Висенте Бласко-Ибаньес

Los argonautas


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con el busto inclinado, llevándose una mano a la gorra y ladeando la cara para defender los ojos y las narices de algo molesto; los velos femeniles crujían lo mismo que banderas o se elevaban en espirales de color, manteniéndose rebeldes a las manos enguantadas que pretendían aprisionarlos. Algunos que avanzaban abombando el pecho con aire de reto y la cabeza descubierta sentían en torno de su frente el trágico despeinamiento de Medusa: un llamear de cabellos echados atrás, como si una fuerza invisible intentase arrancarlos.

      Transcurrían ahora largos espacios de tiempo sin que los vidrios reflejasen el paso de una persona. Pero algo nuevo vino a asomarse a la vez a todos ellos. Era una faja de color azul, mate y opaca, que empezaba por marcarse levemente en el filo interior de las ventanas. Luego subía y subía lentamente con la ascensión del agua que hierve, hasta llenar la mitad del rectángulo de cristal; permanecía inmóvil un momento, temblando en ella lejanos redondeles de espuma, ojos curiosos que intentaban contemplar el interior de los salones, y poco después se iniciaba su descenso con gran lentitud, cediendo el paso a la triste claridad de una tarde sin sol. Y cuando las ventanas de un lado quedaban libres de este testigo azul, las del lado opuesto estaban invariablemente ocupadas por él.

      Ojeda vio correr ante su mesa, con angustiosa premura, a una señora pálida que se llevaba un pañuelo a la boca. Luego pasó tras ella, apoyada en el brazo de un doméstico, una dama sexagenaria que hablaba en portugués con voz doliente. Algunos de sus vecinos se levantaron, deslizándose por la gran escalera con balaustres de tallada caoba, que venía a terminar en la puerta del jardín de invierno. Abríanse grandes claros en la concurrencia. Desaparecían las gentes con discreción, en suave retirada, sin que se enterasen los demás de por dónde habían escapado. La pequeña orquesta pareció adquirir mayor sonoridad al quedar vacíos los salones: los instrumentos de cuerda lloraban como si anunciasen una desgracia en la melancolía azul de la tarde. En torno de las mesas languidecían las conversaciones. Muchos cerraban los ojos como si les preocupasen tristes recuerdos. Dos puertas abiertas al mismo tiempo dieron entrada por un instante a una manga de aire frío, arrollador, cargado de humedad y emanaciones salitrosas, que hizo arremolinarse flores y plantas y volar algunos papeles sobre las mesas.

      Defendió Fernando los suyos entre ambas manos, y al restablecerse la calma, se arrellanó en el sillón con un regodeo voluptuoso. Sentía el orgullo de su salud, la certeza de que ésta no podía turbarse en medio de la zozobra creciente que se revelaba en la tristeza de muchos ojos y la palidez de muchos rostros. Era el placer egoísta del que contempla el peligro ajeno desde un lugar seguro. Además, experimentaba una satisfacción animal al apreciar su asiento mullido, el ambiente tibio, las plantas y flores que le rodeaban. Así debían ser las grandes alegrías de los esquimales, encogidos en su vivienda apestosa durante el invierno, mientras afuera sopla el huracán y cae la nieve.

      Aspiró el humo de su cigarro, llamó a un camarero para que se llevase el servicio de té, que le molestaba con sus incesantes tintineos, y buscó en los papeles el pliego interrumpido.

      —¿Qué estaba yo escribiendo?...

      Al murmurar acariciábase el bigote con el cabo del estilógrafo, mientras sus ojos recorrían las páginas emborronadas para restablecer la ilación de sus ideas. Olvidóse instantáneamente del lugar dónde estaba; pasó de golpe a un mundo distinto, un mundo sólo de él, que parecía latir en los pliegos ennegrecidos por su escritura. A impulsos del deseo avanzaba por éstos, releyendo su pensamiento como si fuese de otro, encontrando una deleitación melancólica y dolorosa al unirse de nuevo con sus recuerdos.

      En Lisboa sólo pude escribirte unas líneas en una postal. Me faltó el tiempo. El tren llegó con retraso; luego el registro de los equipajes en la Aduana y el trasatlántico que estaba ya fondeado en el río, mugiendo a cada instante como el que no quiere esperar. ¡Y yo que soy tan torpe para los menesteres vulgares de la vida!... Recuerda cuántas veces te has reído de mi inutilidad en nuestros viajes... Nuestros viajes ¡ay! tan lejanos, ¡tan lejanos! que no sé cuándo volverán a repetirse... Por fortuna, encontré en el tren a un compañero: un tal Isidro Maltrana, tipo curioso, al que conocí vagamente en mis tiempos de bohemia heroica, y que va, como yo, a Buenos Aires. La identidad de nuestros destinos nos ha hecho intimar rápidamente. Hace unas sesenta horas que estamos juntos, y no parece sino que hemos andado apareados toda la vida. Él dice que quiere ser mi secretario, o más bien, mi escudero, en esta aventura estupenda que acabo de emprender. En Lisboa entró en funciones, encargándose de las tareas enojosas del embarque... Pero ¿por qué te cuento esto? Tal vez por distraerme, por engañarme, por miedo a evocar los recuerdos de nuestro último día, que aún parecen envolverme como esos perfumes intensos y tenaces que nos siguen a todas partes. ¡El domingo pasado! ¿Te acuerdas?, ¿te acuerdas?... Sólo han transcurrido tres días: aún me parece sentir en mis manos el contacto de tus cabellos; aún escucho tu voz; aún veo tus ojos. Te respiro en esta soledad. Llevo en el bolsillo, sobre mi pecho, tu último pañuelo. Vienes conmigo... ¡Y estamos ya tan lejos el uno del otro!...

      Ojeda cesó de leer unos momentos, conmovido por sus propias palabras. Frases vulgares, de una frivolidad antigua como el mundo: todos los enamorados dicen lo mismo. Tal vez aquellos camareros de chaqueta azul escribían en su idioma los mismos conceptos a las fraulein rubias de Hamburgo y de Brema. Pero el amor es como la muerte y como todos los grandes accidentes de la existencia. En otros parece regular, ordinario, sin que merezca atención; pero cuando se experimenta en la propia persona adquiere las proporciones inauditas de uno de esos acontecimientos que deben influir en la suerte del mundo.

      Para él había ocurrido tres días antes en Madrid, al anochecer de un domingo, un suceso enorme, igual a los que cambian el curso de la humanidad o el aspecto del planeta. Y convencido de esto, quería abarcar con la pluma la grandeza infinita de su desolación.

      Aparentábamos serenidad, confianza en el porvenir, certeza de volver a vernos; pero de pronto nos fue imposible fingir por más tiempo, y había lágrimas en nuestros ojos y en nuestra voz... Y sin embargo, este dolor casi no era nada; había en él más preocupación que realidad. Aún podíamos vernos; aún podíamos hablarnos. Llorábamos como se llora en la casa de un muerto cuando está todavía de cuerpo presente. El dolor parece anestesiado por el aturdimiento de la catástrofe; hay todavía una realidad que sirve de consuelo; queda aún el cuerpo ante la vista: se llora más por el futuro que por el presente. Lo terrible es cuando se lo llevan, y no queda nada y hay que abrazarse para siempre al recuerdo... Yo me consideraba el otro día, al separarme de ti, el más infeliz de los hombres, y ahora pienso con envidia en aquellos instantes. ¡Te veía aún!... Y ahora cada momento que transcurre me aleja más de ti; cada vuelta de las hélices establece una separación mayor entre nosotros; un minuto representa centenares de metros; una hora una distancia enorme, que no podríamos salvarla en un día aunque marchásemos apoyados el uno en el otro, mirándonos en los ojos, olvidados del mundo. Nuestros cielos van a ser distintos; nuestras estrellas serán otras: cuando tú vivas en los esplendores de la primavera, yo sentiré los fríos del invierno; cuando tú despiertes como una alondra, con el sol que entrará por tus balcones, yo gemiré en medio de la noche murmurando tu nombre... ¡Y será en vano! La desesperante extensión de una mitad del planeta va a interponerse entre nosotros... ¡Ay! ¡quién me devolverá tus ojos amados de reflejos de oro, tus brazos suaves de blancura de hostia, tu voz ceceante de infantil arrullo, tu boca de lacre, tu pecho neumático, cojín de ensueños y de olvido!...

      Evocaba en su memoria, con el relieve de las cosas vivientes, su último día en Madrid... Una gran mancha roja temblaba sobre el empapelado de una pared: era el reflejo de incendio del carbón amontonado en la chimenea, única luz del dormitorio. Y sobre el fondo rojo, parpadeante, una sombra horizontal, de contornos humanos. Ojeda conocía bien las líneas de este cuerpo: era ella, pegada a él, bajo las cubiertas de la cama, empequeñecida, humilde por el dolor de una desesperación silenciosa. Él también permanecía callado, con la nuca en las almohadas; percibiendo entre sus brazos el dulce contacto de unas espaldas sedosas revueltas en blondas; sintiendo en un hombro la leve pesadumbre de su cabeza, que parecía querer ocultarse, hundirse. Una caricia húmeda refrescaba su cuello: tal vez era el contacto de su boca abandonada; tal vez eran lágrimas. Y los dos permanecían en dolorosa inmovilidad, temiendo que sus ojos se encontrasen, evitando una palabra que hiciese estallar la callada pena; pero los dos, al fingir