Manuel Fernández y González

El cocinero de su majestad: Memorias del tiempo de Felipe III


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que huís, caballero—dijo el duque.

      Quevedo se detuvo, pero permaneció de espaldas.

      —Y no creo que haya motivo—añadió el duque, mirándole de alto abajo y sonriendo de una manera que nos atreveremos á llamar triunfante—; no creo que haya motivo para que tan embozado, tan en silencio, y con un encubrimiento y un silencio tan inútil, vengáis á mi casa y pretendáis salir de ella; como os habéis tapado la cruz y el rostro con el ferreruelo, debiérais haberos puesto en cada pie un talego, á fin de tapar vuestros juanetes y disimular lo torcido de vuestras piernas; no digo esto por mortificaros, sino porque comprendáis que os he conocido, don Francisco.

      Volvióse Quevedo, se desembozó, se descubrió echando atrás con gentil donaire la mano que tenía su sombrero, y levantando su ancha frente, dijo fijando el vidrio de sus antiparras en los ojos del duque:

      —¡Romance!

      —¡Romance y vuestro! Soltadle, don Francisco, soltadle, que ya me tenéis impaciente.

      Guardó un momento silencio Quevedo, y luego dijo con voz sonante y hueca, cortando los versos de una manera acompasada, y dándoles cierta canturía:

—Dióme Dios, por darme mucho,
con una suerte perversa,
cabeza dos veces grande,
y pies para sostenerla.
Vine al mundo como soy,
aunque venir no quisiera;
la culpa fué de mi madre,
que no se murió doncella.
Por los pies me ha conocido
el ingenio de vuecencia;
es difícil que conozcan
á algunos por la cabeza.
Hay quien puede en pies de cabra
enderezar su soberbia,
porque lo que todo es aire,
cualquier cosa lo sustenta.

      Y acabado el romance, se dejó caer el sombrero sobre la cabeza, se embozó de nuevo, y se volvió á la puerta franca.

      El duque se adelantó y cerró aquella puerta.

      —Sois mi prisionero—dijo.

      —Mandadme dar cena y lecho—repuso Quevedo, sentándose otra vez en el sillón que habla dejado, como si se encontrara en su casa.

      —No os he soltado de San Marcos para encerraros otra vez—dijo Lerma—. Quiero que seamos amigos.

      —¡Ah, condesa de Lemos!—exclamó Quevedo.

      —¿Por qué nombráis á mi hija, cuando os hablo de otros asuntos?—dijo con el acento de quien se siente contrariado, el duque.

      —Dígolo, porque vuestra hija ha sido antes y ahora la causa.

      —No os entiendo.

      —Basta con que Dios me entienda.

      —Si vos galanteásteis á mi hija hace dos años...

      

El Duque de Lerma.

      —Don Francisco de Sandoval y Rojas, vos sois uno de aquellos hombres de quienes dice la criatura: tienen ojos y no ven.

      —Veo que os equivocáis; vos creéis que la causa de vuestra prisión en San Marcos, fueron vuestras solicitudes á doña Catalina.

      —Me afirmo en lo dicho: sois ciego; yo cuando se trata de mujeres...

      —Estáis por las que valen... y pretendéis por ellas ser valido.

      —Valiera yo poco si tal valimiento buscara—y continuó—; yo, cuando se trata de mujeres, no solicito, tomo...

      —¿De modo que...?

      —No he solicitado á vuestra hija.

      —¿Y qué habéis tomado de ella?—añadió con precipitación el duque.

      —Un ejemplo de lo que sois.

      —¡Ah! vos para conocerme...

      —Os miro.

      —Pero me miráis con antiparras.

      —Para veros no es necesario tener muy buena vista.

      —Quiero saber qué pensáis de mí.

      —Mucho malo.

      —Al menos no se os puede culpar de reservado.

      —Reservéme poco, cuando habéis podido encerrarme.

      —Os he guardado porque os estimo.

      —Tan acertado andáis en mostrar vuestra estimación, como en gobernar el reino.

      —¿Pues no decís que en vez de gobernar soy gobernado? ¿no me habéis fulminado uno y otro romance, una y otra sátira, tan poco embozadas, que todo el mundo al leerlas ha pronunciado mi nombre? ¿no os habéis declarado mi enemigo, sin que yo haya dado ocasión á ello, como no sea en estorbar vuestros galanteos con mi hija?

      —¡Ah! ¡es verdad! nos habíamos olvidado de doña Catalina; hablado habemos de memoria; nos perdemos y acabaremos por no decir dos palabras de provecho, desde ahora hasta la fin del mundo, si hasta la fin del mundo habláramos. ¡Vuestra hija! ¡pobre mujer! ¿y sabéis que yo no escribiría por nada del mundo contra vuestra hija?

      —¿Tan bien la queréis?

      —Se me abren las entrañas por todos los poros.

      —¡Ay! ¿y mi hija?...

      —Es la mujer más pobre de corazón que conozco.

      —Pues yo creía...

      —¡Pues! vos creéis en todo lo que no es, y de todo lo que es renegáis.

      —Quisiera entenderos.

      —Pues entendedme: vos creéis á vuestra hija una mujer, y vuestra hija es una niña; vos la creéis contenta, y vuestra hija llora; vos la creéis feliz, y vuestra hija es desdichada; vos al casarla con vuestro sobrino, creísteis hacer un buen negocio... ¡bah! don Francisco; vos que lo primero que veis en mí son las antiparras, no sentís las antiparras que tenéis montadas sobre las narices, y sin las cuales no veis nada; antiparras que vienen á ser para vos las antiparras del diablo, que todo os lo desfiguran, que todo os lo mienten, que os abultan las pulgas y os disminuyen los camellos; para vos, á causa de esas endiabladas antiparras, lo falso es oro, todo lo que es aire cuerpo, todo lo que es cuerpo aire. Yo os daría un consejo;

      —¿Cuál?

      —Hacéos sacar del cuerpo los malos, y cuando os los hayan sacado entonces hablaremos; entonces veremos si yo os sirvo á vos, ó si vos me servís á mí.

      Y Quevedo se levantó en ademán de irse.

      —Esperad, esperad, don Francisco; os necesito aún.

      —¡Ah! ¿con que aún no me suelta?

      —Nunca habéis estado más libre que ahora.

      —Pues mirad, nunca me he sentido más preso.

      —Veo