enfrente de un vendedor que vendía armas de caza desde un carro, las ballestas ligeras y algún mosquete ocasional parecían increíblemente grandes. Si Catalina hubiera podido agarrar uno, lo hubiera hecho, pero el hombre vigilaba con cautela a todo el que se acercaba.
Sin embargo, no todo el mundo era tan cauto. Consiguió coger un pedazo de pan de un bar y un cuchillo que alguien había usado para sujetar un panfleto religioso. Su talento no era perfecto, pero conocer dónde estaban los pensamientos y la atención de la gente era una gran ventaja cuando se trataba de la ciudad.
Continuó, en busca de una oportunidad para conseguir más de lo que necesitaría para vivir en el campo. Era primavera, pero eso solo significaba lluvia en lugar de nieve la mayoría de los días. ¿Qué necesitaría? Catalina empezó a comprobar las cosas que tenía al alcance de la mano. Un saco, cordel para hacer trampas para animales, una ballesta si es que podía conseguir una, un impermeable para resguardarse de la lluvia, un caballo. Indudablemente un caballo, a pesar de todos los peligros que el hurto de caballos conllevaba.
No es que nada de eso fuera verdaderamente seguro. En algunas esquinas había horcas sujetando los huesos de animales que hacía tiempo que habían muerto, conservados para que la lección persistiera. Encima de una de las viejas puertas, destrozada en la última guerra, había tres calaveras sobre unos barrotes que presuntamente eran los del ministro traidor y sus cómplices. Catalina se preguntaba si alguien sabía algo más.
Echó un vistazo al palacio desde la distancia, pero solo porque esperaba que Sofía estuviera bien. Ese tipo de lugar era para gente como la reina viuda y sus hijos, los nobles y sus sirvientes, que intentaban dejar afuera los problemas del mundo real con sus fiestas y sus cacerías, no para la gente de verdad.
—Eh, chico, si tienes moneda para gastar, yo te haré pasar un buen rato —exclamó una mujer desde el portal de una casa cuyo uso era evidente aunque no tuviera letrero. De pie en la puerta había un hombre que podría haber luchado contra osos, mientras Catalina oía los ruidos de la gente que se lo estaban pasando demasiado bien aunque todavía no había oscurecido.
—No soy un chico —respondió bruscamente.
La mujer encogió los hombros.
—No tengo manías. O entra y gánate tu propio dinero. A los viejos sátiros les gustan las que tienen aspecto de chico.
Catalina se fue ofendida, sin tan solo dignarse a contestar. Esa no era la vida que había planeado para ella. Tampoco lo era robar para obtener todo lo que deseaba.
Existían otras oportunidades que parecían más interesantes. Allá donde miraba, parecía que había reclutadores para uno u otra de las compañías libres, anunciando altos pagos respecto a los otros, o que sus raciones eran mejores o la gloria que podían ganar en las guerras del otro lado del Puñal-Agua.
En efecto, Catalina fue deambulando hasta uno de ellos, un hombre de unos cincuenta años y de aspecto robusto, que llevaba un uniforme que parecía más propio de la idea de guerra que tenía un actor que el auténtico.
—¡Eh, oye, chico! ¿Estás buscando aventuras? ¿Proezas? ¿La posibilidad de encontrar la muerte a manos de las espadas de tus enemigos? ¡Bueno, pues has venido al lugar equivocado!
—¿Al lugar equivocado dices? —dijo Catalina, sin siquiera importarle que también hubiera pensado que era un chico.
—Nuestro general es Massimo Caval, el más cauto y por todos conocido de los luchadores. Nunca se enfrenta a alguien, a no ser que pueda ganar. Nunca desperdicia a sus hombres en enfrentamientos infructíferos. Nunca…
—O sea, ¿me estás diciendo que es un cobarde? —preguntó Catalina.
—Un cobarde es lo mejor que se puede ser en una guerra, hazme caso —dijo el reclutador—. Seis meses yendo por delante de las fuerzas enemigas mientras se cansan, con tan solo algún saqueo esporádico para animar las cosas. Piénsalo, la vida, el… espera, tú no eres un chico, ¿verdad?
—No, pero aun así, puedo luchar —insistió Catalina.
El reclutador negó con la cabeza.
—No para nosotros, no puedes. ¡Lárgate!
A pesar de su defensa de la cobardía, parecía que el reclutador podría darle un coscorrón en la cabeza a Catalina si se quedaba allí, así que siguió caminando.
Muchas cosas de la ciudad parecían no tener mucho sentido. La Casa de los Abandonados había sido un lugar cruel, pero por lo menos había tenido algo de orden. En la ciudad, la mitad del tiempo parecía que la gente hacía lo que quería, con poca participación por parte de los gobernantes de la ciudad. La ciudad en sí parecía verdaderamente no tener un plan. Catalina cruzó un puente que había sido levantado con puestos y plataformas e incluso casas pequeñas hasta que apenas había espacio suficiente para usarlo para su propósito. Se hallaba caminando por calles que bajaban en espiral sobre sí mismas, por callejones que de algún modo se convertían en los tejados de las casa que estaban a menor altura y que, después, daban paso a escaleras.
En cuanto a la gente que había en las calles, toda la ciudad parecía disparatada. Parecía que había alguien gritando en cada esquina, proclamando los aspectos de su propia filosofía, pidiendo atención para la actuación que estaban a punto de hacer o condenando la participación del reino en las guerras del otro lado del otro lado del mar.
Catalina se agachaba en los portales cuando veía las siluetas enmascaradas de sacerdotes y monjas ocupados con los inescrutables asuntos de la Diosa Enmascarada, pero después de la tercera o cuarta vez continuó caminando. Vio a una sacudiendo a una cadena de prisioneros y se preguntó a sí misma qué parte de la misericordia de la diosa representaba eso.
En la ciudad había caballos por todas partes. Tiraban de los carruajes, cargaban a los jinetes y algunos de los más grandes tiraban de carros llenos de cualquier cosa desde piedra hasta cerveza. Verlos era una cosa; robar uno estaba resultando ser otra muy diferente.
Al final, Catalina escogió un lugar fuera de la tienda de un mozo de cuadra, se acercó más y esperó su momento. Para robar algo tan grande como un caballo, necesitaba algo más que solo un momento de descuido, pero en principio no era diferente a robar un pastel. Podía sentir los pensamientos de los trabajadores del establo mientras estos deambulaban y daban vueltas. Uno estaba sacando a una yegua de buen aspecto, mientras pensaba en la dama a la que iba dirigida.
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