torpemente el tercer condón de nuestras vidas. Quizá fuera el éxtasis, o quizá el candor, pero al terminar me vine abajo y empecé a llorar. Pudiendo quedarme tumbado entre esas sábanas desmadejadas, no soportaba la idea de montarme en el coche al día siguiente para vivir dos días rodeado de capullos y corriendo carreras en las que me sentía atenazado e inútil. Mi cuerpo escuchó mis ruegos y psicosomatizó una mononucleosis. Alegre, mi padre subió la bicicleta a la buhardilla. Ya cuando te cures, me dijo, la volvemos a bajar.
El gusanillo volvió a picarme en agosto. Me di por curado y me llevé la bici a la playa, que apenas pisé aquel mes de tan centrado que estaba en entrenar y tan cansado que me quedaba después de apretar en las subidas por mero placer de sentirme fuerte. Disfruté un montón y llamé a Juan Carlos, con quien había perdido el contacto entre las vacaciones y mi dejación de funciones ciclistas, para que transmitiera al director que estaba listo para regresar. Una semana después subimos al norte. Tanto él como yo éramos ahora corredores muy distintos: seguíamos estando lejos de disputar, pero ya llegábamos competitivos más allá de la primera mitad de carrera. En la última de la temporada tuve suerte: solo acabamos veinte que nos marchamos escapados de salida y logré el primer puesto entre los diez primeros de mi etapa amateur.
Sub23, segundo año
Aquel otoño fue difícil. El reverdecimiento de mi carrera deportiva marchitó mi relación con Marta, que la noche de mi primer top10 se lió con otro chaval. Tardé un par de meses en enterarme; dos meses de disgustos y desazones que terminaron con la revelación de sus cuernos una tarde junto al contenedor que hay en la base de la cuesta de mi urbanización. Ella me pidió que la perdonara y yo rehusé; en gran parte porque tampoco me perdonaba a mí mismo por haber permitido que nuestra relación se fracturara por la maldita bicicleta.
Pasé mucho tiempo sin tocar nada: ni la bici, ni los libros, ni la vida más o menos sobria que solía tener. Fueron semanas extrañas en las que salí de fiesta compulsivamente y fumé por el gusto de hacerlo; no es que volviera a oxigenarme el pelo, pero poco me faltó. Así hasta que un día me acosté demasiado borracho en casa de un amigo y desperté decidido a ser ciclista. Volví a entrenar y volví a ser feliz. Tan fuerte iba y tan buen recuerdo había dejado en las últimas carreras del año anterior que el director me encomendó correr la Copa de España, todo un honor en un equipo tan bueno como el nuestro.
En las carreras trabajaba a fondo. Siempre había considerado al líder que teníamos aquel año un auténtico idiota, pero con el paso de las carreras se fue mostrando mucho más familiar conmigo y terminé cambiando de opinión para apreciarle genuinamente. La parte mala venía fuera de la competición. Se había instalado en mí una cierta paranoia, alimentada por las conversaciones de los mayores, y veía dopaje por todos lados. Una mañana, temprano, vi a un tío que se quedaba dormido a medio desayuno hasta estamparse una tostada de mermelada en la frente. Otro día, antes de la carrera, vi a un favorito que, acalambrado, no podía levantarse de la silla para montarse en la bicicleta. Sucesos extraños, qué sé yo, que me hacían preguntarme...
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