Benito Perez Galdos

El amigo Manso


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había atraido sobre mis parientes una plaga mayor que las siete de Egipto juntas. Era yo autor del mal, y me reía, no podía evitarlo, me reía al ver entrar en la casa para hacer su primera visita á la representante de la cólera divina, puesta de veinticinco alfileres, radiante, amenazadora, con expresión de fiera majestad semejante á la que debía de tener Atila. No sé de dónde sacó las ropas que llevaba en aquella ocasión trágica. Creo que las alquiló en una casa de empeños con cuyos dueños tenía amistad, ó que se las prestaron, ó no sé qué, pues hay siempre impenetrables misterios en los modos y procedimientos de ciertos séres, y ni el más listo observador sorprende sus maravillosas combinaciones. Lo que llevaba encima, sin ser bueno, era pasable, y como la muy pícara tenía aquel continente de señora principal, daba un chasco á cualquiera, y ante los ojos inexpertos pasaba por una de esas personas que imperan en la sociedad y en la moda. Su noble perfil romano y sus distinguidos ademanes hicieron aquel día papel más lucido que en toda la temporada de los esplendores de García Grande en tiempo de la Unión Liberal.

      Cuando vió á mi hermano, le abrazó de tal modo y tales sentimientos hizo, que yo creí que se desmayaba. Recordó á nuestra buena madre con frases patéticas que hicieron llorar á José María, y se dejó decir que ella era una segunda madre para nosotros. En su conversación con Lica y Chita se mostró tan discreta, tan delicada, tan señora, que las cubanas se quedaron encantadas, embobecidas, y Lica me dijo después que nunca había tratado á una persona más fina y amable. En aquella primera visita dió también doña Cándida rienda suelta á sus sentimientos cariñosos con los niños, haciéndolos toda suerte de mimos y zalamerías, y demostrándoles un amor que rayaba en idolatría. La niña Chucha tuvo un breve consuelo á su nostalgia en las tiernas expresiones de aquella improvisada amiga, que supo hablarle del ajiaco, poniendo en las nubes las comidas cubanas, y terminó con un parrafillo sobre enfermedades. Hasta José María cayó en la astuta red, y un rato después de haber salido Calígula, me preguntaba si á los salones de doña Cándida iba mucha gente notable, al oir lo cual me entró una risa tan grande que creo oyeron mis carcajadas los sordo-mudos que están en el inmediato colegio de la calle de San Mateo.

      Al día siguiente se presentó de nuevo en la casa mi cínife. Desde sus primeras charlas mostróse muy concienzuda, y decía á las mujeres: «Si parece que nos hemos conocido toda la vida... Las miro á ustedes como si fueran hijas mías.» Luego les contaba sucesos de su vida, y hablaba de sí misma y de sus males en términos que me llenaba de admiración su númen hiperbólico. Había detenido el viaje á sus posesiones de Zamora para poder gozar de la compañía de tan simpática familia, y aunque sus intereses habían sufrido mucho por culpa de los malos administradores, no quería salir de Madrid, porque sus amigas la marquesa de acá y la duquesa de allá la retenían. Sus dolencias eran lastimosa epopeya, digna de que Homero se volviera Hipócrates para cantarlas. Por último, en aquel segundo día y en los siguientes (pues antes faltara el sol en el zénit que Calígula en la casa de Manso), demostró tal conocimiento y arte en materia de modas, que fué constituida en Consejo de Estado de Lica y Chita, y ya no se escogió sombrero, ni tela ni cinta sin previa opinión de la de García Grande.

      —¡Pobrecitas! les decía, no entren ustedes en las tiendas á comprar nada. En seguida conocen que son americanas y les hacen pagar el doble, una cosa atroz... Yo me encargo de hacerles las compras... No, no, hija, no hay que agradecer nada. Eso á mí no me cuesta trabajo; no tengo nada que hacer. Conozco á todos los tenderos, y como soy tan buena parroquiana, saco las cosas tan arregladas...

      Para que mi hermano se previniera contra los peligros económicos á que estaba expuesta la familia admitiendo los servicios de doña Cándida, le conté la dilatada y pintoresca historia de los sablazos, con lo que se rió mucho, no diciendo más sino: «¡Pobre señora! ¡si mamá la viera en tal estado!...»

      Á los pocos días hablé con Lica del mismo asunto; pero ella, rebelándose contra lo que juzgaba malicia mía, cortó mis amonestaciones diciéndome con su lánguida expresión:

      —No seas ponderativo... Tú tienes mala voluntad á la pobre niña Cándida. ¡Es más buena la pobre...! Sería riquísima si no fuera por los malos administradores... ¡Será que el refaccionista le hace malas cuentas...! Luego es tan delicada la pobre... Ayer tuve que enfadarme con ella para hacerla aceptar un favorcito, un pequeño anticipo, hasta tanto que le vengan esas rentas del potrero... no es potrero, en fin, lo que sea. La pobre es más buena... No quería tomarlo... ni por nada del mundo. Yo le pedí por la Virgen de la Caridad del Cobre que me hiciera el favor de tomar aquella poca cosa... Veo que te ríes; no seas sencillo... ¡La pobre!... me ofendí con su resistencia y se me saltaron las lágrimas. Ella se echó á llorar entonces, y por fin se avino á no desairarme.

      Lica era una criatura celeste, un corazón seráfico. No conocía el mal; ignoraba cuanto de falaz y malicioso encierra el mundo, y á los demás medía por la tasa de su propia inocencia y bondad. Yo contemplaba con tanto gozo como asombro aquella flor pura de su alma, no contaminada de ninguna maleza, y que ni siquiera sospechaba que á su lado existía la cizaña. Me daba tanta lástima de turbar la paz de aquel virginal espíritu inoculándole el vírus de la desconfianza, que decidí respetar su condición ingénua, más propia para la vida en las selvas que en las grandes ciudades, y no le hablé más del feroz Calígula.

      En tanto, Irene había tomado la dirección intelectual, social y moral de las dos niñas y el pequeñuelo. Se les destinó, por acuerdo mío, un holgado aposento, donde todo el día estaba la maestra á solas con los alumnitos, y en una habitación cercana comían los cuatro. Yo previne que todas las tardes salieran á paseo, no consagrando al estudio sedentario más que las horas de la mañana. La discreción, mesura, recato y laboriosidad de la joven maestra, enamoraban á Lica que, en tocando á este punto, me echaba mil bendiciones por haber traido á su casa alhaja tan bella y de tal valor. También mi hermano estaba contentísimo, y yo me consolaba así del mal que hice con llevarles la calamidad de doña Cándida; y pensando en la util abeja, olvidaba al chupador vampiro.

      XI

       Índice

      ¿Cómo pintar mi confusión?

      ¿Cómo describir mi trastorno y las molestias mil que trajo á mi vida la que mi hermano llevaba? De nada me valía que yo me propusiese evadirme de aquella esfera, porque mis dichosos parientes me retenían á su lado casi todo el día, unas veces para consultarme sobre cualquier asunto y matarme á preguntas, otras para que les acompañase. Parecía que nada marchaba en aquella casa sin mí, y que yo poseía la universalidad de los conocimientos, datos y noticias. Pues, ¿y el obligado tributo de comer con ellos un día sí y otro no, cuando no todos los del mes?... Adios mi dulce monotonía, mis libros, mis paseos, mi independencia, el recreo de mis horas, acomodada cada cual para su correspondiente tarea, su función ó su descanso. Pero lo que más me desconcertaba eran las reuniones de aquella casa, pues habiéndome acostumbrado desde algún tiempo atrás á retirarme temprano, las horas avanzadas de tertulia entre tanto ruido y oyendo tanta necedad, me producían malestar indecible. Además, el uso del frac ha sido siempre tan contrario á mi gusto, que de buena gana le desterraría del orbe; pero mi bendito hermano se había vuelto tan ceremonioso, que no podía yo prescindir de tan antipática vestimenta.

      Ansioso de fama, José María bebía los vientos por decorar sus salones con todas las personas notables y todas las familias distinguidas que se pudieran atraer, pero no lo conseguía tan fácilmente. Lica no había logrado hacerse simpática á la mayor parte de las familias cubanas que en Madrid residen, y que en distinción y modales la superaban sin medida. No veían su alma bondadosa, sino su rusticidad, su llaneza campestre y sus equivocaciones funestas en materia de requisitos sociales. Á mis oidos llegaron ciertos rumores y chismes poco favorables á la pobre Lica. Por toda la colonia corrían anécdotas punzantes y muy crueles. Lo menos que decían de ella era que la habían cogido con lazo. Y tanta era la inocencia de la guajirita, que no se desazonaba por hacer á veces ridículo papel, ó no caía en ello. Ponía, sí, mucha atención á lo que mi hermano ó yo le advertíamos para que fuera adquiriendo ciertos perfiles y se adaptara á