Robert D. Kaplan

Rumbo a Tartaria


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en el compartimento. El tren empezó a moverse; yo tenía la cara pegada a la ventanilla. Una tubería elevada de agua caliente atrajo mi mirada. Donde terminaba el metal nuevo y brillante de la tubería, así como el aislamiento de fibra de vidrio, y empezaba el metal oxidado y roñoso —el mismo punto en el que empezaban a aparecer montones de basura y chabolas de plástico ondulado, en el que las carreteras sucias y llenas de baches sustituían a las asfaltadas—, allí empezaba Rumania.

      3.

      LA SIMA QUE SE ENSANCHA

      Aparecieron más chabolas y apareció más basura, fábricas abandonadas rodeadas por muros de cemento y vallas de alambre de espino. El tren se detuvo en Episcopia Bihorului, ya dentro de Rumania. Varios funcionarios ocuparon mi vagón. Vi que uno de ellos se precipitaba hacia el váter y se guardaba el rollo de papel higiénico en su maltrecha cartera de mano. Otro me pidió el pasaporte, lo examinó atentamente y se lo llevó para devolvérmelo, diez minutos después, con un sello de entrada. Un tercero me preguntó cuál era el motivo de mi estancia en Rumania. Le contesté que visitar a unos viejos amigos. Mientras yo cambiaba a un cuarto funcionario ochenta dólares por devaluados billetes rumanos —un fajo de más de dos centímetros de grosor—, un quinto individuo, con abrigo largo y oscuro y sombrero flexible negro, husmeó en mi compartimento y clavó su mirada fija y dura en mí antes de pasar al siguiente.

      La experiencia suponía una mejora respecto a lo que eran los controles de la frontera rumana en la época comunista, cuando a los ciudadanos estadounidenses se les exigía visado y estaba prohibido viajar con una máquina de escribir (sin soborno). En Hungría no me habían sellado el pasaporte, sólo le habían echado un vistazo. Nadie se había molestado en preguntar cuál era el motivo de mi viaje. El trámite no duró minutos sino segundos. En Rumania se estaba produciendo un cambio positivo, pero a ritmo más lento y a partir de una situación más atrasada que en Hungría. Y a menudo la historia se basa más en cambios relativos que en cambios absolutos.

      Cuando, poco después, el tren llegó a Oradea, vi resplandecientes vallas publicitarias, algunas personas con teléfonos móviles, una mujer bien vestida con una costosa cartera de piel y otra con un ordenador portátil, mejoras visibles respecto del sombrío paisaje de Rumania en la década de 1980. Pero aún había más. Cuando el tren continuó hacia el sureste, a través de pendientes valladas y sembradas de abetos, que señalaban el principio de los Cárpatos y de Transilvania, vi grupos de gitanos que lavaban la ropa en las rocas que bordeaban riachuelos de aguas color azul ceniza; campesinos vestidos con zamarras sin mangas que labraban los campos con horcas; mujeres de negro que conducían carretas de madera tiradas por caballos; almiares en forma de cúpula a lo largo de oxidados depósitos de gas metano; gallinas que se apartaban corriendo de la vía del tren por un suelo empapado en grasa; flores silvestres que crecían junto a pilotes de hierro retorcidos y chamuscados; vagones de ferrocarril abandonados junto a complejos industriales ennegrecidos por la herrumbre, asfalto lleno de guijarros; y contaminantes químicos junto a la patética realidad de una agricultura de subsistencia: restos del régimen estalinista del dictador Nicolae Ceauşescu. Ése era un rincón primitivo, trágicamente bello de Europa en el que la cultura residual de la Alta Edad Media había sido barrida por la falsa modernización comunista, con un sufrido campesinado, en las postrimerías del siglo XX, y con iglesias góticas, cementerios y fortificaciones de piedra en lo alto de muchas colinas desde las que se veía serpentear los ríos en anchos valles, ahora desfigurados por los esqueletos de cemento y hierro de fábricas en ruinas.

      A última hora de la tarde llegué a Cluj, en cuya estación divisé unos cuantos taxis en penoso estado de conservación. A uno de los conductores le di la dirección de mi amigo, que vivía en las afueras de la ciudad. Cuando el hombre estaba mirando el plano, la montura de sus viejos lentes se deshizo literalmente. Con un rollo de cinta negra que sacó de la guantera recompuso lentamente el puente de plástico, como sin duda había hecho muchas veces, y me pidió disculpas por las molestias. Por una carrera de quince minutos me cobró 30 000 lei (algo menos de cuatro dólares). Después me enteré de que debería haberme cobrado sólo dos dólares.

      El día me había causado un impacto tremendo, mucho más hondo del que me causó cuando recorrí este mismo camino durante la guerra fría. Debido a las reformas destinadas a favorecer el comercio, que Hungría adoptó en el período comprendido desde finales de la década de 1960 hasta finales de los años ochenta —conocido como comunismo gulasch—, el país siempre había estado mucho más desarrollado que Rumania. Pero ahora el abismo que los separaba parecía permanente. En Hungría, la inversión extranjera en la primera década tras la caída del muro de Berlín alcanzó un total de 18 000 millones de dólares, seis veces más de lo que recibió Rumania, aunque la población rumana —23 millones de personas— es más del doble de la de Hungría. Y la disparidad entre Hungría, un pequeño país de Europa central, y Rumania, el país más extenso y poblado de los Balcanes, estaba aumentando. En 1997, por ejemplo, las empresas estadounidenses invirtieron veinticuatro veces más dinero en Hungría que en Rumania: 6 000 millones de dólares frente a 250 millones.

      Transilvania (Ardeal en rumano, Erdely en húngaro y, de acuerdo con su nombre, «país situado más allá del bosque») es una región multiétnica por la que lucharon durante siglos rumanos y húngaros. En mi primera noche en Cluj escuché la conversación de un grupo de occidentales que habían puesto en marcha pequeñas empresas aquí. Comparaban, desfavorablemente, a sus empleados rumanos con los húngaros. Los rumanos no trabajaban tanto, me dijeron. Los rumanos se mostraban taimados y desconfiados entre ellos, no planificaban con vistas al futuro, sino que se gastaban el dinero en cuanto lo recibían, ya fuera en ropa o en la entrada de un coche. Un occidental me dijo que «aquí puedes esperar durante semanas un permiso para introducir un coche en el país y es posible que tengas que reexportar el tuyo para importarlo con los papeles correctos, a menos que conozcas al funcionario rumano al que hay que sobornar». Naturalmente, estas generalizaciones las hacían personas que vivían y arriesgaban su dinero en Rumania. Aun así, para mí la tarde rezumaba optimismo: al informar de Rumania durante la era comunista, cuando Cluj estaba virtualmente fuera del alcance de los extranjeros a causa de la campaña gubernamental de represión contra las personas de etnia húngara que vivían en la zona, nunca pude imaginar, ni remotamente, que un día habría aquí empresarios occidentales deseosos de hacer negocio.

      A la mañana siguiente fui andando al despacho del alcalde y renové mi relación amorosa con Cluj. Ésta era la Mitteleuropa que uno asociaba con el lugar de nacimiento de la modernidad, con Freud y Kafka, con Kokoschka y Klimt: una Praga en miniatura con empinados tejados de dos aguas, cúpulas macizas, calles empedradas y patios barrocos en tonos que iban del ocre al rosa y cuyos colores aún resaltaban más en medio de las paredes descarnadas y la ruina general. Vi algunas antenas parabólicas, boutiques nuevas y guardas de seguridad privados, pero no cajeros automáticos ni muchas cosas más. Los hoteles habían continuado deteriorándose desde que estuve por última vez aquí, en 1990, y no se habían construido otros nuevos. Cluj era la capital histórica de Transilvania. Aunque tenía 318 000 habitantes frente a los 200 000 de Debrecen, comparada con ésta era una ciudad económicamente atrasada.

      Pero había un importante signo de renovación: las personas. El comunismo, al prohibir la expresión de la propia personalidad y primar la multitud y la masa, había fortalecido sin saberlo los estereotipos nacionales que pretendía erradicar; había transformado los rostros de los transeúntes de las calles rumanas en iconos bizantinos cuya expresión reflejaba locura y sufrimiento. Pero ahora la población rumana es menos arquetípica. Observé la presencia de pretendidos hippies de pelo largo y tejanos raídos, clientes de bar en trajes negros de última moda y un cigarrillo entre los dedos, nuevos ricos y arribistas, entusiastas del deporte, etc., que, al elegir las imágenes de sí mismos, por más que a mí me parecieran poco originales, estaban empezando a contradecir los estereotipos nacionales. Las mujeres, con su innato sentido de la moda, parecían ir muy por delante de los hombres. Tal vez los rumanos gastaban irresponsablemente el dinero en ropa, pero, después de vivir durante décadas bajo el régimen comunista más represivo de Europa oriental, el acto de cambiar de atuendo y de peinado parecía un modo rápido y fácil de celebrar su libertad. El narcisismo puede ser repugnante en las