bajo esa camisa de lino blanco que hacía que se marcaran todos y cada uno de sus músculos, y sentí que se me resecaba la garganta ante su escrutadora mirada.
—¿Y a ti qué cojones te importa? —lo encaré con despotismo.
Sonrió de medio lado, y esa perfilada línea que se curvó en sus labios me hizo sentir un pinchazo en mi bajo vientre. Me obligué a olvidarme del aspecto de aquel hombre, de su tono de voz y de todo lo que tuviera relación con él. Yo solo quería beberme mi copa en soledad, como estaba acostumbrada a hacer, y marcharme de allí. Sin embargo, de nuevo, aquel varonil tono salió de su garganta:
—¿Dónde tienes la banda?
Volví mis ojos hacia él y arrugué el entrecejo más de la cuenta.
—¿Qué banda? —le pregunté, siendo más borde de lo normal.
—La de miss Antipática.
Alcé una ceja sin poder creerme lo que aquel desconocido me había llamado.
—¿Y dónde te has dejado la tuya? —lo reté.
Sonrió con picardía y apoyó su brazo izquierdo en la pierna que tenía justo debajo, gesto que se me antojó más chulesco todavía.
—¿La mía? —Se señaló. Pude apreciar su sonrisa un poco más.
Antes de poder seguir perdiéndome en sus encantos, que destacaban sobre todo lo demás, ataqué tajante:
—Sí, la de míster Subnormal.
Vi cómo reía por mi comentario, lo que consiguió enfurecerme. Dejé un billete encima de la barra mientras lo fulminaba con la mirada, cogí mi pequeño bolso de mano y me ajusté el vestido para salir de allí. No estaba dispuesta a aguantar a un estúpido como aquel.
—Te invito a una copa —añadió en cuanto me giré.
—¡Que te den, imbécil! —Y con las mismas, les ordené a mis pies que caminaran en dirección a la salida.
Antes de llegar a la puerta, noté una mano ciñéndose a mi muñeca. Al girar mi rostro, me lo encontré frente a mí. Su perfume recorrió mis fosas nasales de tal manera que creí marearme, y al mirarlo, me di cuenta de que era más alto de lo que creía.
—Si no quieres una copa, te invito a bailar.
Alcé una ceja, con un cabreo monumental. ¿Quién cojones invitaba a alguien a bailar en el siglo veintiuno? ¡Y menos sin conocerse!
—O me sueltas —lo amenacé—, o te parto la muñeca ahora mismo.
Su carcajada resonó en toda la sala, provocando que varios curiosos nos observaran. Intenté zafarme de su agarre, pero comprobé que me era imposible.
—Me has insultado dos veces. Creo que merezco una disculpa.
Abrí los ojos de par en par ante su comentario y resoplé cuando comenzó a sacarme de mis casillas.
—Tú me has llamado antipática —le reproché, y realmente no sabía por qué lo hacía.
—Es que lo eres —aseguró convencido.
—¡No soy antipática!
—Ah, ¿no? Entonces, ¿cómo se le llama a eso?
Se puso la mano que le quedaba libre en la barbilla y sonrió. Estaba divirtiéndose.
—Se le llama simpatía selectiva. Y, ahora, déjame tranquila.
Apretó mi cintura contra su cuerpo sin que pudiera evitarlo y a trompicones me llevó hasta la zona donde estaban bailando unas cuantas parejas más. La canción que sonaba era lenta. Amplió su sonrisa.
—¿Sabes bailar? —ronroneó con picardía.
—No voy a bailar contigo —le contesté ceñuda.
No hizo caso de mi comentario y comenzó a pegar su cuerpo al mío. Intenté quedarme quieta antes de darle un rodillazo en las pelotas, el cual nunca llegó, ya que cuando vio mis intenciones, metió una de sus piernas entre las mías para conducirme en el baile pausado y sensual.
—Un baile por una disculpa y te dejo marcharte —añadió.
Resoplé, y por un momento pensé que tampoco sería tan grave. Después de ese primer baile se sucedieron muchos más, hasta que prácticamente cerramos aquel bar.
Contemplé a Vanessa, que me observaba atónita. Creí que suspiraría en cualquier momento. Y lo hizo, claro que lo hizo.
—¿Y después?
Alcé los ojos al cielo. Me desesperaba.
—Y después, nada. Al terminar de bailar todo el repertorio que sonaba, se fue.
Y era verdad. Se marchó sin más. Sin un «Nos vemos pronto» o un simple adiós. Sus últimas palabras antes de desaparecer por la puerta envejecida de madera fueron: «Gracias por esta noche».
—Creo que ya es la hora —le indiqué al verla empanada, observándome—. Hablamos la semana que viene. —Me levanté.
Ella siguió mis pasos hasta la puerta. Antes de salir, escuché que me decía:
—Si me necesitas, llámame.
Asentí y salí sin mirar atrás. Tenía que llegar al club en menos de una hora, y esperaba que eso fuera posible.
Cuarenta y cinco minutos después, aparqué en la puerta del club que regentaba desde hacía ocho años, el mismo que había tomado una fama y un prestigio considerable y, por supuesto, al alcance de poca gente. Abrí la puerta de hierro trasera y entré cerrando con llave. Vi que Eli, mi secretaria y amiga, estaba en la barra con unos cuantos papeles, los cuales supuse que eran algunas facturas para entregárselas a la administradora.
—Hola —la saludé mientras dejaba el bolso en la barra.
Me hizo un gesto con la cabeza y, seguidamente, lanzó un periódico encima del cristal. Estiré mi mano para cogerlo, y lo que vi en primera plana me impactó.
Manel Llobet asesinado en su casa esta madrugada.
La miré con cara de circunstancia, sin poder creerme lo que estaba leyendo.
—Ha salido en todas las noticias, periódicos, radios, etcétera. Su mujer y sus hijos están bien, pero a él… lo han matado en la misma cama en la que dormía.
—No puedo creérmelo…
Me senté de golpe en uno de los taburetes de cuero blanco que teníamos tras la barra.
—Se ve que ha sido un ajuste de cuentas. Ya sabes que Manel tenía muchos enemigos alrededor, y…
—¿Y qué? —le pregunté cuando dejó sus palabras en el aire.
—Esta mañana antes de cerrar ha estado aquí el inspector Barranco. Por lo visto, quiere hacerte algunas preguntas. Es de Narcóticos, y está buenísimo.
Lo primero no me hizo tanta gracia, porque estaba claro que en mi club se consumía droga a patadas, y más cuando lo pedían los clientes. Y lo segundo, bueno, podría ser una buena baza a mi favor si tenía que camelarme al tal Barranco.
—¿Qué te ha dicho?
—Es nuevo. Ya sabes que antes no estaba él. Me ha dicho que te pases esta mañana por la comisaría. Quieren hacerte unas cuantas preguntas. Esta es su tarjeta.
Me la tendió. En ese momento, me levanté para dirigirme a ver al interesado.
3
Visita inesperada
Un rato después, abrí las puertas de entrada a la comisaría que ponía en la tarjeta que Eli me había entregado. Con paso firme, me acerqué al primer policía que vi y esperé paciente a que soltara el maldito teléfono que tenía en las manos. Se levantó