Jose Maria de Pereda

La Montálvez


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marquesa permanecía más de continuo, arrellanada en un sillón junto a la chimenea, se reunían los íntimos del marqués, desde luego, y poco a poco los aburridos de las demás secciones, que acudían al calorcillo de los debates que sustentaban los personajes de la política, y a la golosina del chiste, más o menos culto, de algunas damas de mucha correa, y de otros tantos galanes de buena sombra.

      Como Nica lo pudiera remediar, no salía de allí; y no por el chiste, precisamente, ni mucho menos por los discursos políticos, sino porque había, en lo que pudiera llamarse núcleo de esa tertulia, algo que tenía su lado pintoresco y su lado interesante para una observadora como ella.

      El primero que llegaba siempre a aquel lugar de preferencia, era el señor don Mauricio Ibáñez, hombre de cierta edad, de mucho pelo castaño y sin canas, anchas patillas y poca frente, mucha ceja, labios gruesos, largos dientes y muy blancos, nariz cuadrada y ojos de asombro continuo, buen color, poca estatura, elevado pecho, brazos largos y manos enormes con dedos descomunales. Era banquero muy rico, y parecía querer darlo a entender en su persona cargándola de oro y pedrería, de paños finísimos y de holandas impalpables; y además, caballero gran cruz de Carlos III, y capaz de pesar en oro al ministro que le diera el derecho de poner sobre el escudo de armas que ya usaba en sus tarjetas, siquiera la más modesta de las coronas nobiliarias. Tenía este prurito y el de hablar bien y formalmente de todas las cosas. Había sido dos o tres veces diputado por un distrito de la provincia de Cáceres, de la cual era nativo él. Sin embargo, nunca pudo «romper a hablar» a su gusto, aunque había quedado bastante satisfecho de sus tentativas: dos preguntas breves al ministro de la Gobernación, sobre otros tantos expedientes detenidos en aquel centro, y una presentación a las Cortes de una exposición de varios ganaderos de su distrito, que solicitaban no sé qué franquicias o privilegios para los exportadores de reses cebadas. Llamaba él hablar a su gusto, ser afluente, verboso; «porque—decía—no es la palabra lo que a mí me falta, pues que todas las que oigo en boca de los demás me suenan a conocidas, sino otra cosa en que no puedo dar de pronto. Que se me dice, a lo mejor, pongo por caso, que esto es blanco... y que tal y demás, y que a mí me parece negro; pues con decir esto solo, ya se me acabó la cuerda, y no hallo el modo de seguir por esa ruta, como siguen otros, diciendo que arriba y que abajo... y que tal y demás».

      Aun sin el ejemplo que él ponía, se echaba de ver bien pronto que lo que le faltaba al reluciente don Mauricio, eran ideas para construir y exornar sus malogrados discursos.

      Para «romper a hablar», se iba inflando poco a poco, como el pavo antes de hacer las gárgaras; y, entonces, el hombre, que ya era «de por sí», corto de cuello, daba en el pecho con la barbilla y en las orejas con los hombros. Era tardo de palabra, y de voz áspera y recia; y mientras las emitía, muy acentuadas y con cierto repicoteo de pronunciación, se tiraba dulcemente de una patilla con los dedos de la mano del mismo lado, apiñados, tiesos y algo temblorosos, como si por allí buscara el chorro de verbosidad, que no salía por ninguna parte, y daba a sus ojos asombradizos una expresión tan rara, que podía dudarse si pedía con ellos misericordia o reclamaba un aplauso.

      La primera vez que hablé en casa del marqués, fue tomando punto de no sé qué suceso parlamentario de aquellos días, y se mostró muy indignado con «los meeroodeadooores del campo de la política, peste de los tiempos aztuales..., y tal y demás». Después se fue viendo que llamaba merodeador al lucero del alba, y que sin el apoyo de la otra muletilla, era hombre al suelo en cuanto «rompía a hablar».

      Sin embargo de todo lo cual, mareaba a los ministros de Hacienda, y se pintaba solo para sacar buena raja de los más duros de veta; a lo que se debía que el marqués le distinguiera con singularísima estimación, y hasta le admirara; porque es de saberse que el tal marqués, desde que era diputado a Cortes, se había dedicado con afán ansioso a los negocios lucrativos que «le saltaran al paso», y en el señor de Ibáñez tenía un ojeador expertísimo, un consejero de gran competencia, y, en ocasiones, un socio desinteresado.—Lo peor era que los únicos negocios que le salían mal al banquero eran los en que tomaba parte su amigo.

      En las tertulias de éste, indefectiblemente llevaba la contraria en todas las peroraciones de don Mauricio, Gonzalo Quiroga, primogénito de los condes de Camposeco. Este mozo tenía un frontispicio poco simpático, y además era gangoso. Se había educado en Inglaterra, y había viajado mucho por Europa, con largas detenciones en París, en Baden-Baden, Monte Carlo y otros sitios no menos famosos de recreo. De todas estas excursiones y paradas había sacado copiosos frutos, como lo acreditaban sus vicios dominantes, sellado alguno de ellos en la cara con hondas cicatrices, y en el cráneo con una calva precoz. Su barba era lacia, y su cuello muy largo, con nuez y costurones; tenía boqueras, los párpados tiernos, y un hombro algo más elevado que el otro. Era alto y flaco y pasaba por elegante, a pesar de todos sus defectos físicos. Lo cierto es que tenía gran desenvoltura y desparpajo para moverse dentro de los desairados arreos de sociedad, y para meter la cuchara en todos los corrillos. Aunque no era tonto, le faltaba mucho para tener un buen entendimiento; pero no conocía la vergüenza; y con esto y con el trato continuo de las gentes de su mundo, tenía lo suficiente para vivir en él como el pez en el agua. Era, en suma, un completo perdido, de buen tono.

      Pues con esa alhaja estaba concertado el casamiento de Sagrario. Cálculos de familia, al decir de los bien enterados, desde que los novios eran así de tamañicos. Por lo visto, no tenían prisa para realizar el proyecto; y entre tanto, iban juntos a muchas partes, pero se trataban muy poco, por exceso de confianza entre ambos; así es que, más que novios en vísperas de casarse, parecían un matrimonio desavenido.

      La razón de llevar siempre la contraria Gonzalo Quiroga a don Mauricio Ibáñez, no era otra que el gustazo de ver cómo se inflaba y contraía y trasudaba el banquero en cada contradicción, y cómo meeroodeaaba inútilmente en el camino de su pobre retórica, para urdir una réplica con que confundir al importuno a quien ya temía de lumbre, o para salir siquiera medio airoso del atolladero, delante de los contertulios, que habían dado en tomar aquellas engarras como la más divertida de las comedias.

      Se había observado que en los apuros de más angustia, o en los arranques de mayor empuje, don Mauricio buscaba con los ojos a Verónica, como las plantas sombrías se alargan hacia el sol que necesitan; y en topando con ella, parecía decirla en el primer caso: «¿Peero ve usted qué teema el de este chico?» Y en el segundo: «Me paarece que ésta no tiene vuueelta. ¿No piensa usted lo miismo?».

      A Gonzalo le hacía mucha gracia este resabio de su contrincante; y una noche, mientras se ahogaba el pobre hombre «meeroodeeando» a obscuras en el huero caletre media docena de palabras al acaso, acercose el otro con gran sosiego a Verónica, y, en el tono menos gangoso que pudo, le dijo al oído con mucha formalidad:

      —No te alarmes, chica; pero es indudable que ese sujeto tiene planes siniestros contra ti.

      Precisamente en una de las pocas ocasiones en que la despreocupada joven no estaba atenta a los discursus del banquero, que la divertían sobremanera. Prefería, por el momento, la conversación de Pepe Guzmán, pájaro de mayor cuenta que su amigo Gonzalo. El tal Guzmán, aunque de segunda rama, era también vástago aristocrático: de la ilustre cepa de los Valdejones. Pasaba ya bastante de los treinta, era de hermosa y distinguida estampa, independiente, libre como el aire, y rico. No abusaba, aparentemente, de ninguna de estas ventajas. Por el contrario, parecía hombre de muy racionales inclinaciones, y bien regido. Había estudiado media carrera de Derecho, algo de Medicina, otro tanto de Mecánica, y hasta desflorado la Teología y los sistemas filosóficos de Kant, de Krausse... y de Santo Tomás; se sabía de memoria a Maquiavelo, a Fr. Luis de Granada, a Shakespeare, a Fourrier, a Santa Teresa y a Cervantes. En todo picaba y nada le satisfacía, fuera de las grandes obras de imaginación. Quizás con la espuela y el freno de la necesidad, hubiera brillado en algo de lo mucho que intentaba conocer por invencible curiosidad, pues talento y discreción tenía para ello; pero le faltaba paciencia, porque le sobraban la libertad y el dinero, y de aquí sus veleidades y aquellas ensaladas científico-filosóficoliterarias de que se atiborraba la cabeza. Viajaba a menudo y gastaba grandes sumas en objetos de arte. Los cuadros buenos le entusiasmaban, pero los bronces de mérito le enloquecían. Tenía el buen gusto