de una de las incontables ratas que trepaban por la alcantarillas y la basura en las calles. Ya podía escuchar el murmullo lejano y su corazón palpitaba por la expectación. En algún lugar por allí delante, ella sabía que el Festival de las Matanzas estaba a punto de empezar.
Dejando que sus manos se arrastraran por los muros de piedra mientras ella giraba por un estrecho callejón, Ceres echaba la vista hacia atrás para asegurarse de que sus hermanos seguían su ritmo. Le aliviaba ver que Nesos estaba allí, siguiendo sus pasos y Sartes tan solo unos pocos metros por detrás. A sus diecinueve años, Nesos era tan solo dos ciclos del sol mayor que ella, mientras que Sartes, su hermano pequeño, cuatro ciclos de sol más joven, estaba en la frontera de la madurez. Los dos, con su pelo más bien largo color arena y sus ojos marrones, eran clavado entre ellos –y a sus padres- pero, en cambio, no se parecían en nada a ella. Sin embargo, aunque Ceres fuera una chica, nunca habían podido llevar su ritmo.
“¡Daos prisa!” exclamó Ceres por encima de su hombro.
Se oyó otro estruendo y, aunque Ceres no había estado nunca en el festival, se lo imaginaba con todo detalle: la ciudad entera, los tres millones de ciudadanos de Delos, amontónandose en el Stade en esta fiesta del solsticio de verano. Sería diferente a cualquier cosa que hubira visto antes y, si sus hermanos y ella no se daban prisa, no quedaría ni un solo asiento.
Mientras cogía velocidad, Ceres se secó una gota de sudor de la frente y la frotó contra su raída túnica color marfil, heredada de su madre. Nunca le habían regalado ropa nueva. Según su madre, quien tenía predilección por sus hermanos pero parecía reservarse un odio especial y una envidia hacia ella, no la merecía.
“¡Esperad!” gritó Sartes, con un filo de enfado en su voz rota.
Ceres sonrió.
“¿Te llevo, entonces?” le contestó gritando.
Ella sabía que odiaba que le tomara el pelo, pero su comentario sarcástico le motivaría a seguir. A Ceres no le importaba que se le pegara como una lapa; pensaba que era adorable cómo él, a sus trece años, haría cualquier cosa para ser considerado uno de ellos. Y aunque ella nunca lo admitiría abiertamente, a una enorme parte de ella le hacía falta que él la necesitara.
Sartes soltó un fuerte gruñido.
“¡Madre te matará cuando descubra que la volviste a desobedecer!” dijo gritando.
Tenía razón. De hecho, lo haría o, por lo menos, le daría unos buenos azotes.
La primera vez que su madre la pegó, a los cinco años, fue el momento exacto en que Ceres perdió la inocencia. Antes de aquello, el mundo había sido divertido, amable y bueno. Después de aquello, nada había vuelto a ser seguro jamás y lo único a lo que se podía aferrar era la esperanza de un futuro en el que pudiera alejarse de ella. Ahora era más mayor, estaba más cerca y incluso aquel sueño se estaba minando en su corazón.
Por suerte, Ceres sabía que sus hermanos nunca se lo chivarían. Eran tan fieles a ella como ella lo era a ellos.
“¡Entonces estaría bien que Madre no lo sepa!” respondió gritando.
“¡Sin embargo, Padre lo descubrirá!” dijo de repente Sartes.
Ella se rió por lo bajo. Padre ya lo sabía. Habían hecho un trato: si se quedaba hasta tarde para acabar de afilar las armas a tiempo para entregarlas a palacio, podría ir a ver las Matanzas. Y así lo hizo.
Ceres llegó al muro del final del carril y, sin detenerse, calzó sus dedos en dos grietas y empezó a trepar. Sus manos y sus pies se movían rápidamente y subió hacia arriba, a unos seis metros, hasta llegar arriba del todo.
Se puso de pie, respirando agitadamente, y el sol la recibió con sus rayos brillantes. Se protegió los ojos del sol con una mano.
Ella estaba sin aliento. Normalmente, en la Vieja Ciudad había unos cuantos ciudadanos desperdigados, un gato o un perro callejeros por aquí y por allí, sin embargo hoy estaba terriblemente animada. Había una multitud. Ceres no podía ni ver los adoquines debajo del mar de gente que empujaban hacia la Plaza de la Fuente.
En la distancia, el mar era de un azul brillante, mientras el altísimo Stade blanco se levantaba como una montaña en medio de las calles tortuosas y las casas de dos y tres pisos que se abarrotaban como en una lata de sardinas. En los alrededores de la plaza los vendedores habían puesto una fila de casetas, todos ansiosos por vender comida, joyas o ropa.
Una ráfaga de viento le sacudió la cara y el olor de los productos acabados de hacer se filtraba por su nariz. Daría cualquier cosa por satisfacer aquella sensación continua. Se envolvió la barriga con los brazos al sentir una punzada de hambre. Aquella mañana el desayuno habían sido unas cuantas cucharadas de una crema de avena pastosa, que de alguna manera solo había conseguido dejarla con más hambre que el que tenía antes de comerla. Dado que hoy era su décimoctavo cumpleaños, ella había esperado un poco de comida más en su cuenco o un abrazo o algo.
Pero nadie había dicho una palabra. Dudaba incluso de que se acordaran.
A plena luz, Ceres miró hacia abajo y divisó un carruaje de oro abriéndose camino entre la multitud como una burbuja entre la miel, lento y suave. Ella arrugó la nariz. Con la emoción no había pensado que la realeza estaría en el evento también. Ella los despreciaba a ellos, a su arrogancia, al hecho de que sus animales estaban mejor alimentados que la mayoría de personas de Delos. Sus hermanos tenían la esperanza de que un día triunfarían sobre el sistema de clases. Pero Ceres no compartía su optimismo: si tenía que existir algún tipo de igualdad en el Imperio, tenía que venir mediante la revolución.
“¿Lo ves?” dijo Nesos jadeando mientras trepaba para llegar a su lado.
El corazón de Ceres se aceleró al pensar en él. Rexo. Ella también se había preguntado si estaría aquí y había examinado la multitud, sin resultado alguno.
Ella negó con la cabeza.
“Allí”, señaló Nesos.
Siguió su dedo hasta la fuente, entrecerrando los ojos.
De repente, lo vio y no pudo reprimir su emoción. Siempre se sentía así cuando lo veía. Allí estaba, sentado en el borde de la fuente, tensando su arco. Incluso a la distancia, podía ver cómo los músculos de sus hombros y su pecho se movían bajo su túnica. Era apenas unos años mayor que ella, su pelo rubio destacaba entre las cabezas negras y marrones y su piel tostada brillaba al sol.
“¡Esperad!” gritó una voz.
Ceres miró muro abajo y vio a Sartes, que luchaba por trepar.
“¡Date prisa o te dejaremos atrás!” dijo Nesos para provocarle.
Evidentemente, ni en sueños dejarían a su hermano pequeño, aunque él debía aprender a seguir el ritmo. En Delos, un momento de flaqueza podía significar la muerte.
Nesos se pasó una mano por el pelo y recuperaba la respiración también mientras escudriñaba la multitud.
“¿Entonces, por quien apuestas tu dinero a que gane?” preguntó.
Ceres lo miró y rió.
“¿Qué dinero?”
Él sonrió.
“Si lo tuvieras”, respondió.
“Brennio”, respondió sin pausa.
Él levantó la ceja sorprendido.
“¿En serio?” preguntó. “¿Por qué?”
“No lo sé”. Se encogió de hombros. “Solo es por intuición”.
Pero sí que lo sabía. Lo sabía muy bien, mejor que sus hermanos, mejor que todos los chicos de la ciudad. Ceres tenía un secreto: no le había contado a nadie que en una ocasión, se había vestido de chico y había entrenado en palacio. Estaba prohibido por real decreto –se podía castigar con la muerte- que las chicas aprendieran los modos de los combatientes, sin embargo, a los chicos plebeyos se les permitía aprender a cambio de la misma cantidad de trabajo en los establos de palacio, un trabajo que ella hacía