Miguel de Cervantes Saavedra

Don Quijote


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él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido.

      Y, volviéndose a don Quijote y a los caminantes, prosiguió diciendo:

      — Ese cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fue depositario de un alma en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas. Ése es el cuerpo de Grisóstomo, que fue único en el ingenio, solo en la cortesía, estremo en la gentileza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza, y, finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin segundo en todo lo que fue ser desdichado. Quiso bien, fue aborrecido; adoró, fue desdeñado; rogó a una fiera, importunó a un mármol, corrió tras el viento, dio voces a la soledad, sirvió a la ingratitud, de quien alcanzó por premio ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida, a la cual dio fin una pastora a quien él procuraba eternizar para que viviera en la memoria de las gentes, cual lo pudieran mostrar bien esos papeles que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego en habiendo entregado su cuerpo a la tierra. — De mayor rigor y crueldad usaréis vos con ellos —dijo Vivaldo— que su mesmo dueño, pues no es justo ni acertado que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César si consintiera que se pusiera en ejecución lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Ansí que, señor Ambrosio, ya que deis el cuerpo de vuestro amigo a la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido; que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto. Antes haced, dando la vida a estos papeles, que la tenga siempre la crueldad de Marcela, para que sirva de ejemplo, en los tiempos que están por venir, a los vivientes, para que se aparten y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya sé yo, y los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida; de la cual lamentable historia se puede sacar cuánto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que a rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado; y así, de curiosidad y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir a ver con los ojos lo que tanto nos había lastimado en oíllo. Y, en pago desta lástima y del deseo que en nosotros nació de remedialla si pudiéramos, te rogamos, ¡oh discreto Ambrosio! (a lo menos, yo te lo suplico de mi parte), que, dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos.

      Y, sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano y tomó algunos de los que más cerca estaban; viendo lo cual Ambrosio, dijo:

      — Por cortesía consentiré que os quedéis, señor, con los que ya habéis tomado; pero pensar que dejaré de abrasar los que quedan es pensamiento vano.

      Vivaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego el uno dellos y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio y dijo:

      — Ése es el último papel que escribió el desdichado; y, porque veáis, señor, en el término que le tenían sus desventuras, leelde de modo que seáis oído; que bien os dará lugar a ello el que se tardare en abrir la sepultura.

      — Eso haré yo de muy buena gana —dijo Vivaldo.

      Y, como todos los circunstantes tenían el mesmo deseo, se le pusieron a la redonda; y él, leyendo en voz clara, vio que así decía:

       Índice

      Canción de Grisóstomo

      Ya que quieres, cruel, que se publique,

       de lengua en lengua y de una en otra gente,

       del áspero rigor tuyo la fuerza,

       haré que el mesmo infierno comunique

       al triste pecho mío un son doliente,

       con que el uso común de mi voz tuerza.

       Y al par de mi deseo, que se esfuerza

       a decir mi dolor y tus hazañas,

       de la espantable voz irá el acento,

       y en él mezcladas, por mayor tormento,

       pedazos de las míseras entrañas.

       Escucha, pues, y presta atento oído,

       no al concertado son, sino al rüido

       que de lo hondo de mi amargo pecho,

       llevado de un forzoso desvarío,

       por gusto mío sale y tu despecho.

      El rugir del león, del lobo fiero

       el temeroso aullido, el silbo horrendo

       de escamosa serpiente, el espantable

       baladro de algún monstruo, el agorero

       graznar de la corneja, y el estruendo

       del viento contrastado en mar instable;

       del ya vencido toro el implacable

       bramido, y de la viuda tortolilla

       el sentible arrullar; el triste canto

       del envidiado búho, con el llanto

       de toda la infernal negra cuadrilla,

       salgan con la doliente ánima fuera,

       mezclados en un son, de tal manera

       que se confundan los sentidos todos,

       pues la pena cruel que en mí se halla

       para contalla pide nuevos modos.

      De tanta confusión no las arenas

       del padre Tajo oirán los tristes ecos,

       ni del famoso Betis las olivas:

       que allí se esparcirán mis duras penas

       en altos riscos y en profundos huecos,

       con muerta lengua y con palabras vivas;

       o ya en escuros valles, o en esquivas

       playas, desnudas de contrato humano,

       o adonde el sol jamás mostró su lumbre,

       o entre la venenosa muchedumbre

       de fieras que alimenta el libio llano;

       que, puesto que en los páramos desiertos

       los ecos roncos de mi mal, inciertos,

       suenen con tu rigor tan sin segundo,

       por privilegio de mis cortos hados,

       serán llevados por el ancho mundo.

      Mata un desdén, atierra la paciencia,

       o verdadera o falsa, una sospecha;

       matan los celos con rigor más fuerte;

       desconcierta la vida larga ausencia;

       contra un temor de olvido no aprovecha

       firme esperanza de dichosa suerte.

       En todo hay cierta, inevitable muerte;

       mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo

       celoso, ausente, desdeñado y cierto

       de las sospechas que me tienen muerto;

       y en el olvido en quien mi fuego avivo,

       y, entre tantos tormentos, nunca alcanza

       mi vista a ver en sombra a la esperanza,

       ni yo, desesperado, la procuro;

       antes, por estremarme en mi querella,

       estar sin ella eternamente juro.

      ¿Puédese, por ventura, en un instante