Брэм Стокер

Drácula


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y todavía me quedé sediento.

      Ya de madrugada me dormí, pero fui despertado por unos golpes insistentes en mi puerta, por lo que supongo que en esos momentos estaba durmiendo profundamente. Comí más pimentón en el desayuno, una especie de potaje hecho de harina de maíz que dicen era “mamaliga”, y berenjena rellena con picadillo, un excelente plato al cual llaman “impletata” (recordar obtener también la receta de esto). Me apresuré a desayunarme, ya que el tren salía un poco después de las ocho, o, mejor dicho, debió haber salido, pues después de correr a la estación a las siete y media tuve que aguardar sentado en el vagón durante más de una hora antes de que nos pusiéramos en movimiento. Me parece que cuanto más al este se vaya, menos puntuales son los trenes. ¿Cómo serán en China?

      Pareció que durante todo el día vagábamos a través de un país que estaba lleno de toda clase de bellezas. A veces vimos pueblecitos o castillos en la cúspide de empinadas colinas, tales como se ven en los antiguos misales; algunas veces corrimos a la par de ríos y arroyuelos, que por el amplio y pedregoso margen a cada lado de ellos, parecían estar sujetos a grandes inundaciones. Se necesita gran cantidad de agua, con una corriente muy fuerte, para poder limpiar la orilla exterior de un río. En todas las estaciones había grupos de gente, algunas veces multitudes, y con toda clase de atuendos. Algunos de ellos eran exactamente iguales a los campesinos de mi país, o a los que había visto cuando atravesaba Francia y Alemania, con chaquetas cortas y sombreros redondos y pantalones hechos por ellos mismos; pero otros eran muy pintorescos. Las mujeres eran bonitas, excepto cuando uno se les acercaba, pues eran bastante gruesas alrededor de la cintura. Todas llevaban largas mangas blancas, y la mayor parte de ellas tenían anchos cinturones con un montón de flecos de algo que les colgaba como en los vestidos en un ballet, pero por supuesto que llevaban enaguas debajo de ellos. Las figuras más extrañas que vimos fueron los eslovacos, que eran más bárbaros que el resto, con sus amplios sombreros de vaquero, grandes pantalones bombachos y sucios, camisas blancas de lino y enormes y pesados cinturones de cuero, casi de un pie de ancho, completamente tachonados con clavos de hojalata. Usaban botas altas, con los pantalones metidos dentro de ellas, y tenían el pelo largo y negro, y bigotes negros y pesados. Eran muy pintorescos, pero no parecían simpáticos. En cualquier escenario se les reconocería inmediatamente como alguna vieja pandilla de bandoleros. Sin embargo, me dicen que son bastante inofensivos y, lo que es más, bastante tímidos.

      Ya estaba anocheciendo cuando llegamos a Bistritz, que es una antigua localidad muy interesante. Como está prácticamente en la frontera, pues el paso de Borgo conduce desde ahí a Bucovina, ha tenido una existencia bastante agitada, y desde luego pueden verse las señales de ella. Hace cincuenta años se produjeron grandes incendios que causaron terribles estragos en cinco ocasiones diferentes. A comienzos del siglo XVII sufrió un sitio de tres semanas y perdió trece mil personas, y a las bajas de la guerra se agregaron las del hambre y las enfermedades.

      El conde Drácula me había indicado que fuese al hotel Golden Krone, el cual, para mi gran satisfacción, era bastante anticuado, pues por supuesto, yo quería conocer todo lo que me fuese posible de las costumbres del país. Evidentemente me esperaban, pues cuando me acerqué a la puerta me encontré frente a una mujer ya entrada en años, de rostro alegre, vestida a la usanza campesina: ropa interior blanca con un doble delantal, por delante y por detrás, de tela vistosa, tan ajustado al cuerpo que no podía calificarse de modesto. Cuando me acerqué, ella se inclinó y dijo:

      —¿El señor inglés?

      —Sí —le respondí—: Jonathan Harker.

      Ella sonrió y le dio algunas instrucciones a un hombre anciano en camisa de blancas mangas, que la había seguido hasta la puerta. El hombre se fue, pero regresó inmediatamente con una carta:

      “Mi querido amigo: bienvenido a los Cárpatos. Lo estoy esperando ansiosamente. Duerma bien, esta noche. Mañana a las tres saldrá la diligencia para Bucovina; ya tiene un lugar reservado. En el desfiladero de Borgo mi carruaje lo estará esperando y lo traerá a mi casa. Espero que su viaje desde Londres haya transcurrido sin tropiezos, y que disfrute de su estancia en mi bello país.

       Su amigo,

       DRÁCULA”

      4 de mayo. Averigüé que mi posadero había recibido una carta del conde, ordenándole que asegurara el mejor lugar del coche para mí; pero al inquirir acerca de los detalles, se mostró un tanto reticente y pretendió no poder entender mi alemán. Esto no podía ser cierto, porque hasta esos momentos lo había entendido perfectamente; por lo menos respondía a mis preguntas exactamente como si las entendiera. Él y su mujer, la anciana que me había recibido, se miraron con temor. Él murmuró que el dinero le había sido enviado en una carta, y que era todo lo que sabía. Cuando le pregunté si conocía al Conde Drácula y si podía decirme algo de su castillo, tanto él como su mujer se persignaron, y diciendo que no sabían nada de nada, se negaron simplemente a decir nada más.

      Era ya tan cerca a la hora de la partida que no tuve tiempo de preguntarle a nadie más, pero todo me parecía muy misterioso y de ninguna manera tranquilizante.

      Unos instantes antes de que saliera, la anciana subió hasta mi cuarto y dijo, con voz nerviosa:

      —¿Tiene que ir? ¡Oh! Joven señor, ¿tiene que ir?

      Estaba en tal estado de excitación que pareció haber perdido la noción del poco alemán que sabía, y lo mezcló todo con otro idioma del cual yo no entendí ni una palabra. Apenas comprendí algo haciéndole numerosas preguntas. Cuando le dije que me tenía que ir inmediatamente, y que estaba comprometido en negocios importantes, preguntó otra vez:

      —¿Sabe usted qué día es hoy?

      Le respondí que era el cuatro de mayo. Ella movió la cabeza y habló otra vez:

      —¡Oh, sí! Eso ya lo sé. Eso ya lo sé, pero, ¿sabe usted qué día es hoy?

      Al responderle yo que no le entendía, ella continuó:

      —Es la víspera del día de San Jorge. ¿No sabe usted que hoy por la noche, cuando el reloj marque la medianoche, todas las cosas demoníacas del mundo tendrán pleno poder? ¿Sabe usted adónde va y a lo que va?

      Estaba en tal grado de desesperación que yo traté de calmarla, pero sin efecto. Finalmente, cayó de rodillas y me imploró que no fuera; que por lo menos esperara uno o dos días antes de partir. Todo aquello era bastante ridículo, pero yo no me sentí tranquilo. Sin embargo, tenía un negocio que arreglar y no podía permitir que nada se interpusiera. Por lo tanto traté de levantarla, y le dije, tan seriamente como pude, que le agradecía, pero que mi deber era imperativo y yo tenía que partir. Entonces ella se levantó y secó sus ojos, y tomando un crucifijo de su cuello me lo ofreció. Yo no sabía qué hacer, pues como fiel de la Iglesia Anglicana, me he acostumbrado a ver semejantes cosas como símbolos de idolatría, y sin embargo, me pareció descortés rechazárselo a una anciana con tan buenos propósitos y en tal estado mental. Supongo que ella pudo leer la duda en mi rostro, pues me puso el rosario alrededor del cuello, y dijo: “Por amor a su madre”, y luego salió del cuarto. Estoy escribiendo esta parte de mi diario mientras, espero el coche, que por supuesto, está retrasado; y el crucifijo todavía cuelga alrededor de mi cuello. No sé si es el miedo de la anciana o las múltiples tradiciones fantasmales de este lugar, o el mismo crucifijo, pero lo cierto es que no me siento tan tranquilo como de costumbre. Si este libro llega alguna vez a manos de Mina antes que yo, que le lleve mi adiós ¡Aquí viene mi coche!

      5 de mayo. El castillo. La oscuridad de la mañana ha pasado y el sol está muy alto sobre el horizonte distante, que parece perseguido, no sé si por árboles o por colinas, pues está tan alejado que las cosas grandes y pequeñas se mezclan. No tengo sueño y, como no se me llamará hasta que despierte solo, naturalmente escribo hasta que llegue el sueño. Hay muchas cosas raras que quisiera anotar, y para que nadie al leerlas pueda imaginarse que cené demasiado bien antes de salir de Bistritz, también anotaré exactamente mi cena. Cené lo que ellos llaman “biftec robado”, con rodajas de tocino, cebolla y carne de res, todo sazonado con pimiento rojo ensartado en palos y asado. ¡En el estilo sencillo de la “carne