Roque Barcia

Un paseo por Paris, retratos al natural


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franceses.

      El garçon del hotel de los Extranjeros me pidió un franco diario por el arreglo de la habitacion, al cabo de dos meses de nuestra estada allí. Ni la señora me habló de ello jamás, ni el garçon me dijo una palabra, sin embargo de que á él pagaba la habitacion cada quince dias, y de que no me daba una carta, ni me traia recado alguno sin que le gratificase en el acto.

      ¿Qué cosa más natural que advertirme de ello cuando entré en el hotel? ¿Qué cosa más justa y más sencilla que decirme: «paga usted siete francos por la habitacion y uno por el servicio?» ¿Y si yo no hubiera tenido más que los siete francos, único compromiso que contraje?

      Y cuando gratificaba todos los dias al criado, ¿qué cosa más natural que haberme dicho: «advierta usted que estas gratificaciones no le desquitan de un franco diario que ha de darme por el arreglo de la habitacion?»

      Pues nada; calló durante sesenta y siete dias, y hubiera callado más tiempo á no haber notado que queriamos mudar de hotel. Entonces me lo dijo con una sangre fria, con un aplomo, con una conciencia de su buen derecho, que yo le escuchaba y no comprendia qué queria decirme. ¡Cuitado de mi! Me mudaba por ahorrarme 50 francos mensuales, y aquel hombre me pedia 67. ¿Qué es esto?

      Yo tengo el defecto de que doy demasiada importancia al no quejarme, al sufrir en silencio; pero esta vez no quise callar. Se trataba de 67 francos que me hacian falta, se trataba además de que era extranjero, de que era español; casi todas las cuestiones son para nosotros en Francia cuestiones de decoro, y me di á bajar la escalera con el fin de hacer saber á la señora lo que ocurria.

      La señora no estaba, pero estaba el señor, el cual me recibió de una manera amabilísima, porque creyó tal vez que iba á pagar; pero luego que se hubo enterado del asunto, de l'affaire, como dicen aquí, frunció el entrecejo, agrió la voz, y se ladeó un poco, cual si quisiera significarme que mi reclamacion era cosa que él se echaba á la espalda.

      Yo me hice francés en aquel momento y no dejé de mano mi negocio.

      —Por siete francos me ajusté, le dije; los he pagado, nada debo.

      —En mi hotel hay costumbre de pagar aparte el servicio de la habitacion.

      —Usted es muy dueño de establecer en su hotel todas las costumbres que le parezcan convenientes, pero no de establecer costumbres con la condicion de que yo las he de pagar, cuando las ignoro.

      —Todos las pagan, caballero, y nadie murmura.

      —Pues contra lo que hacen todos, digo á usted, que ni usted ni nadie puede perjudicarme por una ignorancia de que no tengo culpa.

      —Yo no tenia necesidad de advertir á usted acerca de nada …

      —Ni yo de pagar.

      Diciendo esto, salí del gabinete de recepcion, donde nos encontrábamos, y subí á mi Cuarto, dispuesto á dejar el hotel en el momento mismo.

      Apenas habiamos empezado á poner en órden nuestro equipaje, cuando llamaron á la puerta. Era la señora. ¡Triste de mí!

      —Siento-mucho, me dijo, que usted se haya incomodado …

      —Perdone usted, señora: yo no me incomodo por mí: hacen que me incomode.

      —¿No pensaba usted dar nada al criado?

      —Le he dado más de seis duros, durante nuestra estancia en este hotel.

      —¿Pero no pensaba usted gratificarle cuando se marchara?

      —Sí, señora; pensaba darle cinco ó diez francos; tal vez cincuenta, acaso ciento, si hubiera creido que los merecia; pero no pensaba tener obligacion de dar 67, cuando nada se me ha advertido, cuando nada sé, cuando por el contrario tengo necesidad de saber lo que he de pagar, porque mi bolsillo no es infinito….

      —Pues bien; hágalo usted por mí, dé usted al criado la mitad de lo que ha pedido…. ¿Qué menos ha de dar usted que medio franco por arreglar la habitacion?

      En fin, entró la parte mágica, y la funcion me costó seis napoleones cumplidos.

      ¿Con qué objeto exponerse á escalar puertas ó balcones, cuando hay el arte necesario para hacerlo mágicamente?

      En el bulevar de la Buena Nueva me compré una levita de verano por 35 francos. El amo del establecimiento quitó la enseña donde estaba escrito el precio, y nos dió la levita perfectamente envuelta en un gran papel. Yo le di dos piezas de 20 francos, y esperaba que me diera la vuelta; pero el amo no pensaba en tal cosa.

      Tuve que preguntarle cuál era el precio de la levita para arrancarle los 5 francos que sobraban. Tal vez aquel hombre obraba distraidamente; esto podia suceder; no quiero hacerle reo sin tener entera conviccion; pero los varios lances análogos que me han sucedido, me dan el derecho de consignar aquí este escrúpulo, para que valga lo que la sensatez del lector juzgue regular.

      Muy pocas cosas puedo decir acerca de la prostitucion de esta ciudad extraordinaria.

      Los lectores saben que la prostitucion se considera aquí como una industria, industria que tiene su matrícula, que está bajo la vigilancia del gobierno, pagando en trueque una contribucion.

      La policía da á las mujeres públicas dos horas de reclamo; desde las nueve hasta las once de la noche. Es un espectáculo sumamente curioso, aparte lo que tiene de aflictivo, el sentarse en un balcon de una de las travesías que conducen á los grandes centros, y ver pasar y repasar á estas mujeres, desempedrando las aceras. Andan de una manera prodigiosa. Cualquiera diria que caminan sobre resortes ó por influencia magnética. Son un torrente á que abren el dique, y anda en dos horas lo que estuvo parado en las veinte y dos de cautiverio.

      No se contentan con insinuarse por su manera especial de moverse, ni con cecear á los transeuntes, sino que los llaman, los detienen, los exhortan, como un candidato catequiza á los electores. Esto no deja de tener su ventaja, porque la mujer pierde el prestigio que la da el recato, aunque sea un recato hipócrita, y la prostitucion ofrece así menos peligros.

      La mujer no es temible sino en cuanto nos hace sentir, y no nos hace sentir sino en cuanto nos ofrece una belleza recatada; la prostituta vulgar en Paris es feísima en este sentido. ¡Cuánto más temible es la de Italia, especialmente la de Roma!

      Una noche saliamos mi mujer y yo del pasaje de los Panoramas. Mi mujer se habia quedado algo detrás, mientras que una ramera que estaba de acecho en la calle de Montmorency se dirigió hácia mí como una exhalacion, volcánicamente, y me dijo con la mayor dulzura: voulez-vous venir avec moi? ¿Quiere usted venirse conmigo?

      Mi mujer asomaba en este instante. Yo contesté á mi invasora: parlez avec madame s'il vous plaît. Hable usted con mi señora, si le parece bien.

      La prostituta echó hácia atrás con la velocidad de una carretilla.

      Yo conté á mi mujer lo sucedido, y mi compañera se sonrió de la manera como una mujer suele sonreirse en tales casos.

      Hay una casa en Paris (no quiero ser cómplice de ella ni aún revelando el nombre), en la que no se puede entrar sino prévia la entrega de 60 francos, ó sean doce napoleones, que ingresan en los fondos del establecimiento.

      Paris es la ciudad del coquetismo y de los efectos dramáticos. Pues bien, estoy seguro de que no hay magnate ni extranjero en Paris que tenga una casa montada con más lujo, con más alarde, con más profusion; sobre todo, con un gusto más refinado, más incitante, más deslumbrador.

      Estilo árabe, estilo persa, estilo griego; doraduras, bordados, reflejos, prismas; todo está allí mezclado y confundido formando una region de hadas ó de huríes.

      Una prostituta es hija de un banquero que se arruinó, la otra es hija de un alto empleado que ya no vive; otra de un coronel ó de un general que vino á menos. Esta sabe el inglés; aquella el aleman; la otra el español, el italiano ó el ruso.

      Allí