al señor de Pez, conversando con él.
—Sí... ahora miran al techo... Bien sabe que estamos aquí. Y a D. Francisco también le veo, allí... junto al mayordomo de semana. A su lado mi mamá...
—¡Qué hermosa está la marquesa con su falda de color malva y su manto!... ¡Ah!, doña Tula, doña Tula... si mirara para arriba, si nos viera... Aquí estamos...
—Cada ceremonia de estas le cuesta a mi tía muchas jaquecas y muchos disgustos, porque no sabéis las recomendaciones que recibe... Para veinticuatro pobres, hay unas trescientas recomendaciones. Todos los días cartas y recaditos de la marquesa o la condesa. ¡Hija...!, parece que les van a dar un destino gordo.
—Dímelo a mi, niña—manifestó con soberano hastío Cándida—, que ayer y hoy no me han dejado vivir. Tomasa, la moza de cámara, vecina mía, fue la encargada de lavar a las tales doce ancianas pobres y cambiarles sus pingajos por los olorosos vestidos que se han puesto hoy. ¡Pobres mujeres! Es la segunda agua que les cae en su vida, y sería la primera si no se hubieran bautizado. ¡Ay, hijas!... ¡qué escena la de esta mañana! Créanlo, han gastado una tinaja de agua de colonia... Yo quise ayudar un poco, porque así me parecía cumplir algo de lo que nos ordena Nuestro Señor Jesucristo. Si no es por mí, el fregado no se acaba en toda la mañana... Hablando con verdad, si yo fuera pobre y me trajeran a esta ceremonia no lo había de agradecer nada, porque francamente, el susto que pasan y la molestia de verse tan lavados, no se compensan con lo que les dan.
Las graciosas pollas, en cuya tierna edad tanto valor tenían lo espiritual e imaginativo, no comprendían estas razones prácticas de la experimentada doña Cándida, y todo lo encontraban propio, bonito y adecuado a la doble majestad de la Religión y del Trono...
Isabelita Bringas era una niña raquítica, débil, espiritada, y se observaban en ella predisposiciones epilépticas. Su sueño era muy a menudo turbado por angustiosas pesadillas, seguidas de vómito y convulsiones, y a veces, faltando este síntoma, el precoz mal se manifestaba de un modo más alarmante. Se ponía como lela y tardaba mucho en comprender las cosas, perdiendo completamente la vivacidad infantil. No se la podía regañar, y en el colegio la maestra tenía orden de no imponerle ningún castigo ni exigir de ella aplicación y trabajo. Si durante el día presenciaba algo que excitase su sensibilidad o se contaban delante de ella casos lastimosos, por la noche lo reproducía todo en su agitado sueño. Esto se agravaba cuando por exceso en las comidas o por malas condiciones de esta, el trabajo digestivo del estómago de la pobre niña era superior a sus escasas fuerzas. Aquel jueves doña Tula dio de comer espléndidamente a sus amiguitas. La niña de Bringas se atracó de un plato de leche, que le gustaba mucho; pero bien caro lo pagó la pobre, pues no hacía un cuarto de hora que se había acostado, cuando fue acometida de fiebre y delirio, y empezó a ver y sentir entre horribles disparates todos los incidentes, personas y cosas de aquel día tan bullicioso en que se había divertido tanto. Repetía los juegos por la terraza; veía a las chicas todas, enormemente desfiguradas, y a Cándida como una gran pastora negra que guardaba el rebaño; asistía nuevamente a la ceremonia de la comida de los pobres, asomada por un hueco de la claraboya, y las figuras del techo se animaban, sacando fuera sus manazas para asustar a los curiosos... Después oyó tocar la marcha real. ¿Era que la Reina subía a la terraza? No; aparecían por la puerta de la escalera de Damas su mamá, asida al brazo de Pez, y su papá dando el suyo a la marquesa de Tellería. ¡Qué guapas venían arrastrando aquellas colas que sin duda tenían más de una legua!... Y ellos, ¡qué bien empaquetados y qué tiesos!... Venían a descansar y tomar un refrigerio en casa de doña Tula, para acompañar más tarde a la Señora y a toda la Corte en la visita de Sagrarios... Por todas las puertas de la parte alta de Palacio aparecían libreas varias, mucho trapo azul y rojo, mucho galón de oro y plata, infinitos tricornios... Delirando más, veía la ciudad resplandeciente y esmaltada de mil colorines. Seguramente era una ciudad de muñecas; ¡pero qué muñecas!... Por diversos lados salían blancas pelucas, y ninguna puerta se abría en los huecos del piso segundo, sin dar paso a una bonita figura de cera, estopa o porcelana; y todas corrían por los pasadizos gritando: «ya es la hora...». En las escaleras se cruzaban galones que subían con galones que bajaban... Todos los muñecos tenían prisa. A este se le olvidaba una cosa, a aquel otra, una hebilla, una pluma, un cordón. Unos llamaban a sus mujeres para que les alcanzasen algo, y todos repetían: «¡la hora...!». Después se arremolinaban abajo, en la escalera principal. En el patio, los alabarderos se revolvían con los cocheros y lacayos, y era como una gran cazuela en que hirvieran miembros humanos de muchos colores, retorciéndose a la acción del calor... Su mamá y su papá volvieron a aparecer... ¡Vaya, que iban hermosotes! Pero mucho más bonito estaría su papá cuando se hiciese caballero del Santo Sepulcro. El Rey tenía empeño en ello, y le había prometido regalarle el uniforme con todos los accesorios de espada, espuelas y demás. ¡Qué guapín estaría su papá con su casaca blanca, toda blanca!... Al llegar aquí, la pobre niña sentía empapado enteramente su ser en una idea de blancura; al propio tiempo una obstrucción horrible la embarazaba, cual si las cosas que reproducía su cerebro, muñecos y Palacio, estuvieran contenidas dentro de su estómago chiquito. Con angustiosas convulsiones lo arrojaba todo fuera y se contenía el delirar, y ¡sentía un alivio...! Su mamá había saltado del lecho para acudir a socorrerla. Isabelita oía claramente, ya despierta, la cariñosa voz que le decía: «Ya pasó, alma mía; eso no es nada».
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