Висенте Бласко-Ибаньес

La horda


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      —Homero... ¿un cigarrito?...

      Homero era Maltrana. Cada mes le colgaban un nuevo apodo los muchachos de la redacción, abominando de su cultura, que «les cargaba», y afirmando que, con toda su sabiduría, era incapaz de escribir la crónica de un suceso o pergeñar un crimen interesante. Primero le habían apodado Schopenhauer, por la frecuencia con que citaba a su filósofo favorito; después Nietzsche; pero estos nombres eran de difícil pronunciación, y una noche que Maltrana, aislado de la realidad, osó recitar en griego algunas docenas de versos de la Ilíada, acordaron todos llamarle Homero para siempre.

      El buen Homero aceptaba agradecido los cigarrillos de don Cristóbal, el cual le admiraba como sabio, aunque reconociendo que no servía ni para ordenanza de la redacción. Fumando entretenía la espera angustiosa de las primeras horas de la madrugada, el momento de las larguezas del propietario. El buen señor, al sentir ciertos desfallecimientos del estómago, incluía generosamente en su necesidad a todos los muchachos. Unas veces era carnero con judías, guisado en la taberna cercana; otras, una cazuela enorme de bacalao con patatas, que a Maltrana le parecía esplendorosa como un astro entre las nubes de periódicos que llenaban la mesa y bajo la fría luz de las bombillas eléctricas.

      —A ver, señores, ¿quién me hace oreja?—decía don Cristóbal con gestos de padre—. Que traigan pan y vino para todos... Homerito, acércate y mete la uña. A tu edad siempre hay apetito, y tú debes andar algo atrasado.

      Homerito metía la uña, al principio con timidez; pero los primeros bocados despertaban la bestia rampante adormecida en su estómago, y para amansarla la echaba alimento a toda prisa, temiendo ser devorado por ella si retrasaba el envío. Al bondadoso protector le hacía gracia el hambre voraz de aquel muchacho feo. ¡Ah, la juventud! ¡Envidiable estómago! Viéndole, sentía nuevas ganas: Homero era su aperitivo.

      Y Maltrana, una vez limpia la cazuela y devoradas las últimas migas, bebíase dos vasos de vino, ascendiendo de golpe a la alegría digestiva de las últimas horas de redacción, las mejores de la noche.

      Sólo entonces hablaba Homero de política, compartiendo las ilusiones y esperanzas de los demás. Vendría la deseada... «la nuestra»; y entonces, o no había justicia ni vergüenza, o don Cristóbal sería ministro del primer gobierno que se formase. Pero el aludido rechazaba este honor con sonriente modestia. Maltrana, para animarle, se incluía en el triunfo. El también sería algo, ¡qué demonio!... Se contentaba con una dictadura sobre la instrucción pública, para desasnar el país a palos. Cada uno a sus aficiones.

      Y el buen Homero describía, entre las risas de los compañeros, su entrada en la Biblioteca Nacional al día siguiente de la revolución, seguido de un piquete de ciudadanos. ¡A formar todo el personal! Los bibliotecarios, que le conocían por haber sostenido con él más de un altercado, esperaban su sentencia trémulos de miedo. Ahora pagarían sus embustes siempre que se les pedía un libro moderno: el negar su existencia o el afirmar que lo tenía otro lector entre manos; aquel deseo de que no se leyesen mas que obras rancias, de inútil erudición, mamotretos enojosos que repelían a la gente, quitándola los deseos de instruirse. A culatazos bajaba la escalinata el rosario de prisioneros, y el dictador los colgaba sin piedad de los árboles de Recoletos, con un cartelón en el pecho: «Por traidores a la cultura y fomentadores de la barbarie pública...» Sin salir del edificio, se daba una vueltecita por los salones del Arte Moderno y entraba a saco en este hospital de monstruos, horrendo almacén de fealdades y ñoñerías históricas. Salvo raras excepciones, todos los cuadros eran arrojados por las ventanas, formándose con ellos una gran hoguera. Los alumnos de Bellas Artes, por orden del dictador, habían de saltarla en señal de alegría por la desaparición de tanto mamarracho.

      Después, con su escolta de implacables ejecutores, se llegaba al Museo del Prado. Llamada y tropa al personal y discurso que ponía los pelos de punta. Había llegado el momento de dar fin a la eterna zarabanda, a la interminable clasificación, a los nuevos arreglos que tenían en perpetuo movimiento las obras artísticas, desorientando al público y haciéndole vagar de uno a otro salón como en un dédalo. Al primero que moviese de su sitio un cuadro o una estatua, un tiro en la cabeza: he dicho. Y Homero terminaba su excursión revolucionaria cerrando para siempre el Teatro Real. ¡Viva la música! ¡Abajo la ópera! Los aristócratas que conversasen libremente en sus salones, sin el runrún enojoso de la orquesta; que lucieran sus joyas sin tomar el arte como alcahuete del lujo. Los antiguos mozos de cordel que ganan millones por tener en la laringe la enfermedad del tenorismo, las señoritas de bata blanca y cabellera suelta que se hacen las locas entre fermatas y gorgoritos, a su antiguo oficio o a coser a máquina. De volver a titularse artistas, sufrirían la pena que marca el Código por falsedad de estado civil. Los músicos faltos de sueldo y los cantantes modestos y fervorosos serían mantenidos por el Estado, dando cada noche un concierto gratuito, de asistencia obligatoria, en los diez distritos de la capital, por riguroso turno.

      Y tras estas reformas insignificantes, Homero tomaba asiento en su sillón de dictador, acometiendo la gran reforma: el examen general de todos los maestros de escuela; la revisión de la mentalidad de todos los catedráticos, pero de un modo implacable, sin entrañas, como pudiera juzgar un inquisidor. Profesores de Universidad descendían a ser maestros de aldea; la gran mayoría de los preceptores rústicos recibían la cesantía y un pedazo de tierra inculta para que la arasen, dando así natural expansión a sus verdaderas facultades. Muchos desgraciados con talento, que titubeaban en las avenidas de la vida, no sabiendo qué camino tomar, entraban en el magisterio, dignificado y elevado a primera función nacional. El más humilde maestro de España tendría mayor sueldo que un canónigo...

      Así hablaba Homero, entre las risas de sus camaradas, dejando modestamente a los grandes hombres de «la idea» que arreglasen otros problemas: el del estómago y el de la conciencia. El a lo suyo, a pulir la inteligencia nacional; y una vez bien montada la máquina del desasnamiento, todo aquel que llegase a los veinte años sin haberse aprovechado de estas facilidades para la cultura, sería expulsado del territorio hispano, para que poblara el África.

      El terrible dictador, al salir a la calle poco antes de amanecer, caía de golpe en la realidad. El frío, colándose bajo el sutil macferlán, hacía temblar al fusilador de bibliotecarios e implacable destructor de museos. El tirano sentía aguzarse de nuevo su apetito con el fresco del alba, y aceptaba del director o de cualquier compañero en fondos una taza de soconusco con media docena de «bolas». Iban a la chocolatería de la calle de Jacometrezo, sentándose junto a las paredes de azulejos fríos, ante unas vidrieras abiertas de intento para que reventasen de pulmonía todos los golfos que esperaban la mañana en torno de las primeras mesas.

      Allí, mojando buñuelos en el fangoso líquido de la taza, sentía renacer otra vez sus esperanzas, aunque menos intensas que en el ambiente cálido de la redacción. El sería algo; él subiría alto. Siempre que llenaba el estómago, sentíase animado por una fe ciega en su destino. Y con tales esperanzas, emprendía la caminata hacia los Cuatro Caminos, para reposar en el camastro todavía caliente.

      Mientras llegaba el momento de la ascensión, su vida no podía ser más triste. En vez de ingeniarse, como le aconsejaba su padrastro, para conquistar el pan, leía y leía por el gusto de saber, como un gran señor que tuviera asegurada la existencia y todos sus caprichos. Cercenaba su alimento para poder pagar con retraso las cuotas del Ateneo. La vida sin lectura de revistas, sin conocer lo que se pensaba en Europa, le parecía intolerable.

      Perdía las noches enteras en la redacción, y rara vez cogía una pluma. Al principio, le habían encargado que redactase sucesos, que inflase telegramas. El director se interesaba por él: deseaba incluirle en la plantilla de la casa y que gozase de un sueldo igual al de un guardia de Consumos. Pero pasó una noche rompiendo cuartillas y dando paseos nerviosos para relatar un incendio, y al fin hubo de transmitir el encargo a un golfillo de la casa que no sabía escribir un renglón con su ortografía. Le dieron telegramas para que los ampliase, y los redactó con menos palabras que el original. Era un espíritu superior, incapaz de tan bajas funciones. Un día en que, por ausencia del director, le encargaron el artículo de fondo, llenó tres columnas de prosa razonadora