojaba, fuese tuerto o derecho, y que con su mala educación daba pie a que se dijese lo que su tío le había dicho aquella tarde.
Cuando llegó a casa y fue a dar las buenas noches a su papá, encontró a éste sentado en una butaca de su gabinete, fumando y envuelto en la sombra que proyectaba la pantalla del quinqué.
–Buenas noches, papá.
–Buenas noches, hijo mío.
Miguel se acercó para darle un beso. El brigadier le retuvo entre sus rodillas acariciándole los cabellos.
–¿Cómo lo has pasado en casa de tu tío?
–Bien.
–¿Te has divertido mucho?
–Bastante.
–¿Supongo que no habréis hecho ninguna travesura que enfadase a la tía Martina?
–No, papá—respondió el chico sin vacilar, y le contó todo lo que había hecho aquella tarde, omitiendo lo que bien le pareció.
–Bien, así me gusta. Ahora tendrás ya deseos de irte a la cama, ¿verdad?… Vaya, pues a la cama, hijo mío, a la cama..... No quiero retenerte más..... a la cama, a la cama.....
Sin embargo, seguía reteniéndole entre las rodillas. Al fin Miguel, forzándolas un poco, logró salir de ellas, y se dirigió a la puerta. Cuando ya estaba cerca, volvió a llamarle su padre.
–Oyes, Miguel..... ¿No te ha hablado tu tío Bernardo?… preguntole con voz algo alterada.
Miguel se detuvo y no contestó.
–¿No te ha hablado de cierto asunto?
–Sí—murmuró el chico, también cortado.
–¿Y qué te ha dicho?… Cuenta.....
Miguel comenzó a colocarse los dedos de la mano izquierda unos sobre otros y no dijo palabra.
–¿No te ha dicho que ibas a tener pronto una mamá?—articuló el brigadier cada vez más turbado.
–Sí—murmuró sordamente el niño.
–¿Y qué te parece a ti de eso, Miguel?....
Silencio sepulcral por parte de éste.
–Vamos, ven aquí, tonto, ven aquí—le dijo con voz cariñosa; y metiéndole de nuevo entre sus rodillas, comenzó a besarle con afán.
–¿No es verdad que a ti no te disgusta tener una mamá?… ¿No ves cómo todos tus amigos la tienen menos tú?… Ya verás cómo la quieres… pero nunca más que a mí, ¿no es cierto?… Y cuando vayas al colegio ya podrás decir a los compañeros:—Tengo una mamá, como vosotros… Y lo mismo a tus primos Enrique y Carlos… Y saldrás con ella a paseo en coche para que todos la vean. Ella, que es muy buena, te ha de querer mucho, y tú no la darás ningún disgusto, ¿verdad? Ya te conoce por el retrato… Y tú la conocerás muy pronto a ella… ¿Quieres conocerla ahora mismo?
Y con mano febril, por donde se podía adivinar el grado de apasionamiento a que el brigadier había llegado, sacó del bolsillo una cartera y de la cartera un retrato de mujer, que puso delante de los ojos a su hijo.
–Mírala, ¿te gusta?
Miguel la echó una rápida mirada por complacer a su padre y bajó la cabeza en señal afirmativa.
–Vamos—dijo el brigadier en voz baja y temblorosa,—dala un beso.
El chico obedeció posando levemente los labios sobre el retrato. Su papá le pagó este acto de galantería con un sinnúmero de caricias y le fue a despedir hasta la puerta muy conmovido.
Al día siguiente el brigadier anunció a su hijo que se marchaba en busca de la mamá y que tardaría en volver cuatro o cinco días; recomendole con mucho encarecimiento la formalidad durante su ausencia, el respeto al ama de llaves, la mesura con los demás criados, la puntual asistencia al colegio, el estudio, etc., etc.
–Aquí llega tu tío Manolo—dijo viendo entrar a su hermano,—a quien te dejo recomendado: él se encargará de dar una vuelta por aquí todos los días y enterarse de cómo sigues y qué tal te portas…
El tío Manolo, que acababa de entrar, era, con mucho, el mejor mozo de los tres hermanos. Apesar de sus cuarenta y cinco años, conservaba una frescura de cutis y una gallardía de talle que ni en sus mocedades habían ellos disfrutado: era un hombre verdaderamente notable por su figura: alto como sus hermanos, pero mejor proporcionado, de facciones correctas y varoniles, cabello negro y naturalmente rizado, donde apenas se advertía aún tal cual hebra de plata, patillas negras también, largas, sedosas, el cuello blanco y redondo como el de una mujer, el pie menudo y las manos finas y aristocráticas. En honra y gloria de esta figura, para regalarla y darla el debido esplendor, había sacrificado D. Manuel Rivera todo su tiempo y casi todo su capital. D. Bernardo hablaba de él con poco respeto y le trataba con cierto despego: el mismo brigadier, aun queriéndole bien, no se mostraba muy impresionado por aquella famosísima estampa, y solía reprenderle suavemente algunas cosas que llamaba puerilidades. En cambio, su sobrino Miguel le adoraba: ya de niño ansiaba volar a él desde los brazos de la nodriza: el tufo de los perfumes que gastaba, el roce de aquellas sedosas patillas al besarle, y sobre todo, la franca alegría que respiraba, le habían seducido siempre y aún le tenían completamente subyugado.
–Pierde