Benito Perez Galdos

Un faccioso más y algunos frailes menos


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en espesos chorros del mismo cielo».

      Dando luego un gran suspiro se sonrió y dijo:

      —Usted, solterón empedernido, no comprende estas deliciosas chocheces del alma. Diviértase usted con la política, con el conspirar, con la suerte de las monarquías, y derrítase los sesos pensando en si debe haber más o menos cantidad de Rey y tal o cual dosis de Constitución. Buen provecho, amiguito; yo me atengo a lo del poeta: denme mantequillas y pan tierno; sí señor, mantequillas, es decir amores puros y tranquilos: pan tierno, es decir, la sosegada compañía de una esposa honesta y casera, el besuqueo de los nenes, el trabajo y cien mil alegrías que cruzándose con algunas penillas van tejiendo nuestra vida.

      —Bueno es el cuadro, bueno—dijo el otro, ocultando medianamente su disgusto—. Cuando sea realidad avise usted.... Me consolaré de mi tristeza viendo la alegría de los que con sus buenas acciones han merecido vivir en paz. Solamente los perversos padecen contemplando el bien ageno. Yo, que no soy malo, pido un puesto, siquiera sea el último, en ese festín de regocijos y felicidades.... Pero me ocurre preguntar: «¿Cerrará usted la puerta a los amigos después de su casamiento?».

      D. Benigno no contestó nada, porque la afirmativa le pareció ridícula y la negación aventurada, bastante contraria, si se ha de decir verdad, a sus propósitos. El otro dio las buenas noches y se fue a su cuarto para acostarse. Aquella noche, que Cordero contó entre las más infaustas de su vida, no pudo este dignísimo sujeto conciliar el sueño, porque le asaltó, a causa de las últimas palabras de su amigo, un pensamiento tan mortificante que le cambiaría de buen grado por la quebradura de todos los huesos de su cuerpo; de tal modo padecía su espíritu. Incorporado en la cama, pasó largas horas en horrorosa cavilación. Allí fue el amenazador levantamiento de su conciencia, allí la reyerta encarnizada entre ciertas ilusiones suyas y ciertos temores que aparecieron de improviso como enemigos emboscados acechando la ocasión. El digno encajero no podía apartar de si el licor amarguísimo que un demonio invisible le ponía en los labios; ya suspiraba, ya se golpeaba la cabeza venerable, ya por fin elevaba los brazos y los ojos al cielo pidiendo a Dios que le librara de aquel fiero tormento. «Ni un momento más puedo vivir en esta incertidumbre, gritó.—Sr. D. Salvador, venga usted al momento; necesito hablarle».

      Golpeó fuertemente el tabique inmediato a su cama. En la habitación próxima dormía Salvador; y durante los días críticos de la enfermedad de D. Benigno, siempre que este necesitaba de la asistencia de su nuevo amigo le llamaba con un par de golpes suavemente dados en la pared.

      Era la media noche. Salvador, al oír aquel extraordinario ruido en el tabique, creyó, por la violencia del llamamiento, que a D. Benigno se le había roto la otra pierna cuando menos, o que había sido atacado de algún descomunal accidente. Levantose aprisa, y corriendo al lado del enfermo, hallole sentado en el lecho, pálido, con las gafas caladas, los ojos chispeantes y las manos en movimiento como quien acompaña de expresivos gestos las palabras que a sí mismo se dice:

      —¿Qué hay?—preguntó—¿se ha deshecho el entablillado? ¿Qué es eso?... ¿calentura, dolores?

      —No, hombre de Dios o de cien Satanases; no es nada de eso—replicó el de Boteros señalándole la silla—. Esto es muy serio, repito a usted que es muy serio. Ya en ello la tranquilidad, la vida toda, el honor de un hombre de bien que jamás ha hecho mal a nadie, porque sepa usted, Sr. D. Salvador o D. Condenador, que yo no he hecho daño a ningún ser nacido, y cuando Dios me tome cuentas, no se presentará ni un mosquito, ni un miserable mosquito, a decir: «ese hombre fue mi enemigo».

      —Está bien.

      —Esto es muy serio, y así yo quiero una explicación categórica, leal, terminante, para tranquilidad de mi espíritu.

      —¿Y esa explicación debo darla yo?

      —Usted, sí, que desde hace algún tiempo se me ha puesto delante echando sobre mí como una ligera sombra, sí, y ahora me ha dicho cosas que aumentan esa sombra y la hacen más negra. Hablemos con claridad. Yo tengo ciertos proyectos que usted conoce. Yo pienso casarme, yo debo casarme, yo he creído que Dios ha dispuesto que yo me case. La que escogí para ser mi compañera es de tal condición... en fin, excuso de hacer su elogio, porque usted la conoce... a eso voy, Sr. D. Salvador. Ella estuvo en un tiempo bajo el amparo y protección de usted; usted le escribía desde Francia. ¡Ay! Cuando estuvo mala, le nombró a usted en sus delirios. Después usted la vio en los Cigarrales, según me escribió ella misma; más tarde, ahora, se me muestra tan admirador de ella y tan afligido de mi felicidad, que no puedo menos de volverme caviloso y preguntarme si usted ha tenido o tiene proyectos iguales a los míos, y si esos proyectos se refieren a la misma persona, que es, digámoslo claro, la mitad o la principal parte de mi vida.

      —Esos proyectos los tuve—replicó Salvador con firmeza—. No fui a los Cigarrales con otro objeto.

      Detuvo D. Benigno su voz y sus manos, como alelado, y preguntó:

      —¿Y ella?

      —No quiso oírme. Mi situación al salir de los Cigarrales era bastante desairada.

      —¿Y después?

      —He pensado que por negligente y confiado perdí la partida.

      —¿Y qué hay en usted ahora?

      —Resignación.

      —De modo que si yo no existiera....

      —No deben fundarse cálculos sobre la muerte. En el mundo no es fácil asegurar quien ayuda o quien estorba. Es posible que sea yo el que está demás.

      —¡Oh! Dios mío.... Pero usted no puede apreciar, como yo, sus infinitas cualidades, que la igualan a los ángeles—dijo D. Benigno con cierto desdén.

      —Quizás las aprecie mejor; quizás yo esté en situación de ver en ella méritos de abnegación que usted no puede ver.

      D. Benigno meditó breve rato. Había caído en un mar de cavilaciones que sin duda no tenía fondo.

      —¡Ah!—exclamó dando un gran suspiro con el cual pudo salir de aquellas honduras tenebrosas—, usted me confunde más, pero mucho más.

      Diciendo esto clavó los ojos en Salvador examinándole prolija y atentamente de pies a cabeza. Después dio otro gran suspiro y bajando los ojos murmuró para sí:

      —También él se va poniendo viejo.

      —¿No se necesitan más explicaciones?—preguntó Monsalud.

      —No—replicó Cordero brusca y desabridamente.

      —Pues yo voy a dar una que creo necesaria. No soy perverso; reconozco en usted a uno de los hombres mejores que existen en el mundo. Seré un miserable si sale de mí, por irresistible efecto de las pasiones, la más ligera oposición a la felicidad de usted.... Es evidente, evidentísimo que yo soy el que está demás. Declaro que mi deber es no volver a pisar la casa del que posee lo que yo quise para mí.

      —¡Barástolis!... Usted la ofende, señor mío.

      —No la ofendo. Mi resolución no indica desconfianza de ninguno de los dos, sino respeto a entrambos, y además el deseo de ponerme a salvo de la envidia, porque yo tengo más de hombre que de santo, y la contemplación del bien perdido no me hará bailar de gozo.

      Dijo esto en tono entro serio y festivo, y se retiró. Después de esta breve conferencia no se disiparon las confesiones ni se calmaron las ansias del insigne Cordero, antes bien, se dio a cavilar más en el silencio de la noche, buscando entre sus recuerdos alguna sentencia del ginebrino que iluminase un poco sus tenebrosos pensamientos; pero Juan Jacobo no decía nada, y hasta de su querido filósofo y consejero se vio desamparado en tan tristes horas el hombre más bondadoso que por aquellos tiempos existía en el mundo.

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