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Benito Pérez Galdós
Torquemada en la cruz
Publicado por Good Press, 2019
EAN 4057664128706
Índice
PRIMERA PARTE
I
Pues señor..., fué el 15 de Mayo, día grande de Madrid (sobre este punto no hay desavenencia en las historias), del año... (esto sí que no lo sé: averígüelo quienquiera averiguarlo), cuando ocurrió aquella irreparable desgracia, que, por más señas, anunciaron cometas, ciclones y terremotos, la muerte de doña Lupe la de los Pavos, de dulce memoria.
Y consta la fecha del tristísimo suceso, porque D. Francisco Torquemada, que pasó casi todo aquel día en la casa de su amiga y compinche, calle de Toledo, número... (tampoco sé el número, ni creo que importe), cuenta que, habiendo cogido la enferma, al declinar la tarde, un sueñecico reparador que parecía síntoma feliz del término de la crisis nerviosa, salió él al balcón por tomar un poco el aire y descansar de la fatigosa guardia que montaba desde las diez de la mañana, y allí se estuvo cerca de media hora contemplando el sin fin de coches que volvían de la Pradera, con estruendo de mil demonios, los atascos, remolinos y encontronazos de la muchedumbre, que no cabía por las dos aceras arriba, los incidentes propios del mal humor de un regreso de feria, con todo el vino y el cansancio del día convertidos en fluido de escándalo. Entreteníase oyendo los dichos germanescos que, como efervescencia de un líquido bien batido, burbujeaban sobre el tumulto, revolviéndose con doscientos mil pitidos de pitos del Santo, cuando...
—Señor—le dijo la fámula de doña Lupe, dándole tan tremendo palmetazo en el omoplato, que el hombre creyó que se le caía encima el balcón del piso segundo;—señor, venga, venga acá... Otra vez el accidente. De ésta me parece que se nos va.
Corrió á la alcoba D. Francisco, y en efecto, á doña Lupe le había dado la pataleta. Entre el amigo y la criada no la podían sujetar; trincaba la buena señora los dientes; en sus labios hervía una salivilla espumosa, y sus ojos se habían vuelto para dentro, como si quisieran cerciorarse por sí mismos de que ya las ideas volaban dispersas por esos mundos. No se sabe el tiempo que duraron aquellas fieras convulsiones. Pareciéronle á D. Francisco interminables, y que se acababa el día de San Isidro y le seguía una larguísima noche sin que doña Lupe entrase en caja. Mas no habían sonado las nueve cuando la buena señora se serenó, quedándose como lela. Diéronle de un brebaje, cuya composición farmacológica no consta en autos, como tampoco el nombre de la enfermedad; se mandó recado al médico, y hallándose la enferma en completa quietud de miembros, precursora de la del sepulcro, con toda la vida que le restaba asomándose á los ojos, otra vez vivos y habladores, comprendió Torquemada que su amiga quería hablarle y no podía. Ligera contracción de los músculos de la cara indicaba el esfuerzo para romper el lúgubre silencio. La lengua al fin, pellizcada por la voluntad, se despegó, y allá fueron algunas frases, que sólo D. Francisco, con su sutil oído y su conocimiento de cuanto pudiera pensar y decir la de los Pavos, podía entender.
—Sosiéguese ahora...—le dijo.—Tiempo tenemos de hablar todo lo que nos dé la gana sobre esa incumbencia.
—Prométame hacer lo que le dije, D. Francisco—murmuró la enferma