Horacio Quiroga

Cuentos de Amor de Locura y de Muerte


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me habían dicho…

      El la miró fijamente.

      —Es que está mucho peor de lo que imaginas.

      Lidia se puso lívida, y mirando afuera entrecerró los ojos y se mordió los labios en un casi sollozo.

      —¿No hay médico aquí?—murmuró.

      —Aquí no, ni en diez leguas a la redonda; pero buscaremos.

      Esa tarde llegó el correo cuando estaban solos en el comedor, y Nébel abrió una carta.

      —¿Noticias?—preguntó Lidia levantando inquieta los ojos a él.

      —Sí—repuso Nébel, prosiguiendo la lectura.

      —¿Del médico?—volvió Lidia al rato, más ansiosa aún.

      —No, de mi mujer—repuso él con la voz dura, sin levantar los ojos.

      A las diez de la noche Lidia llegó corriendo a la pieza de Nébel.

      —¡Octavio! ¡mamá se muere!…

      Corrieron al cuarto de la enferma. Una intensa palidez cadaverizaba ya el rostro. Tenía los labios desmesuradamente hinchados y azules, y por entre ellos se escapaba un remedo de palabra, gutural y a boca llena:

      —Pla… pla… pla…

      Nébel vió en seguida sobre el velador el frasco de morfina, casi vacío.

      —¡Es claro, se muere! ¿Quién le ha dado esto?—preguntó.

      —¡No sé, Octavio! Hace un rato sentí ruido… Seguramente lo fué a buscar a tu cuarto cuando no estabas… ¡Mamá, pobre mamá!—cayó sollozando sobre el miserable brazo que pendía hasta el piso.

      Nébel la pulsó; el corazón no daba más, y la temperatura caía. Al rato los labios callaron su pla… pla, y en la piel aparecieron grandes manchas violeta.

      A la una de la mañana murió. Esa tarde, tras el entierro, Nébel esperó que Lidia concluyera de vestirse, mientras los peones cargaban las valijas en el carruaje.

      —Toma esto—le dijo cuando se aproximó a él, tendiéndole un cheque de diez mil pesos.

      Lidia se extremeció violentamente, y sus ojos enrojecidos se fijaron de lleno en los de Nébel. Pero éste sostuvo la mirada.

      —¡Toma, pues!—repitió sorprendido.

      Lidia lo tomó y se bajó a recoger su valijita. Nébel se inclinó sobre ella.

      —Perdóname—le dijo.—No me juzgues peor de lo que soy.

      En la estación esperaron un rato y sin hablar, junto a la escalerilla del vagón, pues el tren no salía aún. Cuando la campana sonó, Lidia le tendió la mano y se dispuso a subir. Nébel la oprimió, y quedó un largo rato sin soltarla, mirándola. Luego, avanzando, recogió a Lidia de la cintura y la besó hondamente en la boca.

      El tren partió. Inmóvil, Nébel siguió con la vista la ventanilla que se perdía.

      Pero Lidia no se asomó.

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