Rubén Darío

Peregrinaciones


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de Saint-Michel alza sus techos coronados de banderolas y abre la ancha ojiva de su entrada hacia el Sena. La calle Vielles-Écoles presenta su barriada pintoresca, sus fachadas angulares, balcones y ventanales; por los pasajes anchos se oyen risas alegres de visitantes; en una calle un émulo de Nostradamus, por unos cuantos céntimos dice el horóscopo a quien lo solicita: y hay badauds que se hacen decir el horóscopo y dan los céntimos.

      Creo que hace falta la figura de Sarrazin-el-de-las-aceitunas, circulando por estos lugares, repartiendo como en Montmartre sus anuncios rabelesianos y vendiendo su sabroso artículo.

      Robida, el reconstructor es, como sabéis, hábil dibujante y escritor de chispa. Su erudición artística y arqueológica se demuestra en esta tentativa, como su talento picaresco y previsor ha podido, en amenos rasgos, imaginar costumbres, arquitecturas y adelantos científicos de lo porvenir. En esta obra que he visitado y que será de seguro uno de los principales atractivos de la Exposición, quiso hacer algo variado, aunque reducido. Hay edificio que se compone de varias construcciones, y que restituye así, en una sola pieza, distintos motivos que recuerdan tales o cuales tipos a los arqueólogos.

      Las diversiones del Viejo París no están aún abiertas, con excepción de un teatro en donde nos hemos llevado algunos un soberano chasco. Imaginaos que no es poco venir a encontrar en el Viejo París, en vez de recitaciones de trovadores o juegos de juglares, una zarzuela infantil que está dando La viejecita del maestro Caballero! Faltan aún los lugares en donde se pueda comer platos antiguos en su correspondiente vajilla, y las tabernas con sus mozas hermosas que sirvan la cerveza. Falta el pasado París de las Escuelas, que hiciese ver un poco de la vida que llevaban los clásicos escholiers, y que cuando vinieran sus colegas de Salamanca o de Oviedo con sus bandurrias y sus guitarras, les saludasen en latín y renovasen en cada cual un Juan Frollo de Notre-Dame de París. Falta que no se mezclen en los puestos de bisutería y bebidas, los disfraces medioevales con los tocados modernos; pues ahora se suelen ver unos pasos anacrónicos que ponen involuntariamente la sonrisa en los labios. Falta asimismo presentar la sección de los oficios, y resucitar los gritos de París, con señalados vendedores ambulantes. La animación falta al barrio de la Edad Media, al barrio de los Mercados, en que ha de revivir el siglo XVII; las instalaciones completas de la calle Foire-Saint-Laurent, Châtelet y Pont-au-Change. Cuando todo esté abierto y dispuesto, el aspecto no podrá menos que ser en extremo atrayente. Lo que no juzgo propio es la concesión que se hará al progreso y a la comodidad, con sacrificio de la propiedad. Por la noche en vez de multiplicar las linternas de la época, se verán brillar en los renovados barrios, lámparas eléctricas.

      Se anuncian para dentro de poco festivales, justas y torneos, y no sé si Cortes de amor. Es una lástima que no se haya tenido todo lo preciso preparado para que no saliese el visitante algo descontento después de una vuelta por esta obra inconclusa. Entre lo que llama la atención ahora, están las distintas enseñas de las tiendas y los puestos, copiados de viejas colecciones. Al pasar se evocan nombres que constituyen época: Villon, Flamel, Renaudot, Etienne Marcel. Quizá dentro de pocos días se vean ya con un alma estas cosas; y al pasar por la casa de Moliére creamos ver al gran cómico, y en otro lugar sospechemos encontrarnos con el redactor de la Gazette; y al cruzar frente a la iglesia de Saint-Julien-des-Ménétriers oigamos sones de viola y gritos de saltimbanquis.

      No me perdonaríais que pusiese cátedra de arquitectura y comenzase en estas líneas una explicación y nomenclatura técnicas de edificios, calles y barrios. Mas permitidme que os envíe la impresión del golpe de vista, en una tarde apacible y dorada, en que he mirado deslizarse a mis ojos el ameno y arcaico panorama.

      Desde lejos, suavizados los colores de la vasta decoración, la visión es deliciosa, sobre el puente de l’Alma y el palacio de los Ejércitos de mar y tierra. Al paso que avanza el bateau-mouche, se reconoce, en el oro del sol que se pone, la torre del Arzobispado, y las dos naves de la Santa Capilla, la construcción pintoresca del Palais, con su Grande Salle; el Molino, el Gran Chatelet, con su aguda torrecilla; la fonda Cour de París y cerca el hotel de los Ursinos, el de Coligny; la gran Chambre des Comptes de Louis XII; la iglesia de Saint-Julien-des-Ménétriers, y buena cantidad de edificios más que os habéis acostumbrado a ver en los grabados y a distinguir en los planos, hasta la puerta de Saint-Michel y el portal de la Cartuja de Luxemburgo.

      Y como el espíritu tiende a la amable regresión a lo pasado, aparecen en la memoria las mil cosas de la historia y de la leyenda que se relacionan con todos esos nombres y esos lugares. Asuntos de amor, actos de guerra, belleza de tiempos en que la existencia no estaba aún fatigada de prosa y de progreso prácticos cual hoy en día. Los layes y villanelas, los decires y rondeles y baladas que los poetas componían a las bellas y honestas damas que tenían por el amor y la poesía otra idea que la actual, no eran apagados por el ruido de las industrias y de los tráficos modernos.

      Por las noches será ese un refugio grato para los amantes del ensueño. Ignoro si los paseantes caros a Baedeker, los ingleses angulares y los que de todas partes del globo vienen a divertirse en el sentido más swell de la palabra, gozarán con la renovación imaginaria de tantas escenas y cuadros que el arte prefiere. En cuanto a los poetas, a los artistas, estoy seguro de que hallarán allí campo libre para más de una dulce rêverie. Tanto peor para los que, entre las agitaciones de la vida turbulenta y aplastante, no pueden tener alguna vez siquiera el consuelo de sacar de la propia mina el oro de una hermosa ilusión.

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      París, Mayo 1 de 1900.

      

EMOSTRANDO su majestad o su gracia en el espacio, reposados o ágiles, se alzan, y atraen la mirada antes que otra cosa, los palacios. Es el Gran Palacio, con la serenidad magnífica de sus columnas, coronado por atrevida cuadriga; el Petit Palais, que instala su elegancia, también lleno de columnas adornadas de capiteles jónicos, con sus bellas rotondas en los ángulos, y cuya puerta principal guardan admirables desnudeces de mármol; o el palacio de Minas y Metalurgia con sus largas arcadas y su bizarra tiara central; el palacio de Industrias textiles e hilados también con arcadas; o el de la Electricidad, que con el Chateau d’eau, forma la decoración de un cuento de genios. Y en el Campo de Marte, el de ingeniería civil y medios de transporte; y el de letras, ciencias y artes, cerca de la aplastante torre Eiffiel, lleno de novedad y de atrevimiento; y en la Explanada de los inválidos, con sus dos cuerpos, el de las manufacturas nacionales, que se ha llamado con razón un grand rideau d’avant scène, o el de las industrias diversas. Y en las orillas del Sena el gran palacio de la ciudad de París, y el de la Horticultura, con sus dos serres y su jardín al aire libre; el palacio de los Congresos y de Economía social, vistoso y soberbio; el de los Ejércitos de tierra y mar, sobre el que se levantan torres y mástiles; casa de la Fuerza; el de florestas, caza y pesca, cuya decoración es apropiada a su objeto, y el de la navegación, y el pequeño palacio de la Óptica en cuyo centro parece que un enorme pavo real abriese el maravilloso naipe de su cola; y más, y más: os aseguro que años enteros serían precisos para pintar y describir estas obras en que la piedra y el hierro, el bronce y el staff, el mármol y las madera, forman tan hermosas manifestaciones de talento, de audacia, de gusto. Ya os he dicho que no voy a ocuparme de técnica, aunque tendría qué decir a causa de la conversación que entre tanta obra he tenido un día entero con mi amigo Albert Traschel, el admirable arquitecto del Ensueño, que tan bien ha estudiado Stuart Merril. Hoy, me dedico al gran palacio de Bellas Artes, en donde se han inaugurado las exposiciones Central y Decenal. ¡Cien años del arte de Francia! ¡Diez años! Aun para los diez, quien quisiera ocuparse en cada una de las obras expuestas, buen tiempo gastaría tan solamente en nombrarlas... La mayor parte de los críticos hacen catálogos. Pienso que lo mejor es decir algo de aquellas obras y de aquellos maestros que más impresión causan;