el rey—¿qué decís á esto?
—Digo, señor, que no lo entiendo—contestó la duquesa.
—Ni yo tampoco—repuso el rey—; yo creo que estoy rodeado de vasallos leales.
—Alguna miserable intriga...
—Oíd: «los traidores que os rodean, os tienen separado de su majestad la reina...»
Interrumpióse de nuevo el rey.
—En esto de tenerme separado de la reina, tienen mucha razón, y no tenéis en ello poca parte, doña Juana.
—¡Jesús, señor!—exclamó la duquesa, que á cada momento estaba más inquieta.
—Como que sois muy grande amiga de Lerma.
—Yo... señor...—contestó con precipitación la camarera mayor—cuando se trata del servicio de mis reyes...
—Seguid oyendo... «os tienen separado de la reina: es necesario que este estado de cosas concluya...»
Dejó el rey de leer.
—Y yo también lo creo así—dijo—; en cuanto á lo de no ver libremente á mi esposa... en esta parte piensa como yo el autor incógnito; pero prosigamos.
Y el rey inclinó de nuevo la vista sobre la carta:
—«...es necesario que este estado concluya, pero ni lo conseguirá vuestra majestad de Lerma, ni tendrá bastante valor... ¡para hacerse respetar!»
—Eso es una insolencia, señor—dijo la duquesa—: quien escribe esto á su rey, no puede ser más que un traidor.
—Eso dije yo... pero más abajo hay algo en que este traidor me sirve mejor que me sirven mis más leales vasallos, inclusa vos, doña Juana.
—¡Señor!—exclamó toda turbada la duquesa.
—Vais á juzgar—dijo el rey continuando la lectura—: «pero lo que no conseguiríais del duque de Lerma ni de la camarera mayor...»
—¡Oh, Dios mío!—exclamó la duquesa—: perdóneme vuestra majestad si le interrumpo, pero... me parece que el que ha escrito esta carta me cuenta entre el número de los traidores.
—¿Quién dice eso? y aunque lo dijesen, ¿creéis que yo me dejaría llevar de carteles misteriosos? Si he dado importancia á éste es porque dice algunas verdades, y, sobre todo, porque ha producido un hecho.
—¡Un hecho!
—Ciertamente: que yo conozca estos pasadizos. Pero continuemos, que se pasa el tiempo y esta cámara es tan fría...
Inclinóse un tanto la duquesa, y sin dejar de alumbrar al rey, removió de nuevo el brasero.
El rey leyó:
—«...pero lo que no conseguiríais del duque de Lerma ni de la camarera mayor, esto es, hablar con su majestad la reina en su misma cámara, sin temor de ser escuchados por nadie, va á procurároslo quien, no sirviéndoos por interés alguno, sino por su lealtad, os oculta su nombre. Buscad debajo de las almohadas de vuestro lecho: encontraréis un llavín de punta cuadrada; id luego al armario donde tenéis vuestros libros de devoción, y junto á la pared, por la parte que mira á vuestro lecho, encontraréis un agujero cuadrado también; meted en él el llavín, dad vuelta, y el armario se abrirá, dejándoos franco un pasadizo; seguidle en línea recta: á su fin encontraréis una puerta que abriréis con el mismo llavín, y os encontraréis en las habitaciones de... vuestra esposa.»
El rey dobló la carta lentamente, se soslayó de nuevo, y la guardó en su bolsillo.
—¿Qué decís á esto, doña Juana?—la preguntó el rey.
La duquesa se había quedado con el velón en posición de alumbrar al rey y hecha una estatua.
—Dejad, dejad el velón, y venid á sentaros frente á mi. Dios me perdone, pero juraría que estábais temblando.
—¡Ah, señor!—dijo la duquesa, que había dejado el velón, volviendo y juntando las manos—; ¡cuando pienso que un traidor puede llegar hasta aquí impunemente!
—Hasta ahora sólo ha entrado el rey; pero sentáos, sentáos y escuchadme bien: exceptuando lo mal que os trata á Lerma y á vos, yo no sabría con qué pagar á quien me ha procurado los medios de llegar hasta aquí... de poder entenderme buenamente con vos: yo hubiera preferido que esa puerta hubiese dado inmediatamente al dormitorio de la reina.
—¡Cómo, señor! ¿pesa á vuestra majestad haberme encontrado?
—No me pesaría si no fuéseis tan amiga de Lerma, ó si Lerma no creyera que la reina le quiere mal, aunque en ese caso, para nada necesitaba yo de pasadizos.
—Pero, señor, para mí, vuestra majestad, después de Dios, es lo primero.
—Sí, sí, lo creo... pero... estoy seguro de que... me opondréis dificultades.
—¡Dificultades! ¡á qué!
—Mirad, doña Juana, yo amo á la reina.
—Digna de ser amada y respetada es su majestad, por hermosa y por discreta.
—La amo más de lo que podéis creer, y vos y Lerma me separáis de ella.
—¡Yo, señor!...
—Siempre que he pretendido atraeros á mi bando, á mi pacífico bando, os habéis disculpado con las obligaciones de vuestro cargo, con que necesitábais llenar las fórmulas, con que la etiqueta no permite al rey ver á su consorte, como otro cualquier hombre... y yo quiero verla con la libertad que cualquiera de mis vasallos ve á su mujer... ¿lo entendéis?
—Sí; sí, señor, pero...
—Os prometo que nadie lo sabrá: que ese pasadizo permanecerá desconocido para todo el mundo; que aunque la reina quiera hablarme de asuntos de Estado...
—¿Vuestra majestad me manda, señor, que le anuncie á su majestad la reina?—dijo la duquesa levantándose.
—No, no es eso... no me habéis entendido, doña Juana; yo no os mando, os suplico...
—Señor—dijo la duquesa inclinándose profundamente.
—Sí, sí, os suplico; quiero que reservada, que secretamente, me procuréis la felicidad que tiene el último de mis vasallos: la de poder amar sin obstáculo á su familia; mirad, hablaremos muy bajo la reina y yo... no os comprometeremos...
—Vuestra majestad no puede comprometer á nadie, porque vuestra majestad en sus reinos es el único señor, el único árbitro á quien todos sus vasallos tienen obligación de obedecer y de respetar.
—Pero si no se trata de obediencias, ni de respeto, ni de que toméis ese tono tan grave; lo veo: estáis entregada en cuerpo y alma á Lerma, le teméis; le teméis más que á mí; ¿será cierto lo que dicen acerca de que don Francisco de Sandoval y Rojas, marqués de Denia, duque de Lerma, por nuestra gracia, es más rey que el rey en los reinos de España?
Estremecióse doña Juana, porque Felipe III se había levantado de su indolencia y de su nulidad habituales, en uno de sus rasgos en que, como en lúcidos intervalos, dejaba adivinar la raza de donde provenía.
Tanto se turbó la duquesa, de tal modo tartamudeó, que Felipe III se vió obligado á apearse de su pasajera majestad.
—Os suplico, bella duquesa—la dijo asiéndola una mano y besándosela, como hubiera podido hacerlo un caballero particular—que seáis mi amiga.
—¿Vuestra majestad desea ver á la reina?—dijo toda azorada doña Juana.
—Deseo más.
—¿Y qué más desea vuestra majestad?
—Deseo... que... que esto