que Cruz, bien porque conociera su apuro, bien porque deseara verle partir, tomó la iniciativa, diciéndole: «Si á usted le parece, arreglaremos eso.» Volvieron á la sala, y allí se trató del negocio tan brevemente, que ambos parecían querer pasar por él como sobre ascuas. En Cruz era delicadeza; en Torquemada el miedo que había sentido antes, y que se le reprodujo con síntomas graves en el acto de ajustar cuentas pasadas y futuras con las pobrecitas aristócratas. Por su mente pasó como relámpago la idea de perdonar intereses en gracia de la tristísima situación de las tres dignas personas... Pero no fué más que un relámpago, un chispazo, sin intensidad ni duración bastantes para producir explosión en la voluntad... ¡Perdonar intereses! Si no lo había hecho nunca, ni pensó que hacerlo pudiera en ningún caso... Cierto que las señoras del Águila merecían consideraciones excepcionales; pero el abrirles mucho la mano, ¡cuidado!, sentaba un precedente funestísimo.
Con todo, su voluntad volvió á sugerirle en el fondo, allá en el fondo del ser, el perdón de intereses. Aún hubo en la lengua un torpe conato de formular la proposición; pero no conocía él palabra fea ni bonita que tal cosa expresara, ni qué cara se había de poner al decirlo, ni hallaba manera de traer semejante idea desde los espacios obscuros de la primera intención á los claros términos del hecho real. Y para mayor tormento suyo, recordó que doña Lupe le había encargado algo referente á esto. No podía determinar su infiel memoria si la difunta había dicho perdón ó rebaja. Probablemente sería esto último, pues la de los Pavos no era ninguna derrochadora... Ello fué que en su perplejidad no supo el avaro lo que hacía, y la operación de crédito se verificó de un modo maquinal. No hizo Cruz observación alguna; Torquemada tampoco, limitándose á presentar á la señora el pagaré ya extendido para que lo firmase. Ni un gemido exhaló la víctima, ni en su noble faz pudiera observar el más listo novedad alguna. Terminado el acto, pareció aumentar el aturdimiento del prestamista, y despidiéndose grotescamente salió de la casa á tropezones, chocando como pelota en los ángulos del pasillo, metiéndose por una puerta que no era la de salida, enganchándose la americana en el cerrojo y bajando al fin casi á saltos, pues no se fijó en que eran curvas las vueltas de la escalera, y allá iba el hombre por aquellos peldaños abajo como quien rueda por un despeñadero.
VII
Su confusión y atontamiento no se disiparon, como pensaba, al pisar el suelo firme de la calle; antes bien, éste no le pareció absolutamente seguro. Ni las casas guardaban su nivel, dígase lo que se dijera; tanto que por evitar que alguna se le cayera encima, ¡cuidado!, D. Francisco pasaba frecuentemente de una acera á otra. En el café de Zaragoza, donde tenía una cita con cierto colega para tratar de un embargo; en dos ó tres tiendas que visitó después, en la calle, y por fin en su propia casa, en la cual recaló ya cerca de anochecido, le perseguía una idea molesta y tenaz que sacudió de sí sin conseguir ahuyentarla; y otra vez le atacaba, como el mosquito que en la obscura alcoba desciende del techo con su trompetilla y su aguijón, y cuanto más se le ahuyenta más porfiado el indino, más burlón y sanguinario. La pícara idea concluyó por producirle una desazón indecible, que le impedía comer con el acompasado apetito de costumbre. Era una mala opinión de sí mismo, un voto unánime de todas las potencias de su alma contra su proceder de aquella mañana. Claro que él quería rebatir aquel dictamen con argumentos mil que sacaba de este y el otro rincón de su testa; pero la idea condenatoria podía más, más, y salía siempre triunfante. El hombre se entregaba al fin ante el aterrador aparato de lógica que la enemiga idea desplegaba, y dando un trastazo en la mesa con el mango del tenedor, se echó á su propia cara este apóstrofe: «Porrón de Cristo..., ¡ñales!, mal que te pese, Francisco, confiesa que hoy te has portado como un cochino.»
Abandonó los nada limpios manteles sin probar el postre, que, según rezan las historias, era miel de la Alcarria, y tragado el último buche de agua del Lozoya se fué á su gabinete, mandando á la tarasca, su sirviente, que le llevase la lámpara de petróleo. Paseándose desde la cama al balcón, ó sea desde la mitad de la alcoba al extremo del gabinete; dando tal cual bofetada á la vidriera que ambas piezas separaba y algún mojicón á la cortina para que no le estorbara el paso, se rindió, como he dicho, á la idea vencedora. Porque, lo que él decía, alguna ocasión había de llegar en que fuera indispensable tener un rasgo. Él jamás tuvo ningún rasgo, ni había hecho nunca más que apretar, apretar y apretar. Ya era tiempo de abrir un poco la mano, pues había llegado á reunir, trabajando á pulso, una fortuna que... Vamos, era más rico de lo que él mismo pensaba; poseía casas, tierras, valores del Estado, créditos mil, todos cobrables, dineros colocados con primera hipoteca, dineros prestados á militares y civiles con retención de paga, cuenta corriente en el Banco de España; tenía cuadros de gran mérito, tapices, sin fin de alhajas valiosísimas; era, hablando bien y pronto, un hombre opíparo, vamos al decir, opulento... ¿Qué inconveniente había, pues, en darse un poco de lustre con las señoras del Águila, tan buenas y finas, damas, en una palabra, cual él nunca las había visto? Ya era tiempo de tirar para caballero, con pulso y medida, ¡cuidado!, y de presentarse ante el mundo, no ya como el prestamista sanguijuela, que no va más que á chupar y á chupar, sino como un señor de su posición, que sabe ser generoso cuando le sale de las narices el serlo. ¡Y qué demonio!, todo era cuestión de unas sucias pesetas, y con ellas ó sin ellas él no sería ni más rico ni más pobre. Total, que había sido un puerco, y se privaba de la satisfacción de que aquellas damas le guardaran gratitud y le tuvieran en más de lo que le tenía el común de los deudores... Porque las circunstancias habían cambiado para él con el fabuloso aumento de riqueza: se sentía vagamente ascendido á una categoría social superior; llegaban á su nariz tufos de grandeza y de caballería, quiere decirse, de caballerosidad... Imposible afianzarse en aquel estado superior sin que sus costumbres variaran, y sin dar un poco de mano á todas aquellas artes innobles de la tacañería. ¡Si hasta para el negocio le convenía una miaja de rumbo y liberalidad; hasta para el negocio..., ¡ñales!, porque cuando se marcara más aquella transformación á que abocado se sentía por la fuerza de los hechos, forzoso era que acomodara sus procederes al nuevo estado!... En fin, había que ver cómo se enmendaba el error cometido... Difícil era, ¡re-Cristo!, porque ¿con qué incumbencia se presentaba él nuevamente allá? ¿Qué les iba á decir? Aunque parezca extraño, no encontraba el hombre, con toda su agudeza, términos hábiles para formular el perdón de intereses. Infinitos recursos de palabra poseía para lo contrario; pero del lenguaje de la generosidad no conocía ni de oídas un solo vocablo.
Toda la prima noche se estuvo atormentando con aquellas ideas. Su hija Rufinita y su yerno estuvieron á visitarle, y achacaron su inquietud á motivos enteramente contrarios á los verdaderos. «Á tu papá le han arreado algún timo—decía Quevedito á su esposa, cuando salían para irse al teatro á ver una función de hora.—¡Y que debe de haber sido gordo!»
Rufina, cogida del brazo de su diminuto esposo, y rebozada en su toquilla color de rosa, iba refunfuñando por la calle:
—Es que papá no aprende... Aprieta sin compasión; quiere sacar jugo hasta de las piedras; no perdona, no considera, no siente lástima ni del Sursum Corda, y ¿qué resulta? Que la divina Providencia se descuelga protegiendo á los malos pagadores..., y al pícaro prestamista, estacazo limpio... Papá debiera abrir los ojos; ver que con lo que tiene puede hacer otros papeles en el mundo; subirse á la esfera de los hombres ricos, usar levita inglesa y darse mucha importancia. ¡Vamos que vivir en una casa de corredor, y no tratar más que con gansos, y vestir tan á la pata la llana! Esto no está bien, ni medio bien. Verdad que á nosotros ¿qué nos va ni nos viene? Allá se entienda; pero es mi padre, y me gustaría verle en otra conformidad... Voy á lo que iba: papá estruja demasiado, ahoga al pobre, y... hay Dios en el cielo, que está mirando donde se cometen injusticias para levantar el palo. Claro, ve que mi padre es una fiera para la cobranza, y allá va el garrotazo... Vete á saber lo que habrá pasado hoy: alguno que no paga ni á tiros, y al ir á embargarle se han encontrado con cuatro trastos viejos que no valen ni las diligencias... Ó alguno que ha hecho la gracia de morirse dejando á mi padre colgado; en fin, qué sé yo lo que será... Lo que digo: que á