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Armando Palacio Valdés
Semblanzas literarias
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664122414
Índice
D. SEGISMUNDO MORET Y PRENDERGAST
D. FRANCISCO DE PAULA CANALEJAS
D. MANUEL FERNÁNDEZ Y GONZÁLEZ.
D. FRANCISCO NAVARRO VILLOSLADA
TREINTA AÑOS DESPUÉS
LEGO á la reimpresión de estas semblanzas, escritas y publicadas treinta años ha, con la curiosidad burlona y también con el enternecimiento con que descubrimos en el desván de nuestra casa el caballo de cartón que hemos montado en la niñez. ¡Oh cielos, cuánto me he divertido cabalgando sobre mi pluma irresponsable en aquel tiempo feliz! ¡Cuan dulce poder soltar la carcajada en una reunión prevalidos de nuestra insignificancia! Después crecemos, adquirimos seriedad, reputación, pero huye la alegría, y gracias que no sea en compañía del talento.
Parece que me estoy viendo discurrir por aquel amplio corredor del Ateneo, en la calle de la Montera, pobremente esterado, sin más decoración que los libros encerrados en estantes de pino. Conmigo pasean otros cuantos seres insignificantes, y juntos todos formamos un grupo de una insignificancia escandalosa. Por aquel pasillo cruzan á cada instante enormes personajes, estadistas, oradores, académicos cuyo rostro se frunce al pasar á nuestro lado. ¿Por qué se frunce? Aquellos personajes nos detestan porque disputamos «de lo que no entendemos» y acaparamos las revistas extranjeras. Algunos, sin embargo, son buenos y cariñosos para nosotros, y el más bueno y cariñoso de todos y el más sabio al mismo tiempo es aquel varón magnánimo que se llamó D. José Moreno Nieto. Allí estaba siempre sentado en el rincón de la Biblioteca como un sacerdote en su confesonario esperando afablemente á todo el que quisiera molestarle. Con él consultábamos nuestras dudas científicas, nuestros planes de estudio ó ensayos literarios. No era avaro, no, de su talento y de su ciencia. ¡Pobre D. José! ¡Qué suma de indulgencia se necesitaba para sufrir nuestra petulancia y no mandarnos á paseo!
Pero había otros, como he dicho, no tan pacientes y nos hacían ostensible su desprecio y nos dirigían miradas furibundas cuando osábamos entrar en las salas de conversación. Tanto que desesperados un día resolvimos declararnos independientes y conquistar también nuestro terruño.
Había en aquel vetusto caserón de la calle de la Montera una estancia grande y lóbrega con balcones á un patio que servía de trastera. Allí decidimos plantar nuestra tienda. Dicho y hecho. Una tarde, á la hora en que no había llegado todavía ninguno de aquellos odiosos viejos (llamábamos viejos ¡ay! á los hombres de treinta á cuarenta años), penetran cautelosamente en el Ateneo una docena escasa de valerosos jóvenes, se dirigen impetuosamente á la trastera, la limpian en un abrir y cerrar de ojos de las sillas decrépitas y mesas patizambas que allí dormían bajo el polvo, ahuyentan también éste con escobas; luego se lanzan impávidos al asalto de los salones, roban, pillan, escamotean, y en otro abrir y cerrar de ojos queda amueblada y decorada con relativo lujo aquella cacharrería que no tardó en hacerse famosa en España. Los criados contemplaban con espanto el saqueo; el conserje se mesaba los cabellos exclamando: «¡Dios mío, qué dirá el secretario!» Uno de aquellos chicos, el de voz más bronca (porque ya había llegado á la muda), se yergue altivo al oir esto y ahuecándola cuanto pudo y empinándose sobre la punta de los pies deja caer como gotas de hierro incandescente estas palabras: «Dígale usted al secretario (pausa), dígale usted al secretario... ¡que no le conozco! Después de tan arrogante respuesta que nos hizo recordar la de Leónidas al emisario de Jerjes, volvió la espalda con infinito desprecio y el conserje quedó anonadado.
Nuestra audacia