el piso se mueve de vez en cuando, creería uno vivir en un balneario de moda. Hay que levantarse del asiento dar un paseo y asomarse a la barandilla para convencerse de que se está en el mar. Aquí, no: aquí se siente uno marino; puede abarcarse por entero el redondel del Océano, que no termina nunca, y en el que siempre ocupamos el centro, por más que avancemos. Mire usted, Ojeda, qué cosas tan majestuosas lleva en su cabeza el amigo Goethe.
Y con el orgullo de un descubridor, fue mostrando las maravillas de esta cubierta, por la que había paseado en los días anteriores, cuando el mar era de un tono lívido, el cielo plomizo y un viento cortante soplaba de proa a popa.
—Fíjese usted en la chimenea: esa torre amarilla y enorme, que vista de cerca casi da miedo. ¡El dinero que expele convertido en humo! Tiene algo de campanario y abajo, en lo más profundo del buque, está el templo, el santuario del fuego, con sus altares inflamados que producen el vapor. ¿Eh?, ¿qué le parece la imagen? Se la brindo para unos versos... Y con ser tan robusta la chimenea, mire cómo está aprisionada y sostenida por varios tirantes, para que no la tumbe el viento. Vea usted esos cuatro ventiladores que la rodean como si fuesen su pollada: cuatro trombones amarillos, con la boca pintada de rojo, por los que podríamos colarnos los dos a la vez. Llevan el aire a las profundidades de las máquinas y los hornos. Digamos que son las ojivas que ventilan esta catedral de acero y hulla.
Luego, echando la cabeza atrás, remontaba su mirada hasta lo alto de los dos mástiles del buque.
—¿Distingue usted cuatro hilos que, sujetos a dos trastes, van de un palo a otro? Parecen un cordaje de guitarra y son la red de la telegrafía radiográfica. Los hilos bajan a la casilla del telegrafista, y si se acerca usted oirá un chirrido semejante al de los huevos en aceite: algo así como si el empleado friese los despachos antes de servirlos al público... Y todas esas cajas enormes de cristales deslustrados, esas cúpulas alambradas, son claraboyas que dan luz a salones y escaleras. Vistas de abajo, brillan con dibujos de mosaicos complicados, escudos de naciones, y aquí arriba Parecen estufas opacas como las de los invernáculos... Esta cubierta tiene sus habitantes; es un pueblo aparte, el barrio alto, la Acrópolis donde viven los Arcontes que dirigen nuestra república movible. Mire usted a proa esa manzana de camarotes, con paredes blancas y zócalos grises. Allí están las viviendas del soberano comandante y sus ministros los oficiales. En torno de ellos, los camarotes de la gente rica, la aristocracia, que busca siempre la sombra de la autoridad. Sobre el techo, un pequeño paseo, la última toldilla del buque; en la parte delantera, el puente, algo así como el Ministerio del Interior, donde se vigila día y noche por el mantenimiento del orden; cerca de él, la oficina telegráfica, o sea el Ministerio de Relaciones Exteriores. Insubordínese usted, y sonará un pito en el puente que hará surgir por una escotilla, como diablos de teatro, cuatro rubios forzudos, con anclas azules tatuadas en los bíceps, que le llevarán a dormir en la barra... Que un peligro amenace la estabilidad de nuestro pequeño Estado, y el Poder Ejecutivo lanzará una circular eléctrica a las otras potencias que navegan invisibles, reclamando su pronta intervención.
Maltrana volvió los ojos hacia la popa, más allá de la chimenea y los ventiladores de las máquinas.
—Allí tiene la Acrópolis otra manzana de viviendas, pero sólo la habitan gentes ordinarias: algo así como las chozas villanescas que se alzaban lo mismo que verrugas ante las puertas de los castillos. Es nuestra Dirección General de Higiene: los lavaderos, el taller de planchado y el gimnasio, con un sinnúmero de aparatos movidos por la electricidad, invenciones diabólicas que le estiran a usted, le encogen, le rascan la espalda y le cosquillean como un rosario de hormigas.
—¡Cosa de ver el lavadero, amigo Ojeda!—continuó tras una pausa—. ¡Lástima que esté ahora cerrado! Hay unas máquinas con cilindros, lo mismo que rotativas de periódicos; sólo que en vez de largar pliegos impresos, sueltan camisas, sueltan pantalones, sueltan sábanas, montañas de ropa blanca, como sólo se verían si desalojasen de golpe toda una calle de tiendas... El planchado aún es más interesante. Imagínese tres mozas rubias y metidas en carnes, la falda corta, y sobre ella una blusa larga rayada que deja al descubierto unos brazos de blancura germánica y una pechuga a lo Rubens. Ayer pasé con ellas la tarde, viendo cómo sudaban las pobrecitas dándole a las planchas eléctricas y cómo reían al oírme hablar horas enteras sin entender una palabra. Les largaba dicharachos de los nuestros, con algún que otro pellizco para apreciar la dureza de sus blusas. ¡Cuestión de pasar el rato! Y ellas abrían los ojos y se sonrojaban diciendo: «Ia... Ia...». Le he de llevar a usted mañana, cuando no nos vean. Yo le presentaré: no tenga usted miedo. ¡Si soy lo más amigo!...
Luego, Isidro se fijó en los costados de la cubierta, donde estaban pendientes de sus pescantes de acero dos filas de botes.
—Hermosas balleneras de madera pulida y lustrosa como el piso de un salón. En cada una de ellas podemos meternos cincuenta personas; y el mástil, la vela, los remos, todo lo necesario, esta guardado en su vientre, bajo la caperuza de lona que lo cubre. Cuando nos acerquemos al término del viaje descansarán dentro del buque, amarradas entre esas cuñas que hay en el suelo; pero durante la navegación van suspendidas afuera, prontas a ser echadas al agua en caso de peligro... ¿Y ese bosque de trombones amarillos con boca roja que surge por todos lados, como gargantas de dragón? Son tentáculos que el vientre del buque echa en el espacio para cazar oxígeno, trompas de acero que con el impulso de la marcha van chupando vida... No extrañe, Ojeda, que me ponga lírico. Yo no he viajado como usted. Todo es nuevo para este pobrete que pasó su vida rodando por casas de huéspedes de las más baratas, y en cuanto a buques, no ha visto otros que las barquillas del estanque del Retiro... Y esto es grande, ¡muy grande!
Calló un instante, como si concentrase su pensamiento para apreciar mejor tanta grandeza, y luego continuó:
—Lo que nos rodea aún es más enorme. Se sabe por los libros que el mar es inmenso; pero la inmensidad en la lectura no es más que una palabra. Hay que colocarse en ella, sentir el extravío de la imaginación ante el espacio sin límites, hacer comparaciones... Ayer me paseaba yo por el buque. Para recorrer la cubierta de abajo, que sólo ocupa el centro, necesitaba doscientos pasos: unas cuantas vueltas, y se siente uno fatigado como después de una marcha. Grandes salones, un café igual a los de las ciudades, comedores en los que caben cientos de personas, largos y complicados pasillos, lo mismo que en los hoteles, dormitorios de alta numeración, almacenes, músicas, y la gente formando clases separadas, estableciendo divisiones sociales, lo mismo que si estuviéramos en tierra. ¡Qué enorme!, ¡todo qué enorme!... Y esto mirando solamente los barrios privilegiados, el castillo central del buque, con sus recovecos, escaleras, baños, gabinetes de aseo y tubos de calor y de frío. La blancura de la luz eléctrica surge en todo rincón donde puede aglomerarse un poco de sombra; el agua manando de los grifos cada tres metros para una minuciosa limpieza; las alfombras mullidas amortiguando los pasos; un olor higiénico de droguería esparciendo perfumes desinfectantes allí donde las tristes necesidades humanas se desembarazan de su suciedad. Esto es un palacio encantado.
Siguió Isidro la descripción del buque. Había que contar además los barrios populares de proa y de popa: las aglomeraciones de emigrantes, que comen y beben con más abundancia tal vez que en su tierra, y cantan y sueñan porque van hacia la esperanza. Y bajo de ellos, máquinas que encadenan y obligan a trabajar a las fuerzas misteriosas y malignas; almacenes de víveres como los de una ciudad que se prepara a ser sitiada; depósitos de mercaderías, fardos de telas, maquinarias agrícolas, artículos de construcción, riquezas de la moda; todo lo que necesitan los pueblos jóvenes para el desarrollo de su adelanto vertiginoso. Y esta grandeza de hotel monstruo, de caravanserrallo, de pueblo flotante, infundía a todos los pasajeros un sentimiento de seguridad, como si estuviesen en tierra firme. ¿Quién podría destruir los gruesos muros de acero, las ventanas sólidas, los muebles pesados, las maquinarias de arrolladores latidos? Nada importaba que el suelo se moviese; esto no podía disminuir su confianza: era un incidente nada más. Vivían de espaldas al Océano y sólo tenían ojos para los grandes inventos de los hombres. Todos acababan por olvidar el abismo que estaba debajo de sus pies y hacían la misma vida que en tierra. Únicamente cuando en sus paseos llegaban a la proa o la popa y se encontraban con el mar inmenso, sentían la impresión del que despierta tendido junto a un precipicio. ¡Nada!