a bulto, la ruina económica de los Escrivá aparece como una nueva desdicha en la serie ininterrumpida de desgracias familiares. «En unos pocos años —resume una persona que presenció los hechos—, pasarían de una situación económica desahogada a la quiebra del negocio que les sostenía. Y en aquellos mismos años irían falleciendo, una tras otra, las tres niñas que habían nacido después de Josemaría» 117.
Posteriormente, descubriría éste la clave sobrenatural y el significado íntimo de aquellos sucesos, que caían, espesos como un aguacero, sobre toda la familia:
Yo he hecho sufrir siempre mucho a los que tenía alrededor. No he provocado catástrofes, pero el Señor, para darme a mí, que era el clavo —perdón, Señor—, daba una en el clavo y ciento en la herradura. Y vi a mi padre como la personificación de Job. Perdieron tres hijas, una detrás de otra, en años consecutivos, y se quedaron sin fortuna. Yo sentí el zarpazo de mis pequeños colegas; porque los niños no tienen corazón o no tienen cabeza, o quizá carecen de cabeza y de corazón... 118.
Carmen y su hermano no se enteraron de la crisis en que se hallaba el negocio del padre hasta que don José y doña Dolores se lo dieron a entender. El matrimonio no quería hacer partícipes a los hijos, de golpe y porrazo, en sus sufrimientos. Les retrasaron la noticia por un tiempo; corto, porque fue imposible ocultar la inminente ruina del negocio de don José. Todo se desarrolló en el breve trecho entre dos otoños: el de 1913, en que muere Chon, y las semanas finales de 1914, en que se produce definitivamente la quiebra de “Juncosa y Escrivá” .
Durante ese año sobrevino, en toda la región, una recesión económica que causó cierres y liquidaciones de muchas empresas mercantiles, como le sucedió a Mauricio Albás, uno de los hermanos de doña Dolores. Pero el caso de la quiebra de “Juncosa y Escrivá” fue diferente 119.
Primero hubo incumplimiento de compromisos por parte de Jerónimo Mur, antiguo socio de don José, que «sufrió un gran quebranto económico, debido, según he oído a mis padres —explica Martín Sambeat—, a que el socio del comercio no se portó como buen socio» . Y, haciéndose eco de los rumores que circulaban por Barbastro, Adriana Corrales refiere que «los amigos consideraban que era la última consecuencia de una mala pasada hecha a aquel hombre bueno que era don José Escrivá» 120.
En pocos meses las adversidades fueron desmantelando lo que de superfluo bienestar pudiera existir en el hogar de Josemaría. El proceso era visible y precipitado. Las amigas de Carmen lo describen. Al principio, dice una de ellas, «tuvieron que desprenderse de muchas cosas» 121. A poco de morir Chon despidieron a la niñera. Luego tuvieron que prescindir de la cocinera, y más tarde de la doncella de servicio. Carmen ayudaba a la madre en las tareas domésticas; y se acomodaron a las estrecheces sin una queja. Comparados con los sufrimientos morales y las humillaciones que tenían que soportar, los inconvenientes de la pobreza material representaban muy poca cosa. Explicó el matrimonio a sus hijos cómo era preciso aceptar con gozo la nueva situación económica, permitida por el Señor. Y un día, teniendo reunida a toda la familia, don José les mostró cómo debían comportarse ante la pobreza:
«Debemos ver todo con sentido de responsabilidad, porque no hay que alargar el brazo más que la manga y, por otra parte, hay que llevar con decoro esta pobreza, aunque sea humillante, viviéndola sin que la noten los extraños y sin darla a conocer» 122.
Lo sorprendente del caso no consistía en la entereza mostrada por don José, ni en el espíritu de sacrificio de los Escrivá para encajar serenamente un revés de fortuna. A fin de cuentas, la quiebra del negocio venía, en parte, impuesta, por las circunstancias y por la crisis general económica del país. Lo que realmente asombró a parientes y extraños fue la heroica decisión tomada por don José, quien, perdido el negocio —nos dice el hijo—, había podido quedar en una posición brillante para aquellos tiempos, si no hubiera sido un cristiano y un caballero 123.
Esa cristiana caballerosidad se fundaba en que perdonó, desde un primer momento y con la mejor voluntad, a los causantes de la ruina. Rezó por ellos y no sacó el tema a relucir, para evitar que naciese rencor en la familia contra esas personas. Además, una vez decretada la quiebra por sentencia judicial, y como el patrimonio social resultaba insuficiente para compensar a los acreedores, consultó sobre si existía obligación, en justicia estricta, de resarcirlos con sus bienes particulares. Claramente le contestaron que no estaba moralmente obligado a ello 124. A pesar de lo cual el caballero se acogió a su personal entendimiento de la justicia; y «liquidó todo lo que tenía para pagar a los acreedores» 125.
Dispuso, pues, de sus bienes. Vendió la casa. Satisfizo todas sus deudas, y quedó arruinado. Pero no hasta el extremo de no tener qué comer o no tener dónde caerse muerto; expresiones que los amigos de Josemaría oirían en sus casas, tomando al pie de la letra su sentido, como indica una anécdota que relata la baronesa de Valdeolivos: —«Recuerdo frases que oía, y que se me quedaban grabadas, por eso me extrañó ver una tarde a Josemaría merendando pan con jamón. Le dije a mi madre:
— Mamá, ¿por qué dicen que los Escrivá están tan mal? Josemaría ha merendado hoy muy bien.
Mi madre me hizo ver que, efectivamente, tan mal, tan mal como para no poder merendar no estaban...» 126.
Enseguida surgieron incomprensiones y críticas por parte de algunos parientes de doña Dolores, que consideraban una ingenuidad el comportamiento de su marido. ¿A qué venía ese rasgo romántico y liberal de desprenderse de unos bienes que necesitaba la familia?
Josemaría, comenta Pascual Albás, «tuvo que sufrir bastante, pues su familia pasó por trances difíciles y dolorosos; algunos de los tíos se distanciaron a fin de no tener que ayudarles» 127. Uno de estos era don Carlos Albás, hermano de doña Dolores, que propalaba la conducta de su cuñado como una gran necedad: «Pepe ha sido un tonto —decía—, podía haber conservado una buena posición económica y, por el contrario, se ha reducido a la miseria» 128.
Las desdichas, sin embargo, unieron más estrechamente a los Escrivá. Hijos y esposa se sentían orgullosos de la noble decisión tomada por el cabeza de familia. Tan cristiano proceder suscitaba en Josemaría sentimientos de admiración, que le harían exclamar, a muchos años de distancia:
Tengo un orgullo santo: amo a mi padre con toda mi alma, y creo que tiene un cielo muy alto porque supo llevar toda la humillación que supone quedarse en la calle, de una manera tan digna, tan maravillosa, tan cristiana 129.
Por otro lado, sentía una fuerte rebelión interior, por lo dura que resultaba la prueba y por las dolorosas humillaciones que le salieron al paso. De manera que, más adelante, pediría perdón al Señor, confesando su resistencia a aceptar la situación del hogar : me rebelaba ante la situación de entonces. Me sentía humillado. Pido perdón 130.
Consideró y reconsideró los designios de la Providencia, que echaba por tierra