Aníbal Malvar

Lucero


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Músico, músico –hace una pausa enfática–.

      Levanta de la silla tu arquitectura,

      y pon gesto simpático, como un cura.

      Prepara tu rico verbo y tu protocolo

      que te voy a presentar al nuevo: ¡Manolo!

      Paquito señala con el dedo, y pose inconfundible de Cristóbal Colón, a un joven que se sienta al fondo de las tres mesas del Rinconcillo. El nuevo miembro del clan se levanta y se acerca, evitando cuidadosamente molestar al resto, hacia donde se encuentra el Lucero. Es joven, dieciséis años, aspecto formal que contrasta con las extravagantes indumentarias de los cofrades del Rinconcillo. Pero su mirada y su sonrisa son firmes, y no parece acogotado por atmósfera tan escasamente recomendable como la que se respira en el santuario disparatante del Alameda.

      —Manuel Fernández Montesinos. No me gusta que me llamen Manolo.

      —Vasallajes de la rima. Perdona a Paquito. Yo soy Federico García Lorca. Es un placer. ¿Quieres tomar algo?

      —Manzanilla, gracias.

      —«Manzanilla La Guita. / Gran borrachera. / No se te quita» –grita, desde el fondo de la mesa, Carrillo La Loca.

      Lucero levanta la mano para llamar la atención de un barman maduro, delgado y recio, de ojos vivos y boca despectiva que abre, al acercarse, para airear su sorna de dientes disparejos.

      —Buenas noches, Navarrico.

      —Buenas noches tenga usted, señor Lucero. ¿Qué va a ser?

      —Una manzanilla....

      —¡Dos! –grita alguien.

      —¡Tres! –grita otro.

      —Señores –les reprende el camarero.

      —¡Cuatro! –grita Carrillo La Loca.

      —¡Adjudicada! –aplaude el periodista Constantino Ruiz Carnero.

      —Eso. Cuatro manzanillas y un vodka con aceituna para mí, Navarrico –consigue rematar Lucero.

      —Marchando –se da la vuelta Navarrico con su insobornable tiesura y camina a paso eléctrico hacia la barra lejana.

      —Vaya personaje, ese camarero –comenta Manuel Fernández Montesinos.

      —¿Te queda aún capacidad de asombro después de haber conocido a esta fauna? –se ríe Lucero–. Ven aquí.

      Lucero acompaña del brazo a Montesinos hacia el fondo de las mesas, donde hay una pared plagada de retratos de toreros, cupletistas, actrices de vodevil y aviadores con casco. Le señala una reproducción al óleo del Don Sebastián de Morra de Velázquez.

      —Coño –exclama Montesinos–. Es Navarrico, el camarero.

      —¿A que sí?

      —¿Velázquez? –pregunta Montesinos.

      —Buen ojo.

      Lucero vuelve la cabeza y comprueba que Navarrico ya trae las consumiciones en la bandeja. Deja tres manzanillas en la mesa y se acerca a ellos equilibrando el vodka con aceituna y la última La Guita.

      —¿A que eres tú, Navarrico? –se chotea con cariño el Lucero señalando el retrato de Velázquez.

      —Soy yo pintao. Pero el malángel que lo hizo me pudo poner una ropa decente y no esas ropas de payaso.

      —Se llamaba Velázquez.

      —Un malángel, se llamara como le hiciera más broma –replica Navarrico con un gesto de asco bilioso dirigido al cuadro–. Velázquez de los cojones –se aleja rezongando.

      —Donde lo ves, sirvió durante no sé cuántos años embarcado en la Compañía Trasatlántica –informa Lucero.

      —Se le nota más viajado que leído –se cachondea Montesinos.

      —Qué cabrón eres. Que no te oiga. El Navarrico cuenta que en los barcos sólo aprendió cómo llamarte hijo de puta en cincuenta lenguas diferentes. Un día Paquito Soriano le hizo la prueba y era verdad. Por lo menos acertó a decir hijo de puta en todos los idiomas que habla Paquito, que son una barbaridad.

      Navarrico es el único barman del Alameda que se atreve a acercarse al Rinconcillo y enfrentarse a las hordas hedonistas. Por eso, quizá, Paco Gadea le mantiene el trabajo en su café, a pesar de que la última modernidad que se le ha pasado por la cabeza es reunir un elenco de camareros de buena planta, jóvenes y educados, para atraer a la buena gente y desprenderse de la chusma. El inconveniente de desprenderse de la chusma es que la chusma, o sea El Rinconcillo, es la que más caja le llena. El dilema, algunas veces, le quita a Paco Gadea el sueño.

      Como todas las noches, unos minutos de su tiempo los dedica El Rinconcillo a discutir si la poesía de Villaespesa es una porquería o no es una porquería.

      —Juan Ramón lo definió como «púgil del Modernismo», Maroto –truena Paquito.

      —Claro. Porque golpea la poesía con los puños –replica José Mora Guarnido, Maroto, escritor guapo y vehemente que colgaría de un árbol a los que denomina «poetas de la Alhambra».

      Maroto se levanta y recita parodiando los versos:

      Jardín blanco de luna, misterioso

      jardín a toda indagación cerrado,

      ¿qué palabra fragante ha perfumado

      de jazmines la paz de tu reposo?

      Es un desgranamiento prodigioso

      de perlas, sobre el mármol ovalado

      de la fontana clásica: un callado

      suspirar;... un arrullo tembloroso...

      Se sienta otra vez y golpea la mesa hasta romper un vaso y rajarse un dedo sin dejar de aullar.

      —¡Una mierda! ¡Una mierda! ¡Una mierda! ¡Una mierda! ¡Villaespesa es, fue y será siempre u-na-mi-er-daaaa!

      Varios de los miembros del Rinconcillo aplauden acaloradamente, otros abuchean al vate y le arrojan monedas de poco valor, servilletas sucias, cáscaras de cacahuete. El quinteto, acostumbrado al sindiós que se detona a sus pies, ni se inmuta y prosigue con su Opus 667 para piano y cuerda en La mayor de Franz Schubert.

      —¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! ¡Silencio! –el Lucero se ha levantado y abre los brazos como un mesías para captar la atención.

      Una bestia de casi treinta ojos borrachos se vuelve hacia él y se hace el silencio.

      —Habla, músico –concede con solemnidad Paquito desde el otro lado de la mesa.

      Lucero espera a que el silencio se haga incluso más profundo, paseando sus enormes ojos negros sobre cada uno de los contertulios.

      —Traigo en mí una revelación. Traigo en mí una epifanía –mete la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y extrae el folio doblado que emborronaba una hora antes frente al teatro.

      —¡No puede ser! –exclama, extasiado y simulando trance, el periodista Constantino Carnero, el mayor de los presentes, que a sus 29 años se ha convertido, desde el diario El Defensor, en uno de los referentes intelectuales de la izquierda granadina. Lo que no le impide, a tan altas horas, hacer el imbécil como cualquier otro. Masón, gordo, miope, prematuramente calvo, feo, dentón, brillante y cultísimo, es uno de los miembros del Rinconcillo que permite a los conservadores asegurar que, además de una banda de gamberros, los tertulianos del Alameda son un hatajo de maricones.

      —¡No puede ser! –insiste Carnero con los ojos muy abiertos.

      —Sí puede ser –responde Lucero–. Y no te repitas.

      —Es que estoy ebrio. Ebrio de impaciencia.