la hora que le pareció conveniente, encaminóse el hombre á la Costanilla. La casa no tenía pérdida en calle tan pequeña, y con las señas mortales de la tahona. Vió D. Francisco arrimados á una puerta dos ó tres hombres enharinados, y más arriba una tienda de antigüedades, que más bien debiera llamarse prendería. Allí era, segundo piso. Al mirar el rótulo de la tienda, lanzó una exclamación de gozo: «Pues si á este prendero le conozco yo. Si es Melchor, el que antes estaba en el 5 duplicado de la calle de San Vicente.» Excuso decir que le entraron ganas de echar un párrafo con su amigo antes de subir á la visita. No tardó el prendero en darle referencias de las señoras del Águila, pintándolas como lo más decente que él se había echado á la cara desde que andaba en aquel comercio. Pobres, eso sí, como las ratas; pero si nadie en pobreza les ganaba, en dignidad tampoco, ni en resignación para llevar la cruz de su miseria. ¡Y qué educación fina, qué manera de tratar á la gente, qué meterse por los ojos y ganarse el corazón de cuantos les hablaban!... Con estas noticias sintió el avaro que se le disipaba el susto, y subió corriendo. La misma doña Cruz le abrió la puerta, y aunque estaba de trapillo (sin perjuicio de la decencia, eso sí), á él se le antojó tan elegante como el día anterior la vió, de tiros largos.
—Sr. D. Francisco—dijo la dama con más alegría que sorpresa, pues sin duda esperaba la visita...—Pase, pase...
Las primeras palabras del visitante fueron torpes: «¡Cómo había de faltar...! ¿Y qué tal? ¿Toda la familia buena?... Gracias... Es comodidad.» Y se metió por donde no debía, teniendo ella que decirle: «No, no; por aquí.»
Su azoramiento no le impidió observar muchas cosas desde los primeros instantes, cuando Cruz del Águila le llevaba, por el pasillo de tres recodos, á la salita. Fijóse en la hermosa cabeza, bien envuelta en un pañuelo de color, de modo que no se veía ni poco ni mucho la cabellera blanca. Observó también que vestía bata de lana antiquísima, pero sin manchas ni jirones, con una toquilla blanca cruzándole el pecho, todo muy pulcro, revelando el uso continuo y esmerado de aquellas personas que saben eternizar las prendas de ropa. Lo más extraño era que tenía guantes viejos y con los dedos tiznados.
—Dispénseme—dijo con graciosa modestia;—estaba limpiando los metales.
—¡Ah!..., ¡perfectamente!...
—Porque ha de saber usted, si ya no lo sabía, que no tenemos criada, y nosotras lo hacemos todo. No, no vaya á creer que me quejo por esta nueva privación, una de las muchas que nos ha traído nuestro adverso destino. Hemos convenido en que las criadas son una calamidad, y cuando una se acostumbra á servirse á sí misma, lleva tres ventajas: primera, que no hay que lidiar con fantasmonas; segunda, que todo se hace mucho mejor y á nuestro gusto; tercera, que se pasa el día sin sentirlo, con ejercicio saludable.
—Higiénico—dijo Torquemada, gozoso de poder soltar una palabra bonita que tan bien encajaba. Y el acierto le animó de tal modo, que ya era otro hombre.
—Con permiso de usted—indicó Cruz,—seguiré. No estamos en situación de gastar muchos cumplidos, y como usted es de confianza...
—¡Oh!, sí, de toda confianza. Tráteme la señora mismamente como á un chiquillo... Y si quiere que le ayude...
—¡Quiá! Eso sería ya faltar al respeto, y... De ninguna manera.
Con la cajita de los polvos en la mano izquierda y un ante en la derecha, ambas manos enguantadas, se puso á dar restregones en la perilla de cobre de una de las puertas, y al punto la dejó tan resplandeciente que de oro fino parecía.
—Ahora saldrá mi hermana, á quien usted no conoce. (Suspirando fuerte.) Es triste decirlo; pero... está en la cocina. Tenemos que ir alternando en todos los trabajos de casa. Cuando yo declaro la guerra al polvo ó limpio los metales, ella friega la loza ó pone el puchero. Otras veces guiso yo y ella barre, ó lava ó compone la ropa. Afortunadamente tenemos salud; el trabajo no envilece; el trabajo consuela y acompaña, y además fortifica la dignidad. Hemos nacido en una gran posición: ahora somos pobres. Dios nos ha sometido á esta prueba tremenda... ¡Ay, qué prueba, Sr. D. Francisco! Nadie sabe lo que hemos sufrido, las humillaciones, las amarguras... Más vale no hablar. Pero el Señor nos ha mandado al fin una medicina maravillosa, un específico que hace milagros..., la santa conformidad. Véanos usted hoy ocupadas las dos en estos trajines, que en otro tiempo nos habrían parecido indecorosos; vivimos en paz, con una especie de tristeza plácida que casi casi se nos va pareciendo á la alegría. Hemos aprendido, con las duras lecciones de la realidad, á despreciar todas las vanidades del mundo, y poquito á poco hemos llegado á creer hermosa esta honrada miseria en que vivimos, á mirarla como una bendición de Dios...
En su pobrísimo repertorio de ideas y expresiones, no halló el bárbaro nada que pudiera ser sacado dignamente ante aquel decir elegante y suelto, sin afectación. No supo más que admirar y gruñir asintiendo, que es el gruñido más fácil.
—También conocerá usted á mi hermano, el pobrecito ciego.
—¿De nacimiento?
—No, señor. Perdió la vista seis años ha. ¡Ay, qué dolor! Un muchacho tan bueno, llamado á ser..., ¡qué sé yo, lo que hubiera querido!... ¡Ciego á los veintitantos años! Su enfermedad coincidió con la pérdida de nuestra fortuna... para que nos llegara más al alma. Créalo usted, D. Francisco, la ceguera de mi hermano, de ese ángel, de ese mártir, es un infortunio al cual mi hermana y yo no hemos podido resignarnos todavía. Dios nos lo perdone. Claro que de arriba nos ha venido el golpe; pero no lo admito, no bajo la cabeza, no, señor...; la levanto..., aunque á usted le parezca mal mi irreverencia.
—No, señora..., ¿qué ha de parecerme?... El Padre Eterno... es atroz. ¿Pero usted sabe la que me hizo á mí? No es que yo me le suba á las barbas, ¡cuidado!...; pero francamente..., ¡quitarle á uno toda su esperanza! Al menos usted no la habrá perdido; su hermanito podrá curarse...
—¡Ah!, no, señor... No hay esperanza.
—¿Pero usted sabe...? Hay en Madrid los grandes ópticos...
En el momento de decirlo, conoció el hombre la enormidad de su lapsus linguæ. ¡Vaya que decir ópticos por oculistas! Quiso enmendarlo; pero la señora, que al parecer no había parado mientes en el desatino, le dió fácil salida por otra parte. Pidióle permiso para ausentarse brevemente á fin de traer á su hermana, lo que á D. Francisco le supo muy bien, aunque las zozobras no tardaron en acometerle de nuevo. ¿Cómo sería la hermanita? ¿Se reiría de él? ¡Si por artes del enemigo no era tan fina como Cruz, y se espantaba de verle á él tan ordinario, tan zafiote, tan...! «Vamos, no es tanto—se dijo, estirando el cuello para verse en un espejo que frontero al sofá pendía de la pared, con inclinación hacia adelante, como haciendo una cortesía,—no es tanto... Lo que digo..., llevo muy bien mi edad, y si yo me perfilara, daría quince y raya á más de cuatro mequetrefes que no tienen más que la estampa.»
En esto estaba, cuando sintió á las dos hermanas en el pasillo disputando con cierta viveza:
—Así, mujer, ¿qué importa? ¿No ves que es de toda confianza?
—¿Pero cómo quieres que entre así? Deja siquiera que me quite el delantal.
—¿Para qué? Si somos nuestras propias criadas y nuestras propias señoras, y él lo sabe bien, ¿qué importa que te vea así? Este es un caso en que la forma no supone nada. Si estuviéramos sucias ó indecentes, bueno que no nos vieran humanos ojos. Pero á limpias nadie nos gana, y las señales del trabajo no nos hacen desmerecer á los ojos de una persona tan razonable, tan práctica, tan... sencilla. ¿Verdad, D. Francisco?
Esto lo dijo alzando la voz, ya cerca de la puerta, y el aturrullado prestamista creyó que la mejor respuesta era adelantarse á recibir airosamente á las dos damas, diciendo: «Bien, bien; nada de farándulas conmigo, que soy muy llano y tan trabajador como el primero, y desde la más tierna infancia...»
Iba á seguir diciendo que él se limpiaba sus propias botas y se barría el cuarto; pero le cortó la palabra la aparición de la segunda Águila, que le