Морган Райс

Un Mandato De Reinas


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dibujaba un gran arco. Parecía una boca gigante, preparada para tragarse todo el mundo.

      Y las corrientes estaban llevando su barca directamente hacia allí.

      Thor lo observaba perplejo y sabía que solo podía tratarse de una cosa: la entrada a la Tierra de los Espíritus.

      CAPÍTULO OCHO

      Darius andaba despacio por el camino de barro, Loti a su lado, el aire lleno con la tensión de su silencio. Ninguno de los dos había dicho una palabra desde su encuentro con el capataz y sus hombres y la mente de Darius hervía con un millón de pensamientos mientras andaba a su lado, acompañándola de vuelta a su pueblo. Darius quería rodearla con su brazo, decirle lo agradecido que estaba de que estuviera viva, de que lo hubiera salvado como él la había salvado a ella, lo decidido que estaba a no dejar que se marchase de su lado nunca más. Quería ver sus ojos llenos de alegría y alivio, quería oírle decir cuánto significaba para ella que hubiera arriesgado la vida por ella o, al menos, que se alegraba de verlo.

      Sin embargo, mientras andaban en un profundo e incómodo silencio, Loti no decía nada, ni siquiera lo miraba. No le había dicho ni una palabra desde que él había provocado la avalancha, ni siquiera lo había mirado a los ojos. El corazón de Darius latía con fuerza, preguntándose qué estaba pensando ella. Había presenciado cómo reunía su poder, había presenciado la avalancha. Después de la misma, le había lanzado una mirada de horror y no lo había vuelto a mirar desde entonces.

      Quizás, pensaba Darius, desde su punto de vista había roto el sagrado tabú de su pueblo al recurrir a la magia, la cosa que su pueblo despreciaba más que a nada. Quizás ella le temía; o incluso peor, quizás ya no lo quería. Quizás pensaba que era una especie de monstruo.

      Darius sentía que su corazón se rompía mientras andaban lentamente de vuelta al pueblo y se preguntaba qué sentido tenía todo aquello. Acababa de arriesgar su vida para salvar a una chica que ya no lo quería. Pagaría lo que fuera por leer sus pensamientos, lo que fuera. Pero ella ni le hablaba. ¿Estaba asustada?

      Darius quería decirle algo, cualquier cosa para romper el silencio. Pero no sabía por donde empezar. Él había creído que la conocía, pero ahora no estaba tan seguro. Una parte de él se sentía indignado, demasiado orgulloso para hablar, dada su reacción y otra parte de él se sentía de alguna manera avergonzado. Sabía lo que su gente pensaba del uso de la magia. ¿Tan terrible era usar la magia? ¿Incluso si había salvado su vida? ¿Se lo contaría a los demás? Si la gente de la aldea lo descubría, seguro que lo exiliarían.

      Ellos andaban y andaban y Darius al final no lo pudo resistir más; tenía que decir algo.

      “Estoy seguro de que tu familia estará contenta de ver que vuelves sana y salva”, dijo Darius.

      Loti, ante su decepción, no aprovechó la ocasión para mirarlo; sino que simplemente seguía inexpresiva mientras continuaban andando en silencio. Finalmente, después de un buen rato, movió la cabeza.

      “Quizás”, dijo ella. “Pero pienso que estarán más preocupados que otra cosa. El pueblo entero lo estará”.

      “¿Qué quieres decir?” preguntó Darius.

      “Has matado a un capataz. Hemos matado a un capataz. El Imperio entero habrá salido a buscarnos. Destruirán nuestro pueblo. A nuestra gente. Hemos hecho algo terrible, egoísta.

      “¿Algo horrible? ¡Te salvé la vida!” dijo Darius exasperado.

      Ella se encogió de hombros.

      “Mi vida no vale la vida de toda nuestra gente”.

      Darius estaba furioso, sin saber qué decir mientras caminaban. Estaba empezando a ver que Loti era una chica complicada, difícil de entender. Había sido demasiado adoctrinada con el rígido pensamiento de sus padres, de su gente.

      “O sea que entonces me odias”, dijo él. “Me odias por salvarte”.

      Ella se negaba a mirarlo, continuaba caminando.

      “Yo también te salvé”, replicó con orgullo. “¿No te acuerdas?”

      Darius se ruborizó; no lograba comprenderla. Era demasiado orgullosa.

      “No te odio”, añadió finalmente. “Pero vi cómo lo hiciste. Vi lo que hiciste”.

      Darius sintió que temblaba por dentro, herido por sus palabras. Salieron como una acusación. No era justo, especialmente después de haber salvado su vida.

      “¿Y eso es algo tan horrible?” preguntó él. ¿Fuera el que fuera el poder que utilicé?”

      Loti no respondió.

      “Soy quien soy”, dijo Darius. “Nací así. No lo pedí. Ni yo mismo lo entiendo del todo. No sé cuándo viene y cuándo se va. No sé si alguna vez podré usarlo de nuevo. No quería usarlo. Era como si…él me usara a mí”.

      Loti continuaba mirando hacia abajo, sin responder, sin mirarlo a los ojos, y Darius sintió un profundo sentimiento de arrepentimiento. ¿Había cometido un error al rescatarla? ¿Debía avergonzarse de quien era?

      “¿Preferirías estar muerta a que yo hubiera usado…lo que sea que usé?” preguntó Darius.

      De nuevo Loti no respondió mientras andaban y el arrepentimiento de Darius se volvía más profundo.

      “No hables de esto a nadie”, dijo ella. “No debemos hablar nunca de lo que ha sucedido hoy aquí. Los dos seremos marginados”.

      Giraron la esquina y su pueblo apareció ante su vista. Caminaron por el camino principal y, mientras lo hacían, algunos aldeanos los reconocieron y soltaron un gran grito de alegría.

      En unos instantes hubo una gran conmoción mientras los aldeanos se amontonaban para recibirlos, centenares de ellos, corriendo emocionados a abrazar a Loti y a Darius. Abriéndose paso entre la multitud estaba la madre de Loti, junto a su padre y dos de sus hermanos, hombres altos de anchos hombros, pelo corto y mandíbulas orgullosas. Todos ellos miraron a Darius, como tomándole las medidas. De pie a su lado estaba el tercer hermano de Loti, más pequeño que los otros y cojo de una pierna.

      “Mi amor”, dijo la madre de Loti, corriendo a través de la multitud y la cogió entres sus brazos, abrazándola fuerte.

      Darius se quedó atrás, sin saber qué hacer.

      “¿Qué te pasó? pidió su madre. “Pensé que el Imperio se te había llevado. ¿Cómo te liberaste?”

      Todos los aldeanos se quedaron serios, en silencio, mientras todos los ojos se dirigían a Darius. Él estaba allí, sin saber qué decir. Él sentía que ese debía ser un momento de gran alegría y celebración por lo que había hecho, un momento del que sentirse muy orgulloso, de ser recibido en casa como un héroe. Después de todo, solo él, de entre todos ellos, había tenido el valor de ir en busca de Loti.

      En cambio, era un momento de confusión para él. Y quizás incluso de vergüenza. Loti le dirigió una mirada firme, como advirtiéndole que no revelara su secreto.

      “No pasó nada, Madre”, dijo Loti. “El Imperio cambió de opinión. Me soltaron”.

      “¿Te soltaron?” repitió ella con estupor.

      Loti asintió con la cabeza.

      “Me soltaron lejos de aquí. Me perdí en el bosque y Darius me encontró. Me trajo de vuelta”.

      Los aldeanos, en silencio, miraban todos escépticos de Darius a Loti. Darius percibió que no les creían.

      “¿Y qué es esta marca en tu cara?” le preguntó su padre, dando un paso hacia adelante, frotando con su dedo pulgar su mejilla y girando su cabeza para examinarla.

      Darius miró y vio un gran roncha negra y azul.

      Loti miró a su padre, insegura.

      “Yo…tropecé”, dijo ella. “Con una raíz. Ya te dije que estoy bien”, insistió, desafiante.

      Todos los ojos se giraron hacia Darius y Bokbu, jefe del pueblo, dio