Había en él cierta desenvoltura profana que delataba al artista sepultado en los hábitos sacerdotales, ansioso por volar fuera de ellos, abandonándolos a sus pies como una mortaja.
Llegaron a la habitación, como truenos lejanos, algunas campanadas graves que conmovieron el claustro.
–Tío, que llaman a coro—dijo el Tato—. Ya debíamos estar en la-catedral. Son casi las ocho.
–Es verdad, hombre; tiene gracia que seas tú quien me lo recuerde. En marcha.
Luego añadió, dirigiéndose al sacerdote músico:
–Don Luis, su misa es a las ocho. Ya hablará después de sus cosas con Gabriel. Ahora, a la obligación. Hay que sacar para los postres, como usted dice, ya que en estos tiempos del demonio apenas si da el cargo para comer.
El maestro de capilla asintió tristemente con un movimiento de cabeza y salió tras los dos servidores del templo, contrariado, como si le arrastrasen a un trabajo penoso y antipático. Tarareaba distraídamente al dar la mano a Gabriel, y éste creyó reconocer un fragmento del Septimino de Beethoven en la música que, sorda y cortada, salía de entre los labios del joven sacerdote.
Luna se tendió en el sofá, abandonándose a la fatiga al verse solo, después de la larga espera ante la catedral. La vieja que servía a su hermano puso junto a él un jarrito de leche, llenando después un vaso. Gabriel bebió, haciendo esfuerzos por dominar los estremecimientos de su estómago enfermo, que pugnaba por expeler el líquido. Su cuerpo, fatigado por la mala noche y el cansancio de la espera, acabó por asimilarse el alimento, sumiéndose en una dulce languidez que no había sentido en mucho tiempo. Gabriel pudo adormecerse, y así estuvo más de una hora, inmóvil en el sofá, cortándose varias veces su desigual respiración con el estertor de la tos cavernosa, que no llegaba a desvanecer su sueño.
Cuando despertó, fue de golpe, con un estremecimiento nervioso que le conmovió de los pies a la cabeza, haciéndole saltar del sofá como a impulsos de un resorte. Era la inquietud del peligro que había quedado fija en él para siempre; el hábito de la intranquilidad contraído en los obscuros calabozos, cuando esperaba a todas horas ver abrirse la puerta para ser apaleado como un perro o conducido al cuadro de ejecución ante la doble fila de fusiles; y a más de esto, la costumbre de vivir vigilado en todos los países, presintiendo el espionaje de la policía en torno de él, sorprendido en medio de la noche en cuartos de posada por la orden de salir inmediatamente; la zozobra del antiguo Asheverus, que apenas gustaba un instante del descanso, oía el eterno «Anda, anda».
No quiso dormir más, como si temiera sufrir de nuevo las negras pesadillas del ensueño. Prefería la realidad: aquel silencio de la catedral que le envolvía en una dulce caricia; la calma augusta del templo, inmenso monte de piedra labrada que parecía pesar sobre él aplastándolo, ocultando para siempre su debilidad de perseguido.
Salió al claustro, y puesto de codos en la barandilla contempló el jardín.
Las Claverías parecían desiertas. Los niños que las animaban al comenzar el día estaban en la escuela; las mujeres, dentro de sus casas, preparaban la comida. En todo el claustro no había otra persona que él. La luz del sol bañaba todo un lado; la sombra de las columnas cortaba oblicuamente los grandes cuadros de oro que cubrían las baldosas. Un silencio augusto, la calma santa de la catedral, penetraba en el agitador como dulce narcótico. Los siete siglos adheridos a aquellas piedras parecían envolverle como otros tantos velos que le aislaban del resto del mundo. En una habitación de las Claverías sonaba un martillo con repiqueteo incesante. Era el de un zapatero que Gabriel había visto, al través de los vidrios de una ventana, encorvado ante su mesilla. En el pedazo de cielo encuadrado por los tejados volaban algunos palomos, moviendo sus blancas alas como si bogasen en un lago de intenso azul. Al fatigarse, descendían al claustro, y agarrados a las barandillas, emprendían un susurro que estremecía el religioso silencio como un suspiro de amor. De vez en cuando se abrían las cancelas de la catedral, esparciendo en el jardín y las Claverías una bocanada de aire cargada de incienso, de rugidos de órgano y voces graves que cantaban palabras latinas prolongando solemnemente las sílabas.
Gabriel miraba el jardín, orlado por las arcadas de piedra blanca y sus rudos contrafuertes de berroqueña obscura, en cuya cúspide dejaban las lluvias una florescencia de hongos como botones de terciopelo negruzco. Descendía el sol a un ángulo del jardín, y el resto quedaba en una claridad verdosa, de penumbra conventual. La torre de las campanas ocultaba un pedazo de cielo, ostentando sobre sus flancos rojizos, ornados de junquillos góticos y contrafuertes salientes, las fajas de mármol negro con cabezas de misteriosos personajes y escudos de armas de los diversos arzobispos que intervinieron en su construcción. En lo alto, cerca de los pináculos de piedra blanquísima, mostrábanse las campanas tras de enormes rejas, como pájaros de bronce en jaulas de hierro.
Tres campanadas graves, anunciando que la misa mayor estaba en su momento más solemne, retumbaron en toda la catedral. Tembló la montaña de piedra, transmitiéndose la vibración por naves, galerías y arcadas hasta los profundos cimientos.
Después, otra vez el silencio, que parecía más imponente, más profundo, tras los truenos del bronce. Volvía a oírse el susurro de los palomos, y abajo, en el jardín, piaban unos pájaros, como enardecidos por el rayo de sol que reanimaba la verdosa penumbra.
Gabriel sentíase conmovido. Se apoderaba de él la dulce embriaguez del silencio, de la calma absoluta: la felicidad del no ser. Más allá de aquellos muros estaba el mundo; pero no se le veía, no se le sentía; parábase respetuoso y aburrido ante aquel monumento del pasado, hermosa sepultura en cuyo interior nada excitaba su curiosidad. ¿Quién podía suponer que él estaba allí…? Aquella verruga de siete siglos, formada por poderes políticos que murieron y por una fe agonizante, sería su último refugio. En plena época de descreimiento, la iglesia le serviría de lugar de asilo, como a los grandes criminales de la Edad Media, que desde lo alto del claustro se burlaban de la justicia, detenida en la puerta como los mendigos. Allí dejaría que se consumara en el silencio y la calma la lenta ruina de su cuerpo. Allí moriría, con la dulce satisfacción de haber perecido para el mundo mucho tiempo antes. Por fin realizaba el deseo de acabar sus días en un rincón de la soñolienta catedral española, única esperanza que le sonreía cuando caminaba a pie por las carreteras de Europa, ocultándose del guardia civil o del gendarme, y pasaba las noches en un foso, apelotonado, con la barba en las rodillas, creyendo morir de frío.
Coger la catedral como el náufrago agarra un resto del buque, próximo ya a ahogarse: ésta era su esperanza, y acababa de realizarla. La iglesia le acogía como una madre vieja y adusta que no sonríe, pero abre los brazos.
–Por fin.... Por fin…—murmuró Luna.
Y sonrió pensando en aquel mundo de persecuciones y dolores que abandonaba como en un lugar remoto, situado en otro planeta, al que jamás había de volver. La catedral le guardaba para siempre.
En el silencio profundo del claustro, al que no llegaban los ruidos de la calle, el compañero Luna creyó oír, lejano, muy lejano, el chillón sonido de las cornetas, y después un sordo redoble de tambores. Entonces se acordó del Alcázar de Toledo, que parece dominar desde su altura a la catedral, intimándola con la pesada mole de sus torres. Eran las cornetas de la Academia Militar.
A Gabriel le hicieron daño estos sonidos. Había perdido de vista el mundo, y cuando se creía lejos, muy lejos de él, sentía su presencia, un poco más allá de los tejados del templo.
II
Desde los tiempos del segundo cardenal de Borbón, era el señor Esteban Luna jardinero de la catedral, por derecho que parecía vinculado en su familia. ¿Cuál fue el primer Luna que entró al servicio de la Santa Iglesia Primada? El jardinero, al hacerse esta pregunta, sonreía satisfecho, y sus ojos miraban a lo infinito, como queriendo abarcar la inmensidad del tiempo. Los Luna eran tan antiguos como los cimientos de la iglesia. Habían ido naciendo las diversas generaciones en los aposentos del claustro alto, y cuando el ilustre Cisneros aún no había construido las Claverías, los Luna vivían en las casas inmediatas, como si no pudiesen existir fuera de la sombra de la Primada. A nadie pertenecía la catedral con mejor derecho que a ellos. Pasaban los canónigos, los beneficiados