luego le quiso bien, mas que nunca le había querido.»
— Ésa es natural condición de mujeres —dijo don Quijote—: desdeñar a quien las quiere y amar a quien las aborrece. Pasa adelante, Sancho. — «Sucedió —dijo Sancho— que el pastor puso por obra su determinación, y, antecogiendo sus cabras, se encaminó por los campos de Estremadura, para pasarse a los reinos de Portugal. La Torralba, que lo supo, se fue tras él, y seguíale a pie y descalza desde lejos, con un bordón en la mano y con unas alforjas al cuello, donde llevaba, según es fama, un pedazo de espejo y otro de un peine, y no sé qué botecillo de mudas para la cara; mas, llevase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguallo, sólo diré que dicen que el pastor llegó con su ganado a pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido y casi fuera de madre, y por la parte que llegó no había barca ni barco, ni quien le pasase a él ni a su ganado de la otra parte, de lo que se congojó mucho, porque veía que la Torralba venía ya muy cerca y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos y lágrimas; mas, tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía junto a sí un barco, tan pequeño que solamente podían caber en él una persona y una cabra; y, con todo esto, le habló y concertó con él que le pasase a él y a trecientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y pasó una cabra; volvió, y pasó otra; tornó a volver, y tornó a pasar otra.» Tenga vuestra merced cuenta en las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento y no será posible contar más palabra dél. «Sigo, pues, y digo que el desembarcadero de la otra parte estaba lleno de cieno y resbaloso, y tardaba el pescador mucho tiempo en ir y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y otra...»
— Haz cuenta que las pasó todas —dijo don Quijote—: no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un año.
— ¿Cuántas han pasado hasta agora? —dijo Sancho.
— ¡Yo qué diablos sé! —respondió don Quijote—.
— He ahí lo que yo dije: que tuviese buena cuenta. Pues, por Dios, que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante.
— ¿Cómo puede ser eso? —respondió don Quijote—. ¿Tan de esencia de la historia es saber las cabras que han pasado, por estenso, que si se yerra una del número no puedes seguir adelante con la historia?
— No señor, en ninguna manera —respondió Sancho—; porque, así como yo pregunté a vuestra merced que me dijese cuántas cabras habían pasado y me respondió que no sabía, en aquel mesmo instante se me fue a mí de la memoria cuanto me quedaba por decir, y a fe que era de mucha virtud y contento.
— ¿De modo —dijo don Quijote— que ya la historia es acabada?
— Tan acabada es como mi madre —dijo Sancho.
— Dígote de verdad —respondió don Quijote— que tú has contado una de las más nuevas consejas, cuento o historia, que nadie pudo pensar en el mundo; y que tal modo de contarla ni dejarla, jamás se podrá ver ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso; mas no me maravillo, pues quizá estos golpes, que no cesan, te deben de tener turbado el entendimiento.
— Todo puede ser —respondió Sancho—, mas yo sé que en lo de mi cuento no hay más que decir: que allí se acaba do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras.
— Acabe norabuena donde quisiere —dijo don Quijote—, y veamos si se puede mover Rocinante.
Tornóle a poner las piernas, y él tornó a dar saltos y a estarse quedo: tanto estaba de bien atado.
En esto, parece ser, o que el frío de la mañana, que ya venía, o que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, o que fuese cosa natural —que es lo que más se debe creer—, a él le vino en voluntad y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él; mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pensar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible; y así, lo que hizo, por bien de paz, fue soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón trasero, con la cual, bonitamente y sin rumor alguno, se soltó la lazada corrediza con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y, en quitándosela, dieron luego abajo y se le quedaron como grillos. Tras esto, alzó la camisa lo mejor que pudo y echó al aire entrambas posaderas, que no eran muy pequeñas. Hecho esto —que él pensó que era lo más que tenía que hacer para salir de aquel terrible aprieto y angustia—, le sobrevino otra mayor, que fue que le pareció que no podía mudarse sin hacer estrépito y ruido, y comenzó a apretar los dientes y a encoger los hombros, recogiendo en sí el aliento todo cuanto podía; pero, con todas estas diligencias, fue tan desdichado que, al cabo al cabo, vino a hacer un poco de ruido, bien diferente de aquel que a él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quijote y dijo: — ¿Qué rumor es ése, Sancho?
— No sé, señor —respondió él—. Alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras y desventuras nunca comienzan por poco.
Tornó otra vez a probar ventura, y sucedióle tan bien que, sin más ruido ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesadumbre le había dado. Mas, como don Quijote tenía el sentido del olfato tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto y cosido con él que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escusar de que algunos no llegasen a sus narices; y, apenas hubieron llegado, cuando él fue al socorro, apretándolas entre los dos dedos; y, con tono algo gangoso, dijo:
— Paréceme, Sancho, que tienes mucho miedo.
— Sí tengo —respondió Sancho—; mas, ¿en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca?
— En que ahora más que nunca hueles, y no a ámbar —respondió don Quijote. — Bien podrá ser —dijo Sancho—, mas yo no tengo la culpa, sino vuestra merced, que me trae a deshoras y por estos no acostumbrados pasos. — Retírate tres o cuatro allá, amigo —dijo don Quijote (todo esto sin quitarse los dedos de las narices)—, y desde aquí adelante ten más cuenta con tu persona y con lo que debes a la mía; que la mucha conversación que tengo contigo ha engendrado este menosprecio.
— Apostaré —replicó Sancho— que piensa vuestra merced que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba.
— Peor es meneallo, amigo Sancho —respondió don Quijote.
En estos coloquios y otros semejantes pasaron la noche amo y mozo. Mas, viendo Sancho que a más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó a Rocinante y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre, aunque él de suyo no era nada brioso, parece que se resintió, y comenzó a dar manotadas; porque corvetas —con perdón suyo— no las sabía hacer. Viendo, pues, don Quijote que ya Rocinante se movía, lo tuvo a buena señal, y creyó que lo era de que acometiese aquella temerosa aventura.
Acabó en esto de descubrirse el alba y de parecer distintamente las cosas, y vio don Quijote que estaba entre unos árboles altos, que ellos eran castaños, que hacen la sombra muy escura. Sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quién lo podía causar; y así, sin más detenerse, hizo sentir las espuelas a Rocinante, y, tornando a despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguardase tres días, a lo más largo, como ya otra vez se lo había dicho; y que, si al cabo dellos no hubiese vuelto, tuviese por cierto que Dios había sido servido de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. Tornóle a referir el recado y embajada que había de llevar de su parte a su señora Dulcinea, y que, en lo que tocaba a la paga de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado hecho su testamento antes que saliera de su lugar, donde se hallaría gratificado de todo lo tocante a su salario, rata por cantidad, del tiempo que hubiese servido; pero que si Dios le sacaba de aquel peligro sano y salvo y sin cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula.
De nuevo tornó a llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle hasta el último tránsito y fin de aquel negocio.
Destas lágrimas y determinación tan honrada de Sancho