á García Grande, aunque no de consuelo á los que aseguraron sus vidas en él, la afirmación de que su eminente esposa era un sér providencial, hecho de encargo y enviado por Dios sobre las sociedades anónimas (¡designios misteriosos!) para dar en tierra con todos los capitales que se le pusieran delante y aun con los que se le pusieran detrás; que á todas partes convertía sus destructoras manos aquella bendita dama. Jamás vió Madrid mujer más disipadora, más apasionada del lujo, más frenética por todas las ruinosas vanidades de la edad presente.
Mi madre, que la conoció en sus buenos tiempos, allá en los días, no sé si dichosos ó adversos, del consolidado á 50, de la guerra de África, del no de Negrete, de las millonadas por ventas de bienes nacionales, del ensanche de la Puerta del Sol, de Mario y la Grissi, de la omnipotencia de O’Donnell y del ministerio largo, mi madre, repito, que fué muy amiga de esta señora, me contaba que vivía en la opulencia relativa de los ricos de ocasión. Á su casa (una de las que fueron derribadas detrás de la Almudena para prolongar la calle de Bailén), iba mucha gente á comer, y se daban saraos y veladas, tés, merendonas y asaltos. Las pretensiones aristocráticas de Cándida eran tan extremadas, que mientras vivió García Grande no dejó de atosigarle para que se proporcionase un título; pero él se mantuvo firme en esto, y conservando hacia la aristocracia el respeto que se ha perdido desde que han empezado á entrar en ella á granel todos los ricos, no quiso adquirir título, ni aun de los romanos, que según dicen, son muy arreglados.
Si mientras los dineros duraron la vanidad y disipación de Cándida superaban á los derroches de la marquesa de Tellería, en la adversa fortuna ésta sabía defenderse heroicamente de la pobreza y enmascarar de dignidad su escasez, mientras que la amiga de mi madre hacía su papel de pobre lastimosamente, y puesto el pié en la escala de la miseria, descendió con rapidez hasta un extremo parecido á la degradación. La de Tellería tenía ciertos hábitos, ciertas delicadezas nativas que le ayudaban á disimular los quebrantos pecuniarios; mas doña Cándida, cuya educación debió de ser perversa, no sabía envolver sus apuros en el cendal de nobleza y distinción que era en la otra especialidad notoria. Veinte años después de muerto su marido, y cuando doña Cándida, sin juventud, sin belleza, sin casa ni rentas, vivía poco menos que de limosna, no se podía aguantar su enfático orgullo, ni su charla llena de pomposos embustes. Siempre estaba esperando el alza para vender unos títulos... siempre estaba en tratos para vender no sé qué tierras situadas más allá de Zamora... se iba á ver en el caso doloroso de malbaratar dos cuadros, uno de Ribera y otro de Pablo de Voss, un apóstol y una cacería... Títulos, ¡ah! tierras, cuadros, estaban sólo en su mente soñadora. No abría la boca para hablar de cosa grave ó insignificante, sin sacar á relucir nombres de marqueses y duques. En toda ocasión salía su dignidad; de su infeliz estado hacía ridícula comedia, y lo que llamaba su decoro era un velo de mentiras mal arrojado sobre lastimosos harapos. Tan trasparente era el tal velo, que hasta los ciegos podían ver lo que debajo estaba. Pedía limosna con artimañas y trampantojos, poniéndose con esto al nivel de la pobreza justiciable. Yo la conocía en el modo de tirar de la campanilla cuando venía á esta casa. Llamaba de una manera imperiosa, decía á la criada: «¿está ese?» y se colaba de rondón en mi cuarto interrumpiéndome en las peores ocasiones, pues la condenada parece que sabía escoger los momentos en que más anheloso estaba yo de soledad y quietud. Conocedora de mi flaqueza de coleccionar cachivaches, mi enemiga traía siempre un plato, estampa ó fruslería, y me la mostraba diciéndome:
—Á ver ¿cuánto te parece que darán por esto? Es hermosa pieza. Sé que la marquesa de X daría diez ó doce duros; pero si lo quieres para tu coleccioncita, tómalo por cuatro, y dáme las gracias. Ya ves que por tí sacrifico mis intereses... una cosa atroz.
Me entraban ganas de ponerla en la calle; pero me acordaba de mi buena madre y del encargo solemne que me hizo poco antes de morir. Doña Cándida había tenido con ella, en sus días de prosperidad, exquisitas deferencias. Además de esto, García Grande, director de Administración local en 1859, salvó á mi padre de no sé qué gravísimo conflicto ocasionado por cuestiones electorales. Mi madre, que en materias de agradecimiento alambicaba su memoria para que ni en la eternidad se le olvidase el beneficio recibido, me recomendó en sus últimas horas que por ningún motivo dejase de amparar como pudiese á la pobre viuda. Comprábale yo las baratijas; pero ella con ingenio truhanesco hallaba medio de llevárselas juntamente con el dinero. Variaba con increible fecundidad los procedimientos de sus feroces exacciones. Á lo mejor entraba diciendo:
—¿Sabes? Mi administrador de Zamora me escribe que para la semana que entra me enviará el primer plazo de esas tierras... ¿Pero no te he dicho que al fin hallé comprador? Sí, hombre, atrasado estás de noticias... ¡Y si vieras en qué buenas condiciones!... El duque X, mi colindante, las toma para redondear su finca del Espigal... En fin, tengo que mandar un poder y hacer varios documentos, una cosa atroz... Préstame mil reales, que te los devolveré la semana que entra sin falta.
Y luego por disimular su ansiedad de metálico, tomaba un tonillo festivo y de gran mundo, exclamando:
—¡Qué atrocidad!... Parece increible lo que he gastado en la reparación de los muebles de mi sala... Los tapiceros del día son unos bandidos... Una cosa atroz, hijo... ¡Ah! ¿No te lo he dicho? Sí, me parece que te lo he dicho...
—¿Qué, señora?
—Que entre mi sobrina y yo te estamos bordando un almohadón. Como para tí, hombre. Es atroz de bonito. La condesa de H y su hija la vizcondesa de M, lo vieron ayer y se quedaron encantadas. Por cierto que desean conocerte. Yo les dije que tú no vas á ninguna parte, que no piensas más que en tus libros y en tus discípulos. Con que adios, hijo, que lo pases bien.
Hacía que se marchaba, fingiendo una distracción de buen tono, y á mí me parecía que veía el cielo abierto mirándola partir; mas desde la puerta volvía, diciendo:
—¡Ah! ¡Qué cabeza la mía!... ¿Me das ó no esos mil reales? La semana que viene te podré entregar un par de mil duros, si te hacen falta para tus negocios... No, no me lo agradezcas... Si me haces un gran favor... ¿Donde hallaría mayor seguridad para colocar mi dinero?
—Á mí no me hace falta nada—le decía yo.
Veníanseme á la boca las palabras: «vaya usted noramala, señora;» pero calculando que me pedía para el casero ó para otra urgente necesidad, cedían mis ímpetus egoistas ante mi generosa flaqueza y el recuerdo de mi madre, y le daba la mitad de lo pedido.
No pasaba el mes sin que volviese trayéndome un viejo reloj ó miniatura antigua de escaso mérito.
—Me vas á hacer un favor. Acepta esto en memoria mía. ¡Si vieras qué enferma estoy, una cosa atroz!... Un estado nervioso... Yo no sé cómo explicártelo. Ni yo lo entiendo, ni los médicos tampoco. Cuando voy por la calle, parece que se derrumban sobre mí las paredes de las casas... Hace tantísimas noches que no duermo. No como más que alguna pechuguita de chocha, una tostadita con foie gras y á veces media copita de Chablis.
Yo, que sabía cómo se alimentaba la cuitada, no podía contener la risa.
—Para distraerme—continuaba,—estuve anoche en el Real. Me subí al Paraíso, porque no tenía ganas de vestirme. Desde arriba ví á la duquesa de Tal en su palco. Acaba de llegar de Paris... Con que volviendo á lo de antes: te regalo esos objetos preciosos, porque yo me muero, hijo, me muero sin remedio, y quiero dejarte esa memoria; son piezas de tan raro mérito, que el anticuario de la Carrera de San Jerónimo me ha ofrecido dos mil reales por ellas.
—Pues llévelas usted al anticuario y cobre los dos mil, que no le vendrán mal.
—No me hagas ese desaire, hombre... ¡qué atrocidad! Acuérdate de tu buena madre que tanto me quiso.
Se empeñaba en afligirse, y tan bien sabía desempeñar su papel, que concluía por obsequiarme con una lágrima.
—Cercana á la tumba—decía con patética voz,—parece que se enardecen mis afectos y que te quiero más, una cosa atroz... Adios, hijo mío.
Levantábase pesadamente; pero al dar los primeros pasos hacia la puerta, se metía las manos en el