Морган Райс

Un Beso Para Las Reinas


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muelles. Sin embargo, en medio de todo esto, un susurró llamó la atención de Sebastián.

      —La Viuda…

      Sebastián se levantó y fue hasta el mozo de muelle que lo había dicho.

      —¿Qué pasó? —preguntó—. ¿Qué decías de la Viuda?

      Tenía la cabeza agachada, con la esperanza de que nadie se diera cuenta de quién era.

      —¿Y a ti qué te importa? —preguntó el mozo de muelle.

      Sebastián pensó rápidamente y adoptó la mismo voz áspera.

      —Llevo todo el día oyendo este nombre. Al final pensé que averiguaría qué estaba pasando.

      El mozo de muelle encogió los hombros.

      —Bueno, de mí no sacarás mucho. Lo único que he oído es lo que ha oído todo el mundo: algo está pasando en palacio. Hay rumores sobre la Viuda y ahora todo el palacio está cerrado. Mi hermano tenía que hacer una entrega en esa dirección, y estuvo más de una hora parado en Arco Alto.

      —Gracias —dijo Sebastián, mientras se apartaba del hombre y se dirigía hacia la puerta.

      Por derecho, los indicios de problemas en palacio no deberían significar nada para él. Debería seguir con su plan original de encontrar un barco y llegar hasta Sofía tan rápido como pudiera. Fuera lo que fuera lo que le estaba pasando a su madre no era problema suyo.

      Sebastián intentaba decirse todo esto a sí mismo. Aun así, sus pies giraron inexorablemente en dirección a palacio, llevándolo por las calles adoquinadas a través de la ciudad.

      —Sofía estará esperando —se dijo a sí mismo, pero lo cierto era que ni tan solo sabía si Sofía había tenido algo que ver en su fuga. Si hubiera sido así, ¿no se hubieran anunciado los rescatadores? Puede que ella no supiera que estaba de camino y, en cualquier caso, ¿realmente podía marcharse Sebastián sin saber por lo menos qué estaba sucediendo?

      Tomó una decisión. Iría a palacio, cogería provisiones y averiguaría lo qué estaba pasando. Si lo hacía discretamente, Sebastián imaginaba que podría estar fuera de allí incluso antes de que alguien se diera cuenta, y en una posición mucho mejor para conseguir el barco que necesitaba para llegar hasta Ishjemme y Sofía. Asintió para sí mismo, se puso a andar en dirección a palacio y se detuvo para llamar a un palanquín que pasaba por allí para contratarlo. Los portadores lo miraron con escepticismo, pero una vez les hubo lanzado un par de monedas, no expresaron ninguna duda.

      —Está bastante cerca —dijo Sebastián, una vez hubieron llegado a una calle que no estaba lejos de los terrenos de palacio. No podía arriesgarse a intentar entrar por las puertas delanteras, por si los amigotes de Ruperto estaban allí. En su lugar, Sebastián se coló hasta una de las puertas del jardín. Allí había un guardia, que parecía sorprendentemente alerta teniendo en cuenta que estaba vigilando una puerta tan pequeña. Sebastián lo observó durante un tiempo y, a continuación, hizo señales a un niño de la calle que había por allí cerca para que se acercara y le mostró una moneda.

      —¿Para qué es eso? —preguntó el chico, con un tono de sospecha. Sebastián no estaba seguro de querer saber lo que había pasado como para hacer que el niño sospechara tanto de los desconocidos.

      —Quiero que vayas y causes problemas con ese guardia. Haz que te persiga pero que no te atrape. ¿Crees que puedes hacerlo?

      El chico asintió con la cabeza.

      —Hazlo bien y habrá otra moneda para ti —prometió Sebastián y, a continuación, se apartó en un portal a esperar.

      No tuvo que esperar mucho. En menos de un minuto, allí estaba el niño, lanzando barro en dirección al guardia. Una vez le salpicó el casco y estalló por todo su uniforme en un gran rocío de tierra.

      —¡Eh! —exclamó el guardia y fue corriendo hacia el niño de la calle.

      Sebastián fue a toda prisa hacia el hueco que quedó y atravesó la puerta hasta los campos de palacio. Esperaba que el niño estuviera bien. Imaginaba que lo estaría, pues ningún niño de la calle vive mucho tiempo en Ashton si no sabe correr.

      Sebastián se dirigió hacia los jardines y se puso a pensar en los paseos que había dado por ellos con Sofía. Pronto se reuniría con ella. Tal vez en Ishjemme habría jardines que hicieran la competencia a la belleza de las rosas trepadoras de aquí. En cualquier caso, tenía la intención de averiguarlo.

      Los campos estaban más tranquilos de lo que normalmente estaban. Cualquier día normal, habría habido sirvientes ajetreados, plantando o recogiendo hierbas y verduras para las cocinas. Habría habido nobles dando vueltas formales por los campos, para hacer ejercicio, para tener la ocasión de hablar de política entre ellos sin que los oyeran, o como parte de los complejos dejos y los sutiles gestos que constituían el cortejo en el reino.

      En cambio, los jardines estaban casi vacíos y Sebastián se coló por los jardines de la cocina, y entró a palacio por una puerta lateral. Los sirvientes que había allí lo miraron fijamente y Sebastián no se detuvo, pues no deseaba los líos que podían venir si alguien clamaba su presencia. No quería que lo pillaran hablando con la corte entera; solo quería descubrir qué estaba sucediendo y marcharse otra vez, lo más tranquilamente posible.

      Sebastián se abría camino por palacio, esquivando cada vez que pensaba que podría venir un guardia, en dirección a sus aposentos. Entró, cogió una espada de repuesto, se cambió de ropa, cogió una bolsa y la llenó con todas las provisiones que pudo. Salió de nuevo a palacio…

      … y casi de inmediato se encontró cara a cara con una sirviente, que empezó a alejarse, con el miedo grabado en la cara, como si pensara que podía matarla.

      —¡No te preocupes! —dijo Sebastián—. No te haré daño. Solo estoy aquí para…

      —¡Está aquí! —exclamó la sirvienta—. ¡El Príncipe Sebastián está aquí!

      Casi de inmediato, siguió el ruido de unos pies enfundados en botas. Sebastián dio la vuelta y corrió hacia el vestíbulo, yendo a toda prisa por los pasillos por los que había andado casi toda su vida. Fue hacia la izquierda, después hacia la derecha, para intentar perder a los hombres que ahora corrían tras él, gritándole que parara.

      Más adelante había más hombres. Sebastián echó un vistazo alrededor y entró de golpe en una habitación que había por allí cerca, con la esperanza de que por lo menos hubiera una puerta adyacente o un lugar donde esconderse. No había ninguna de las dos cosas.

      Los guardias se amontonaron en la habitación. Sebastián pensó en sus opciones, pensó en la paliza que había recibido a manos de los hombres de Ruperto y desenfundó su espada casi por instinto.

      —Baje la espada, su alteza —ordenó el cabecilla de los guardias. Ahora había hombres a ambos lados de Sebastián y, ante su sorpresa, algunos apuntaban con sus mosquetes. ¿Qué clase de hombres se arriesgarían a enojar a su madre amenazando de muerte a uno de sus hijos de esa manera? Normalmente, solo se atrevían con una reprimenda. Eso era en parte la razón por la que Ruperto se había escapado de tantas cosas a lo largo de los años.

      Pero Sebastián no era Ruperto y no era tan estúpido como para considerar luchar contra un grupo de hombres armados como ese. Bajó su espada, pero no la soltó.

      —¿Qué significa esto? —exigió. Había una carta que podía jugar que no le convenía mucho, pero que podría ser su mejor opción para mantenerse a salvo—. Soy el heredero al trono de mi madre y vosotros me estáis amenazando. ¡Bajad vuestras armas de inmediato!

      —¿Por eso lo hizo? —preguntó el cabecilla de los guardias, en un tono que contenía más odio del que Sebastián había oído en toda su vida—. ¿Quería ser su heredero?

      —¿Es por eso que hice qué? —replicó Sebastián—. ¿Qué está pasando aquí? Cuando mi madre se entere de esto…

      —No