Vincent Bugliosi

Helter Skelter: La verdadera historia de los crímenes de la Familia Manson


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un solo asesino que empuñó un arma en una mano y una bayoneta en la otra, al tiempo que llevaba trece metros de cuerda, todo lo cual daba convenientemente la casualidad de que había traído consigo. Además estaban los cables. Si los habían cortado antes de los asesinatos, eso indicaba que había habido premeditación, que no se trataba de un estallido de violencia espontáneo. Si había ocurrido después, ¿por qué?

      ¿O bien los asesinatos podían ser el resultado de un timo relacionado con las drogas, y la o las personas que habían cometido los asesinatos habrían llegado para hacer una entrega o comprar, y entonces una disputa por el dinero o la mala calidad de las drogas habría estallado en violencia? Esta era la segunda, y en muchos aspectos la más probable de las cinco teorías que los inspectores incluirían en el primer informe de la investigación.

      La tercera teoría era una variante de la segunda: la o las personas que habían cometido los asesinatos habrían decidido quedarse con el dinero y con las drogas.

      La cuarta era la teoría del robo en el domicilio.

      La quinta, que se trataba de «muertes por encargo», y la o las personas que habían cometido los asesinatos habrían sido envidadas a la casa para eliminar a una o varias de las víctimas, y luego, a fin de evitar una identificación, habrían encontrado necesario matar a todos. ¿Pero acaso un sicario escogería como una de sus armas algo tan grande, tan llamativo y tan pesado y difícil de manejar como una bayoneta? ¿Y seguiría acuchillando una y otra y otra vez en un arrebato de locura, como se había hecho de forma tan palmaria en este caso?

      Las teorías de las drogas eran las que más sentido parecían tener. En la ulterior investigación, cuando la policía habló con los conocidos de las víctimas, y los hábitos y los estilos de vida de las mismas empezaron a verse con más claridad, la posibilidad de que las drogas estuvieran de alguna manera relacionadas con el móvil se convirtió en la mente de algunos en una certeza tal que cuando les daban una pista que podía haber resuelto el caso se negaban a tenerla en cuenta siquiera.

      La policía no era la única en pensar en drogas.

      Al enterarse de las muertes, el actor Steve McQueen, amigo desde hacía mucho tiempo de Jay Sebring, propuso que se deshicieran de los estupefacientes de la casa del estilista para proteger a su familia y su negocio. Aunque McQueen no participó propiamente en la «limpieza de la casa», para cuando se presentó el LAPD a registrar el domicilio de Sebring ya se habían desecho de todo lo que fuera incómodo.

      A otros les entró una paranoia instantánea. Nadie estaba seguro de a quién interrogaría la policía, o cuándo. Una figura sin identificar del mundo del cine dijo a un periodista de Life: «Están tirando de la cadena de los baños por todo Beverly Hills. El alcantarillado entero de Los Ángeles está colocado».

      ESTRELLA DE CINE Y CUATRO PERSONAS MÁS MUERTAS EN UNA ORGÍA DE SANGRE

      SHARON TATE VÍCTIMA

       EN UNOS ASESINATOS «RITUALES»

      Los titulares acapararon las portadas de los periódicos de la tarde, se convirtieron en la gran noticia de la radio y de la televisión. Lo estrambótico de los crímenes, el número de víctimas y la prominencia de las mismas —una guapísima estrella de cine, la heredera de un emporio del café, su novio mujeriego de la jet set, que era un estilista conocido a nivel internacional— se combinarían para que este acabara siendo el caso de asesinato más divulgado de la historia, con la sola excepción del magnicidio del presidente John F. Kennedy. Hasta el serio New York Times, que muy pocas veces informa sobre crímenes en portada, lo hizo al día siguiente, y muchos días posteriores.

      Aquel día y el siguiente, los reportajes destacaron por la cantidad inusual de detalles que contenían. Se había dado a conocer tanta información, de hecho, que los inspectores tendrían dificultades para encontrar «claves de polígrafo» a fin de interrogar a sospechosos.

      En cualquier homicidio, la práctica estandarizada es no revelar cierta información que se supone que solo conoce la policía y el o los asesinos. Si un sospechoso confiesa o acepta pasar una prueba del polígrafo, esas claves pueden utilizarse entonces para determinar si dice la verdad.

      Debido a las numerosas filtraciones, los inspectores asignados al «caso Tate», como llamaba ya la prensa a los asesinatos, solo pudieron encontrar cinco. Una, que el arma blanca utilizada fue probablemente una bayoneta. Dos, que la pistola fue probablemente un revólver del calibre veintidós. Tres, las dimensiones exactas de la cuerda, además de la manera como estaba enrollada y atada. Y cuatro y cinco, que se habían hallado un par de gafas con montura de carey y una navaja Buck.

      La cantidad de información hecha pública de forma no oficial molestó tanto a los mandamases del LAPD que se impuso una restricción rigurosa a ulteriores revelaciones. Eso no gustó a los periodistas; además, a falta de noticias concretas, muchos recurrieron a las conjeturas y las especulaciones. Los días posteriores se publicó una cantidad monumental de informaciones falsas. Se divulgó mucho, por ejemplo, que el hijo que todavía no había nacido de Sharon Tate había sido arrancado del útero; que le habían cortado uno o los dos pechos; que varias víctimas habían sufrido mutilaciones sexuales. La toalla sobre la cara de Sebring se convirtió en una capucha blanca (¿KKK?) o en una capucha negra (¿satanistas?), dependiendo del periódico o revista que uno leyera.

      Sin embargo, cuando se trataba del hombre acusado de los asesinatos, escaseaba la información. Al principio se suponía que la policía mantenía el silencio para proteger los derechos de Garretson. También, que el LAPD tenía que tener pruebas sólidas contra él o de lo contrario no lo habría detenido.

      Un periódico de Pasadena, cogiendo informaciones de aquí y de allá, trató de aportar lo que faltaba. Aseguró que cuando los agentes encontraron a Garretson, este preguntó: «¿Cuándo vendrán a verme los inspectores?». Lo que esto implicaba era evidente: Garretson sabía qué había pasado. Garretson preguntó en efecto aquello, pero fue cuando lo conducían a través de la verja, mucho después de la detención, y la pregunta la hizo en respuesta a un comentario anterior de DeRosa. Citando a un policía sin identificar, el periódico también apuntó: «Dijeron que el delgado joven tenía un desgarrón en una rodilla del pantalón, y sus dependencias, en la casa de los invitados, mostraban signos de forcejeo». Pruebas condenatorias, a menos que uno supiera que todo eso ocurrió durante, y no antes de la detención de Garretson.

      Durante los primeros días, un total de cuarenta y tres agentes acudirían al lugar de los crímenes en busca de armas y otras pruebas. Al registrar el desván de encima del salón, el sargento Mike McGann encontró una lata de película que contenía un rollo de cinta de vídeo. El sargento Ed Henderson la llevó a la Academia de Policía, que tenía instalaciones para proyectar. La película mostraba a Sharon y a Roman Polanski haciendo el amor. Con cierta delicadeza, la cinta no se registró como prueba, sino que fue devuelta al desván donde había sido encontrada22.

      Además de registrar la finca, los inspectores hablaron con los vecinos y les preguntaron si habían visto a personas extrañas por la zona.

      Ray Asin recordó que dos o tres meses antes había habido una gran fiesta en el 10050 de Cielo Drive, y que los invitados habían llegado «con atuendo hippy». No obstante, le dio la impresión de que en realidad no eran hippies, porque la mayoría llegó en Rolls-Royces y Cadillacs.

      Emmett Steele, al que habían despertado los ladridos de sus perros de caza la noche anterior, recordó que las últimas semanas alguien había subido y bajado a toda velocidad con un bugui por las colinas, bien entrada la noche, pero no llegó a ver de cerca al conductor y los pasajeros.

      Sin embargo, la mayoría de las personas con las que hablaron afirmó que no había visto ni oído nada fuera de lo normal.

      Los inspectores se quedaron con muchas más preguntas que respuestas. No obstante, tenían la esperanza de que una persona pudiera resolverles el rompecabezas: William Garretson.

      Los inspectores del centro eran menos optimistas. Después de la detención, el joven de diecinueve años fue trasladado a la prisión del oeste de Los Ángeles e interrogado. Los agentes encontraron que sus respuestas