y en la opuesta, el Senado.
A la mańana siguiente de la entrada de Edwin en la capital, este palacio, que era como el corazón de la República, reanudó su vida más temprano que en los días anteriores. Fueron llegando los altos empleados del gobierno y casi todos los diputados y senadores, á pesar de que las sesiones parlamentarias sólo empezaban á celebrarse después de mediodía.
En sus inmediaciones se aglomeró una muchedumbre de curiosos para ver cómo centenares de siervos, con la ayuda de varias grúas, iban descargando de una fila de camiones-automóviles enormes y misteriosos objetos, cuya aparición era saludada con largos murmullos de asombro. Todo el pueblo recordaba el espectáculo extraordinario de la tarde anterior, cuando llegó el Hombre-Montańa á los alrededores de la ciudad. El Consejo Ejecutivo había determinado darle alojamiento en la antigua Galería de la Industria, recuerdo de una Exposición universal celebrada diez ańos antes.
Esta Galería era la obra más audaz y sólida que habían realizado los ingenieros del país. El Hombre-Montańa iba á pasearse por dentro de ella sin que su cabeza tocase el techo. Diez gigantes de su misma estatura podían acostarse en hilera de un extremo á otro de la grandiosa construcción. Su ancho equivalía á cuatro veces la longitud del coloso.
Situada sobre una altura vecina á la ciudad, el prisionero podía contemplar, sin moverse de su alojamiento, toda la grandiosa metrópoli extendida á su pies, así como el puerto con sus numerosos navíos al ancla y los campos y pueblecillos cercanos, llegando con su vista hasta la cordillera que cerraba el horizonte, en la que había cumbres de ciento ochenta metros, solamente exploradas por algunos sabios capaces de morir como héroes al servicio de la ciencia.
Una fuerte guardia impedía que los curiosos subiesen hasta la vivienda del gigante, donde se estaban realizando grandes trabajos para su cómoda instalación. El público, ya que no podía verle, concentraba su curiosidad en todo lo que era de su pertenencia, y por esto desde el amanecer se aglomeró en torno del palacio del gobierno para contemplar la llegada de los objetos extraídos del navío del Hombre-Montańa, que los buques de la escuadra del Sol Naciente habían remolcado el día anterior.
Sólo los amigos del gobierno y los personajes oficiales tenían permiso para entrar en el palacio y ver de cerca tales maravillas. El enorme patio central, donde podían formarse á la vez varios regimientos y en el que se desarrollaban las más solemnes ceremonias patrióticas, fué el lugar destinado para tal exhibición. Mientras llegaba el momento, los invitados entraban á saludar á los altos y poderosos seńores del Consejo Ejecutivo y á los dos presidentes de la Cámara de diputados y del Senado, que vivían igualmente en el inmenso edificio.
Los guerreros de la Guardia gubernamental, hermosas amazonas de aire desenvuelto y gallardo, defendían el acceso á las habitaciones reservadas ó se paseaban en grupos por el patio al quedar libres de servicio. Estos militares privilegiados, que gozaban la categoría de oficiales, pertenecían á las primeras familias de la capital. Iban vestidos de la garganta á los pies con un traje muy ceńido y cubierto de escamas de plata. Su casquete, del mismo metal, estaba rematado por un ave quimérica. Apoyaban la mano izquierda en la empuńadura de su espada, mirando á todas partes con una insolencia de vencedores, ó se inclinaban galantemente ante las familias de los altos personajes que iban llegando para la ceremonia. Algunas mamás, severas y malhumoradas, encontraban atrevida la expresión de sus ojos. Otras matronas, cuya barba empezaba á poblarse de canas, quedaban pensativas y melancólicas á la vista de estos hermosos guerreros, que parecían despertar sus recuerdos. Las seńoritas que ya estaban en edad de afeitarse fingían rubor ante sus miradas audaces; pero las que no se veían objeto de la belicosa admiración se mostraban nerviosas, envidiando á sus compańeras.
Pasó por entre estos guerreros, con toda la austeridad de su carácter universitario y sus opiniones antimilitaristas, el profesor Flimnap. La inesperada aparición del Gentleman-Montańa había dado una importancia extraordinaria á la traductora de inglés. En unas cuantas horas se había convertido en el personaje más interesante de la República. El gobierno le llamaba para conocer sus opiniones; el rector de la primera de las universidades, que hasta entonces le había considerado como un triste catedrático de una lengua muerta y de problemática utilidad, se dignaba sonreirle, y hasta en la noche anterior, después del recibimiento del Hombre-Montańa, lo había invitado á cenar para que en presencia de su familia contase todo lo ocurrido.
Los periodistas de la capital iban detrás de él pidiéndole interviús, y hasta lo adulaban, hablando con entusiasmo de varios libros profesionales que llevaba publicados y nadie había leído. Personas que le miraban siempre con menosprecio hacían detener en la calle su automóvil universitario en figura de lechuza.
—Mi querido profesor Flimnap—gritaban—, siempre he sentido una gran admiración por su sabiduría y soy de los que creen que la patria no le ha dado hasta ahora todo lo que merece por su gran talento. Cuénteme algo del Hombre-Montańa. żEs cierto que se alimenta con carne humana, como van diciendo por ahí los hombres en sus charlas y chismorreos?…
Pero el profesor Flimnap tenía demasiado que hacer para detenerse á contestar las preguntas de las ciudadanas curiosas. Apenas había dormido en la noche anterior. Después de su cena con el jefe supremo de la Universidad se trasladó á la Galería de la Industria para convencerse de que el Gentleman-Montańa podía dormir provisionalmente sobre trescientas cuarenta y dos carretadas de paja que la Administración del ejército había facilitado á última hora. Poco después de amanecer ya estaba en pie el buen profesor, conferenciando con todos sus compańeros del Comité de recibimiento del Hombre-Montańa. Estos, divididos en varias subcomisiones, iban á dirigir á quinientos carpinteros encargados de fabricar, antes de que llegase la noche, una mesa y una silla apropiadas á las dimensiones del gigante, y á una tropa igualmente numerosa de colchoneros, que en el mismo espacio de tiempo fabricarían una cama digna del recién llegado.
El profesor Flimnap se proponía entrar ahora en las habitaciones particulares de uno de los altos seńores del Consejo Ejecutivo, que momentáneamente era el presidente del supremo organismo. Cada uno de los cinco individuos del Consejo lo presidía durante un mes, cediendo su sillón al compańero á quien tocaba el turno.
Estos cinco gobernantes eran mujeres, así como todos los que desempeńaban un cargo en la Administración pública, en la Universidad, en la industria ó en los cuerpos armados. Pero como durante los luengos siglos de tiranía varonil todos los cargos y todas las funciones dignas de respeto habían sido designadas masculinamente, la Verdadera Revolución creyó necesario después de su victoria conservar las antiguas denominaciones gramaticales, cambiando únicamente el sexo á que se aplicaban. Así, las cinco damas encargadas del gobierno eran denominadas Ťlos altos y poderosos seńores del Consejo Ejecutivoť, y las otras mujeres directoras de la Administración pública se titulaban Ťministrosť, Ťsenadoresť, Ťdiputadosť, etc. Por eso Flimnap había protestado al oir que el gigante le llamaba profesora en vez de profesor. En cambio, los hombres, derribados de su antiguo despotismo y sometidos á la esclavitud dulce y carińosa que merece el sexo débil, eran dentro de su casa la Ťesposať ó la Ťhijať, y en la vida exterior, la Ťseńorať ó la Ťseńoritať.
Flimnap había creído necesario, teniendo en cuenta su nueva importancia oficial, llevar bajo el brazo una gran cartera de cuero, semejante á la que ostentaban los altos funcionarios del Estado cuando iban á despachar con los seńores del Consejo Ejecutivo. En esta cartera guardaba las actas de las tres sesiones que había celebrado el Comité de recibimiento del Hombre-Montańa, así como los presupuestos de gastos, presentes y futuros, para la manutención de tan costoso huésped. Además llevaba una traducción, en idioma del país, que había hecho de los versos escritos por el Gentleman-Montańa en su cuaderno de notas.
El buen profesor Flimnap estaba inquieto por la suerte de su protegido. Gillespie le inspiraba un interés que jamás había experimentado por ningún hombre de su propia tierra. Dedicado por completo á los trabajos lingüísticos é históricos, solamente había tratado con mujeres, y éstas eran todas profesores malhumorados y de austeras costumbres. Sentía una temblorosa timidez siempre que el rector le invitaba á alguna de sus tertulias, donde había hombres jóvenes