Miguel de Unamuno

Niebla (Nivola)


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locuras de circo, olvidarse de que existía. Ni doña Ermelinda, la tía de Eugenia, ni don Fermín, su marido, el anarquista teórico y místico, lograban traerle a la realidad.

      —Pues sí, yo creo—decía doña Ermelinda—, don Augusto, que esto es lo mejor, que usted se espere, pues ella no puede ya tardar en venir; la llamo, ustedes se ven y se conocen y éste es el primer paso. Todas las relaciones de este género tienen que empezar por conocerse, ¿no es así?

      —En efecto, señora—dijo como quien habla desde otro mundo Augusto—, el primer paso es verse y conocerse...

      —Y yo creo que así que ella le conozca a usted, pues... ¡la cosa es clara!

      —No tan clara—arguyó don Fermín—. Los caminos de la Providencia son misteriosos siempre... Y en cuanto a eso de que para casarse sea preciso o siquiera conveniente conocerse antes, discrepo... discrepo... El único conocimiento eficaz es el conocimiento post nuptias. Ya me has oído, esposa mía, lo que en lenguaje bíblico significa conocer. Y, créemelo, no hay más conocimiento sustancial y esencial que ése, el conocimiento penetrante...

      —Cállate, hombre, cállate, no desbarres.

      —El conocimiento, Ermelinda,...

      Sonó el timbre de la puerta.

      —¡Ella!—exclamó con misteriosa voz el tío.

      Augusto sintió una oleada de fuego subirle del suelo hasta perderse, pasando por su cabeza, en lo alto, encima de él. Y empezó el corazón a martillarle el pecho.

      Se oyó abrir la puerta, y ruido de unos pasos rápidos e iguales, rítmicos. Y Augusto, sin saber cómo, sintió que la calma volvía a reinar en él.

      —Voy a llamarla—dijo don Fermín haciendo conato de levantarse.

      —¡No, de ningún modo!—exclamó doña Ermelinda, y llamó.

      Y luego a la criada al presentarse:—¡Di a la señorita Eugenia que venga!

      Se siguió un silencio. Los tres, como en complicidad, callaban. Y Augusto se decía: «¿Podré resistirlo? ¿no me pondré rojo como una amapola o blanco cual un lirio cuando sus ojos llenen el hueco de esa puerta? ¿no estallará mi corazón?»

      Oyóse un lijero rumor, como de paloma que arranca en vuelo, un ¡ah! breve y seco, y los ojos de Eugenia, en un rostro todo frescor de vida y sobre un cuerpo que no parecía pesar sobre el suelo, dieron como una nueva y misteriosa luz espiritual a la escena. Y Augusto se sintió tranquilo, enormemente tranquilo, clavado a su asiento y como si fuese una planta nacida en él, como algo vegetal, olvidado de sí, absorto en la misteriosa luz espiritual que de aquellos ojos irradiaba. Y sólo al oir que doña Ermelinda empezaba a decir a su sobrina: «Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez...», volvió en sí y se puso en pie procurando sonreír.

      —Aquí tienes a nuestro amigo don Augusto Pérez, que desea conocerte...

      —¿El del canario?—preguntó Eugenia.

      —Sí, el del canario, señorita—contestó Augusto acercándose a ella y alargándole la mano. Y pensó: «¡Me va a quemar con la suya!»

      Pero no fué así. Una mano blanca y fría, blanca como la nieve y como la nieve fría, tocó su mano. Y sintió Augusto que se derramaba por su ser todo como un fluido de serenidad.

      Sentóse Eugenia.

      —Y este caballero...—empezó la pianista.

      «¡Este caballero... este caballero...—pensó Augusto rapidísimamente—este caballero! ¡Llamarme caballero! ¡Esto es de mal agüero!»

      —Este caballero, hija mía, que ha hecho por una feliz casualidad...

      —Sí, la del canario.

      —¡Son misteriosos los caminos de la Providencia!—sentenció el anarquista.

      —Este caballero, digo—agregó la tía—, que por una feliz casualidad ha hecho conocimiento con nosotros y resulta ser el hijo de una señora a quien conocí algo y respeté mucho; este caballero, puesto que es amigo ya de casa, ha deseado conocerte, Eugenia.

      —¡Y admirarla!—añadió Augusto.

      —¿Admirarme?—exclamó Eugenia.

      —¡Sí, como pianista!

      —¡Ah, vamos!

      —Conozco, señorita, su gran amor al arte...

      —¿Al arte? ¿A cuál, al de la música?

      —¡Claro está!

      —¡Pues le han engañado a usted, don Augusto!

      «¡Don Augusto! ¡Don Augusto!—pensó éste—. ¡Don...! ¡De qué mal agüero es este don! ¡casi tan malo como aquel caballero!» Y luego, en voz alta:

      —¿Es que no le gusta la música?

      —Ni pizca, se lo aseguro.

      «Liduvina tiene razón—pensó Augusto—; ésta después que se case, y si el marido la puede mantener, no vuelve a teclear un piano.» Y luego, en voz alta:

      —Como es voz pública que es usted una excelente profesora...

      —Procuro cumplir lo mejor posible con mi deber profesional, y ya que tengo que ganarme la vida...

      —Eso de tener que ganarte la vida...—empezó a decir don Fermín.

      —Bueno, basta—interrumpió la tía—; ya el señor don Augusto está informado de todo...

      —¿De todo? ¿De qué?—preguntó con aspereza y con un lijerísimo ademán de ir a levantarse Eugenia.

      —Sí, de lo de la hipoteca...

      —¿Cómo?—exclamó la sobrina poniéndose en pie—. Pero ¿qué es esto, qué significa todo esto, a qué viene esta visita?

      —Ya te he dicho, sobrina, que este señor deseaba conocerte... Y no te alteres así...

      —Pero es que hay cosas...

      —Dispense a su señora tía, señorita—suplicó también Augusto poniéndose a su vez en pie, y lo mismo hicieron los tíos—; pero no ha sido otra cosa... Y en cuanto a eso de la hipoteca y a su abnegación de usted y amor al trabajo, yo nada he hecho para arrancar de su señora tía tan interesantes noticias; yo...

      —Sí, usted se ha limitado a traer el canario unos días después de haberme dirigido una carta...

      —En efecto, no lo niego.

      —Pues bien, caballero, la contestación a esa carta se la daré cuando mejor me plazca y sin que nadie me cohiba a ello. Y ahora vale más que me retire.

      —¡Bien, muy bien!—exclamó don Fermín—. ¡Esto es entereza y libertad! ¡Esta es la mujer del porvenir! ¡Mujeres así hay que ganarlas a puño, amigo Pérez, a puño!

      —¡Señorita...!—suplicó Augusto acercándose a ella.

      —Tiene usted razón—dijo Eugenia, y le dio para despedida la mano, tan blanca y tan fría como antes y como la nieve.

      Al dar la espalda para salir y desaparecer así los ojos aquéllos, fuentes de misteriosa luz espiritual, sintió Augusto que la ola de fuego le recorría el cuerpo, el corazón le martillaba el pecho y parecía querer estallarle la cabeza.

      —¿Se siente usted malo?—le preguntó don Fermín.

      —¡Qué chiquilla, Dios mío, qué chiquilla!—exclamaba doña Ermelinda.

      —¡Admirable! ¡majestuosa! ¡heroica! ¡una mujer! ¡toda una mujer!—decía Augusto.

      —Así creo yo—añadió el tío.

      —Perdone, señor don Augusto—repetíale la tía—, perdone; esta chiquilla es un pequeño