Teilhard de Chardin, el futuro de la humanidad es la conciencia de Dios, y nuestra intención, por tanto, es la de echar un vistazo a ese posible futuro en el contexto de la historia humana.
Pero si bien el hombre y la mujer proceden de las bestias y se hallan en el camino hacia su divinidad, son, entretanto, figuras más bien trágicas. Ubicados a mitad de camino entre esos dos extremos se encuentran expuestos al más violento de los conflictos: han dejado de ser bestias, pero todavía no han llegado a ser dioses o, peor aún, son mitad bestias y mitad dioses. Ésta es la esencia de la humanidad. Dicho de otro modo, la humanidad es una figura esencialmente trágica ante la cual se despliega un espléndido futuro… en el caso de que consiga superar la crisis de crecimiento. Por esta razón, he abordado la historia del desarrollo y evolución de la humanidad desde una perspectiva más bien trágica. Hablamos demasiado de nuestro origen simiesco y creemos que cada nuevo paso evolutivo constituye un gran salto hacia adelante, el cual nos abre al desarrollo de nuevas potencialidades, nuevas aptitudes y nuevas capacidades. Y, de algún modo, esto es cierto. Pero también es igualmente cierto que cada nuevo paso evolutivo hacia adelante conlleva nuevas responsabilidades, nuevos terrores, nuevas ansiedades y nuevos sentimientos de culpa. Los animales son mortales pero lo ignoran y no lo comprenden; los dioses, por su parte, son inmortales y lo saben; pero el pobre ser humano, por encima de las bestias pero lejos todavía de ser un dios, es una desafortunada combinación: es mortal y lo sabe. De este modo, cuanto más evoluciona más consciente se torna de sí mismo y de su mundo, más se desarrolla su conciencia y su inteligencia y se da más cuenta de su destino, de su mortal destino. Éste es, en suma, el precio que hay que pagar por cada paso hacia adelante en el proceso de expansión de la conciencia.
Cada nuevo paso en este proceso de expansión cuesta un precio. Ésta es, en mi opinión, la única perspectiva válida para situar a la historia evolutiva de la humanidad en su justo contexto. La mayoría de los relatos existentes sobre la evolución del ser humano confunden alguno de los términos de esta ecuación. En ocasiones, se subraya excesivamente el crecimiento y se contempla la historia de la humanidad como el mero resultado de un desarrollo continuado en la misma dirección, ignorando que la evolución no constituye la simple sumatoria de una serie de avances tranquilos y afortunados, sino un doloroso proceso de crecimiento. En otros casos, ante el sufrimiento y el dolor que aflige a la humanidad, suele asumirse precisamente la actitud contraria, la de contemplar con nostalgia el pasado, aquel inocente paraíso perdido anterior a la autoconciencia en el que el ser humano dormitaba junto a las bestias en bendita ignorancia. Desde este punto de vista, cada nuevo paso evolutivo de la humanidad constituye una especie de crimen, y la guerra, el hambre, la explotación, la esclavitud, la opresión, la culpa y la pobreza son considerados como los frutos de la civilización, de la cultura y de la creciente “evolución” del ser humano. Desde esta perspectiva, el hombre primitivo, en su totalidad, no padecía este tipo de problemas y, si el hombre civilizado y moderno es un producto de la evolución, que Dios nos libre de tal progreso.
Pero, en lo esencial, ambos puntos de vista son correctos. Cada paso hacia adelante en el proceso evolutivo constituyó un avance, un crecimiento por el que el ser humano tuvo que pagar un elevado precio; cada nuevo paso conllevó nuevas responsabilidades que la humanidad no siempre pudo asumir y cuyas trágicas consecuencias trataremos de describir.
Después del Edén, 9-11
¿QUIÉN SOY YO?
Cuando alguien nos pregunta: «¿quién eres?» y procedemos a darle una respuesta más o menos razonable, sincera y detallada, ¿qué es lo que en realidad hacemos? ¿Qué sucede en nuestra mente mientras lo hacemos? En cierto sentido, estamos describiendo nuestro ser, como hemos llegado a conocerlo, incluyendo en nuestra descripción la mayoría de los hechos importantes, buenos y malos, dignos e indignos, científicos y poéticos, filosóficos y religiosos, que tenemos por fundamentales en lo que se refiere a nuestra identidad…
Sin embargo, hay un proceso aún más básico que subyace en todo el procedimiento para establecer una identidad. Cuando uno responde a la pregunta «¿Quién soy?», sucede algo muy simple. Cuando describe o explica quién «es», incluso cuando se limita a percibirlo interiormente, lo que en realidad está haciendo, a sabiendas o no, es trazar una línea o límite mental que atraviesa en su totalidad el campo de la experiencia, y a todo lo que queda dentro de ese límite, lo percibe como «yo mismo», o lo llama así, mientras siente que todo lo que está fuera del límite queda excluido del «yo mismo». En otras palabras, nuestra identidad depende totalmente del lugar por donde tracemos la línea limítrofe…
De modo que al decir «yo» trazamos una demarcación entre lo que somos y lo que no somos. Cuando uno responde a la pregunta «¿Quién eres?», se limita a describir lo que hay en la parte acotada por esa línea. Lo que solemos llamar crisis de identidad se produce cuando uno no puede decidir cómo ni dónde trazar la línea. En otras palabras, preguntar «¿Quién eres?» significa preguntar «¿Dónde trazas la frontera?».
La conciencia sin fronteras, 14-16
LA FILOSOFÍA PERENNE
La filosofía perenne es la visión del mundo compartida por los principales maestros espirituales, filósofos, pensadores y hasta científicos del mundo entero. Se la denomina «perenne» o «universal» porque se halla implícita en todas las culturas y en todas las épocas y lo mismo la encontramos en la India, México, China, Japón y Mesopotamia, que en Egipto, Tibet, Alemania o Grecia.
Y lo más curioso es que, dondequiera que la hallemos, siempre presenta los mismos rasgos distintivos fundamentales, ya que es un acuerdo universal en lo esencial, algo que, para el ser humano contemporáneo –casi incapaz de ponerse de acuerdo en nada–, resulta ciertamente difícil de creer. Como bien resumió Alan Watts: «Apenas somos conscientes de la extraordinaria singularidad de nuestra postura y nos resulta muy difícil de admitir la existencia de un consenso filosófico único de amplitud universal, sostenido por muchos hombres y mujeres que, tanto hoy como hace seis mil años, comparten las mismas experiencias y han enseñado esencialmente la misma doctrina, desde Nuevo México en el Lejano Oeste hasta Japón en el Lejano Oriente».
Se trata de algo realmente muy notable, y considero que estas verdades de la naturaleza universal constituyen el legado de la experiencia universal del conjunto de la humanidad que, en todo tiempo y lugar, coinciden en las mismas verdades profundas con respecto a la condición humana y al modo de acceder a lo Divino…
¿Cuáles son esas verdades profundas?, ¿cuáles los acuerdos fundamentales?
Veamos las siete que considero más importantes:
Uno: el Espíritu existe.
Dos: el Espíritu está dentro de nosotros.
Tres: a pesar de ello, la mayoría de los seres humanos vivimos tan inmersos en un mundo de pecado, separación y dualidad –en un estado, en suma, de caída ilusorio– que no nos percatamos de ese Espíritu interno.
Cuatro: existe un camino para salir de este estado de caída, de pecado o de ilusión, un Camino que conduce a la liberación.
Cinco: si seguimos ese Camino hasta el final, llegaremos a un Renacimiento, a una experiencia directa del Espíritu interno, a una Liberación Suprema.
Seis: esa experiencia pone fin a nuestro estado de sufrimiento.
Y siete: el final del sufrimiento desemboca en la acción social amorosa y compasiva hacia todos los seres sensibles.
Gracia y coraje, 95-98
LA GRAN CADENA DEL SER
Una de las nociones fundamentales de la filosofía perenne es la de la Gran Cadena del Ser. La idea, en sí misma, es bastante sencilla. Desde el punto de vista de la filosofía perenne, la realidad no es unidimensional, no es una substancia chata y uniforme que se extienda de un modo monótono ante nuestros ojos sino que, por el contrario,