Angy Skay

Matar a la Reina


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Cuando entraste, la camarera dejó una bolsita con cocaína encima de la mesa y todo lo necesario para meteros una buena raya. Podrías echarle en cara muchas cosas y, aun así, no tendría los medios suficientes para rebatirte.

      —Bien —añadí triunfal.

      Mientras pensaba en el momento en el que me llamaría, que no tardaría en hacerlo, escuché atentamente cómo Eli me contaba lo desubicado que estuvo el inspector cuando despertó en el sillón de terciopelo y se dio cuenta de lo que había pasado. Había sido tan imbécil que cayó en la trampa de la Reina sin darse cuenta.

      —Ahora saldré para Huelva, voy a visitar a mi abuela. El domingo estaré de vuelta por la noche y el lunes nos iremos. ¿No vemos aquí? —le pregunté a Ryan.

      Asintió.

      Sin tiempo que perder, salí de mi despacho en dirección a mi apartamento. Tenía que recoger la maleta y marcharme cuanto antes, o no me daría tiempo a estar con la persona más importante de mi vida. Antes de salir, me encargué de llamar a Jan para ponerlo al corriente de todos los acontecimientos; claro que él ya estaba puesto al día de algunos. Le pedí que nos viésemos en su despacho en media hora. Dejaríamos firmados los documentos necesarios antes de mi partida a Atenas. Si algo salía mal, quería tenerlo todo bien atado.

      Antes del mediodía me encontraba atravesando el umbral de la puerta de la casa de mi abuela mientras ella me llenaba de tiernos besos y diversas collejas, como solía hacer cada vez que tardaba más de la cuenta en visitarla.

      —¡Un año! —me gritó enfadada.

      —Casi —la corregí.

      —¡Da igual! ¡Casi un año sin ver a tu abuela! ¡Sinvergüenza!

      Me reí por su tono. Cómo la echaba de menos. Mientras preparábamos la comida, nos pusimos al día sobre todo lo que había evolucionado el negocio, sobre Eli, a la que apreciaba bastante, y también hablamos de temas triviales y de los últimos achaques que tenía.

      —Pero no te pienses que esto va a matarme, que no. Ya te digo yo que bicho malo…

      —Nunca muere —terminé por ella.

      Siempre tenía un refrán en mente para todo. Y era algo que me encantaba.

      Nos permitimos salir de compras, andar por Huelva y visitar los pequeños pueblos de los alrededores con el coche que había alquilado. Un rato más tarde, cuando ya entraba la noche, mi abuela se excusó diciendo que tenía que recoger la lavadora, pero, en realidad, lo que le pasaba era que ya no podía caminar más. Así que, después de cenar, la dejé y terminé de hacer algunas compras para la casa en los locales que aún seguían abiertos a tales horas en el paseo marítimo. Pequeños detalles que la alegrarían, como una cafetera nueva, un tostador y un juego de sartenes del que se enamoró según pasábamos por la tienda y que no me permitió comprarle, según ella, porque la consentía mucho.

      Al llegar a casa, vi un vehículo que me era tremendamente familiar. Me percaté de que la puerta estaba entornada, lo que me asustó. ¿Le habría pasado algo? Como un torbellino, llegué hasta el salón, y al ver a Jack sentado con ella en la mesa grande, casi me dio un infarto.

      —¿Qué haces tú aquí? —le pregunté asombrada.

      Giró su rostro para contemplarme con una sonrisa risueña. A saber qué estaría contándole Lola Bravo de su nieta, ya que tenía un álbum de fotos sobre la mesa abierto de par en par. Y, precisamente, las que salían no eran de hacía pocos años.

      —No me habías hablado de este hombre tan majo.

      Ignoré el comentario de mi abuela, centrándome en el hombre que me devoraba con los ojos.

      —¿Cómo sabes dónde vive mi abuela?

      —Perdona. —Se levantó—. Fui a verte a tu estudio —mi abuela me observó; le lancé una mirada y le supliqué al cielo que no le hubiese dicho nada—, pero allí no había nadie. Y, casualmente, vi que Eli cruzaba la calle. Se ve que iba a buscarte.

      —¿Ella te ha dado la dirección?

      Asintió. Yo no terminaba de creérmelo.

      —Me dijo que… —Se lo pensó—. Bueno, da igual. Me dijo que estarías aquí hasta el domingo. Mi vuelo sale el lunes también, y no quería marcharme sin despedirme de ti.

      Me quedé muda. No llegaba a entender por qué motivo Eli le había dado la dirección de la casa de mi abuela, cuando sabía que esas cosas estaban totalmente prohibidas. Si por casualidad alguien lo había seguido o visto, sabrían dónde estaría el paradero de la única familia que me quedaba.

      —No te enfades con ella. No lo ha hecho con mala intención.

      Intenté cambiar el rictus que mostraba mi rostro, pero me fue imposible.

      —Esto… Yo… —Negué—. Disculpa un momento. Abuela, ¿puedes venir a la cocina?

      Se levantó y me siguió hasta la estancia. Cerré la puerta lo justo para que Jack no nos oyera, pero él intuyó que necesitaba un momento de intimidad y salió al exterior de la casa.

      —¡¿Qué le has contado?! —susurré con desespero.

      —Nada —me contestó tan pancha.

      —¡¡Abuela!!

      —¿Te piensas que soy tan idiota como para explicarle tu vida? —Con disgusto, alzó una ceja—. Sabe más el diablo por viejo que por diablo, niña. —Suspiré y me relajé lo suficiente, hasta que escuché su siguiente comentario—: Es muy guapo. —Sonrió con una mueca que no me gustó nada.

      —¡Abuela, por Dios, que le sacas más de cuarenta años!

      —Si yo estuviera en mis tiempos mozos…, no le dejaba ni los huesos. —Puse los ojos en blanco—. Anda, tira, vete y da una vuelta con él, o…

      —¡Lola Bravo, vale ya!

      La apunté con mi dedo índice, pero ella me dio un manotazo para que apartara la mano.

      —No me señales, que te quedas sin dedo. A las personas mayores hay que respetarlas, no lo olvides.

      Bufé. Ella y sus regañinas.

      —¿De verdad que no te importa?

      Sus ojos mostraron sorpresa.

      —Ha venido desde Barcelona en coche solo para verte, para despedirse. Bueno, y me imagino que para algo más. —La miré con mala cara. Hizo una mueca para quitarle importancia—. Conmigo no tienes que hacerte la modosita, que sé muy bien de qué pie cojeas.

      Le di un abrazo de los que eran capaces de partirte los huesos y metí la cabeza en su cuello para impregnarme de su aroma.

      —Ve, mi niña. Está esperándote.

      —Te quiero, abuela.

      —Más te quiero yo, cariño. No olvides que mañana hacemos las croquetas para que te las lleves congeladas, así que, si se queda, le pongo el mandil.

      Tuve que soltar una carcajada por sus palabras, pero sabía que estaba diciéndolo completamente en serio; y, obviamente, yo no pensaba marcharme de allí sin mis croquetas. Le di un beso de buenas noches y me dirigí al exterior, donde vi salir de su boca una gran nube de humo blanco.

      —No sabía que fumabas.

      —Creo que no sabes nada sobre mí —me contestó en tono de broma, pero era cierto.

      —¿Adónde quieres ir? —le pregunté, apoyándome a su lado.

      Su proximidad me erizó el vello. En ese mismo momento, noté que él se revolvía también. Tiró el cigarrillo casi entero a un lado de la carretera y me instó a entrar en el coche. Con el corazón galopándome en el cuerpo sin saber por qué, me senté en el asiento del copiloto.

      —¿Vamos