Robert D. Kaplan

Rumbo a Tartaria


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tren no había donde comprar comida o agua, pero un viajero me regaló varios huevos duros. Al final del día, el tren penetró en un empinado y tortuoso cañón y el paisaje montañoso ganó en magnificencia. Una hora más tarde, cuando el convoy llegó a una fría altiplanicie, divisé en el horizonte Sofía, capital de Bulgaria.

      La estación de Sofía era un producto de la década de 1970, exponente tardío del gigantismo de la era Zhivkov: a medida que el comunista Todor Zhivkov, amo de Bulgaria, se hacía más engreído e inseguro, la arquitectura de la ciudad fue adquiriendo una escala cada vez más inhumana. El gélido vestíbulo de la estación tenía una longitud aproximada de un campo y medio de fútbol; construido con tosca piedra gris y hormigón de un pardo sucio, estaba dominado por una escultura de hormigón adosada a una pared y compuesta por engranajes y poleas industriales. Unos diminutos puestos donde se vendían víveres y un puñado de bancos de madera desvencijados, únicos sitios donde la gente se podía sentar, contribuían a que el vestíbulo pareciera más grande. En un descampado, detrás de la estación, había un poblado de jóvenes sin hogar y gitanos empobrecidos. El paisaje de la zona de la estación demostraba que la tiranía genera un vacío social.

      Como en Rumania, en Bulgaria encontré campos desolados en torno a la capital, una ciudad pujante en la que los edificios en construcción, los atascos de circulación, las tiendas y los restaurantes nuevos, junto con las calles llenas de mendigos y hombres y mujeres elegantemente vestidos, habían erradicado el fantasma del comunismo. Desde la habitación de mi hotel se veía una estatua del zar Alejandro II, «el zar libertador», cuya declaración de guerra a la Turquía otomana, en abril de 1877, terminó en marzo de 1878 con el tratado de San Stefano, que reconocía a Bulgaria como estado independiente que incorporaba una buena parte de Macedonia y Tracia. La víspera de mi llegada, 3 de marzo de 1998, se había celebrado el ciento veinte aniversario del tratado. La estatua estaba cubierta de guirnaldas. Observé que en las calles hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ya fueran bien trajeados o vestidos con ropa informal e incluso de baratillo, lucían en sus chaquetas y jerséis cordones rojos y blancos. Eran martinitsas, un derivado de la palabra búlgara que designa el mes de marzo. En marzo de 680, el kan Asparuh, fundador del primer reino búlgaro, estaba perdiendo una batalla contra el emperador bizantino Constantino IV y se le ocurrió enviar a su madre, como prueba de que seguía vivo, una paloma con un hilo blanco atado a la pata. Como el hilo estaba muy apretado, la paloma sangró ligeramente y con ello aportó su tributo, en blanco y rojo, a lo que después sería la victoria del kan Asparuh. Los búlgaros llevan martinitsas durante todo el mes, o hasta que la primera cigüeña llega del sur. Para los incrédulos, las martinistsas son también un símbolo de la regeneración primaveral, en la que el blanco significa la pureza y el rojo la fertilidad.

      Así, en medio de una transición económica global susceptible de llevar a la erosión gradual de los estados-nación y de las características nacionales, aquí, como en Rumania, encontré otro viejo pueblo poco conocido fuera de sus fronteras, pero unido por una experiencia histórica común y la pertenencia a una misma y única etnia, pues los búlgaros del kan Asparuh eran un pueblo altaico del norte del Cáucaso que, después de llegar a los Balcanes, se unieron con los eslavos mediante matrimonios. Las martinitsas recordaban esta herencia precristiana, preeslava, como la recordaban muchas de las caras atezadas y angulosas de la gente de la calle, que me evocaron los bajorrelieves de guerreros tracios, otro pueblo balcánico que había enriquecido la sangre búlgara.

      Como los búlgaros y los rumanos no olvidaban su historia respectiva ni su mutua enemistad —Bulgaria había perdido a manos de Rumania la Dobrudja meridional después de la segunda guerra balcánica de 1913, pero la recuperó en 1940 gracias a la presión nazi—, ambos lados mostraban poco interés por los asuntos del vecino, a pesar de que compartían la misma suerte mientras esperaban la segunda fase de la ampliación de la OTAN. En mi última noche en Bucarest, unos amigos rumanos me habían preguntado, durante la cena, por qué me molestaba en visitar Bulgaria. Ninguno de ellos había estado allí. «Volverás a Rumania al cabo de unos días», me advirtió uno. En Sofía encontré la misma actitud. Pocas personas tenían curiosidad, aunque fuera mínima, por los asuntos de Rumania. Excepto para los contrabandistas y los gitanos, el Danubio bien podría ser el límite del mundo conocido.

      En vez de mirarse el uno al otro, a finales del siglo XX (al igual que al principio) cada grupo nacional de los Balcanes miraba a las grandes potencias en busca de consuelo. (Sondeos realizados por el Centro para el Estudio de la Democracia, con sede en Sofía, y la Organización Lambrakis, de Atenas, bajo los auspicios de la Comisión de Helsinki, pusieron de manifiesto que, entre los albaneses, el 86 por ciento odiaba a los serbios, el 59 por ciento odiaba a los griegos, el 58 por ciento odiaba a los macedonios y el 47 por ciento odiaba a los búlgaros; entre los búlgaros, el 23 por ciento odiaba a los turcos y el 51 por ciento odiaba a los gitanos; entre los griegos, el 38 por ciento odiaba a todos los eslavos, el 55 por ciento odiaba a los gitanos, el 62 por ciento odiaba a los musulmanes y el 75 por ciento odiaba a los albaneses.)[35]

      —El pueblo búlgaro pide desesperadamente el ingreso en la OTAN —me dijo Solomon Passy, presidente del Club Atlántico de Sofía—. Si Rumania y Eslovenia son admitidas y nosotros no, habrá un segundo Yalta. Todos los mecanismos intermedios están agotados. No estamos satisfechos con la Asociación por la Paz.[36] Otro grupo sucedáneo como ése no funcionará. Nuestra única alternativa será el suicidio nacional. Rumania no fue la única nación que quería ayudaros. Nosotros también ofrecimos corredores aéreos a Estados Unidos para bombardear Irak [y Serbia], donde sabemos que hacía falta una acción militar contundente.

      Las reflexiones de Passy constituían una leve exageración de lo que yo con frecuencia oiría en Sofía. Para Bulgaria, una pequeña nación que en otro tiempo fue mucho más extensa —todos sus vecinos se habían apropiado de territorios suyos en un momento u otro—, Estados Unidos había asumido el papel de la antigua Unión Soviética en el firmamento geopolítico: el gran oso que la protegía de los lobos que la tenían asediada. Aunque en la época de mi visita el gobierno democrático de Bulgaria estaba siendo mucho más eficaz que el de Rumania, cosa que impresionaba incluso al Fondo Monetario Internacional, los búlgaros se sentían mucho más vulnerables que los rumanos. Por diversas razones.

      Como había visto en la estación, la anarquía social estaba a la vuelta de la esquina. En este país agrario, donde la ocupación otomana había sido más severa y prolongada que en Grecia o Serbia, la burguesía búlgara había sido, a lo largo de la historia, menos consistente que la rumana. Rodeada de naciones de rito ortodoxo y religión musulmana (Turquía), todas ellas incorporadas con mucho retraso al desarrollo moderno, Bulgaria carece de esa ventana abierta a la Europa central de la Ilustración que Hungría ha ofrecido siempre a Rumania, a pesar de que a los rumanos no les haya hecho ninguna gracia. Situada en el extremo suroriental de Europa y limitando con Asia Menor, Bulgaria ha sido desestabilizada repetidas veces por migraciones e invasiones. De sus 8,8 millones de habitantes, un total de 600 000 son gitanos, o roma, como los llaman aquí.[37]

      Los gitanos, pobres y vejados, constituían una muestra de la anarquía que los búlgaros temían si sus nuevas y avanzadas instituciones democráticas daban un traspié. El 85 por ciento de los gitanos búlgaros no trabaja. En la comunidad gitana hay un alto índice de delincuencia. Alto es asimismo el índice de natalidad, con cuatro o cinco hijos por familia. De los gitanos se dice que son «una bomba de relojería». Sólo el 60 por ciento de los niños gitanos están escolarizados. El resto no aprende búlgaro. «Con Zhivkov, los roma tenían empleos que les proporcionaba el partido y esto les ayudaba a mezclarse con los búlgaros. Ahora están aislados», me dijo un funcionario. En Budapest, Rudolf Fischer había descrito a los gitanos como «un problema social» que distaba de ser un caso más de intolerancia étnica (que, evidentemente, también se da). Antonina Zhelyazkova, presidenta del Instituto para Estudios de las Minorías de Sofía me dijo que «todos los búlgaros aspiran a acceder a la clase media, pero los roma no, y ésa es la raíz del odio que se les tiene».

      —Nuestra gran preocupación es, una vez más, que en Occidente nadie nos preste atención y quedemos olvidados en el extremo lejano de los Balcanes —me dijo Atanas Paparizov, antiguo ministro de Comercio.

      Lo bastante pequeña para hacerse invisible —y