de erudito y humanista.
Lo expuesto hasta aquí debiera arredrarme, en vez de animarme, para publicar á Longo; pero yo discurro de otra suerte. Es verdad que los poetas clásicos, griegos y latinos, no gustan al vulgo de los españoles; pero ¿por qué no han de gustar los prosistas?
Para que no gusten ni sean populares los poetas hay, á más de las ya expuestas, otras muchas razones que vamos á exponer. Nosotros poseemos una riquísima poesía nacional, tanto más popular cuanto más se aparta en todo del antiguo gusto clásico. Para el asunto, si es narrativa, nos deleita la Edad Media ó los tiempos de la casa de Austria, idealizados de cierta manera y como nunca fueron; para los sentimientos y pensamientos, los católicos y piadosos, aunque el poeta sea ateo y los entrevere y combine con modernas filosofías; y para la forma, ó gran riqueza de rimas, ó la asonancia del romance, ó la castiza y también asonantada seguidilla. Ahora bien; sin entrar aquí á buscar la causa, es lo cierto que Homero y Virgilio se despegarían puestos en seguidillas ó en romances, y puestos en octavas reales ó en décimas, no sólo se despegan también, sino que es imposible que el más hábil versificador, forzado por el consonante, no ponga mucho de su cosecha, y además abundantes ripios en su traducción. La versificación clásica antigua, sobre todo los exámetros, han pasado con fortuna á varias lenguas modernas. En inglés y en alemán se escriben y se leen con gusto los exámetros. En castellano casi nadie los ha escrito, y nadie los resiste. Y el verso endecasílabo libre que, á mi ver, es muy á propósito para este género de traducciones, y aun para escribir narraciones poéticas originales, inspira en España verdadero aborrecimiento, acaso porque rara vez se ha hecho bien hasta ahora. Como, por otra parte, el vulgo no tiene acostumbrado el oído, no percibe la armonía de esta versificación, ni comprende su valer, y la juzga prosa cansada.
Longo, que está en prosa y que yo traduzco en prosa, no ofrece ninguna de estas graves dificultades. Es cierto que no debe considerarse como un autor clásico; pero también es cierto que su obra pertenece á un género más de moda hoy que nunca; Dafnis y Cloe es una novela. Y como, á mi ver, es la mejor que se escribió en la antigüedad clásica, y está traducida en casi todos ó en todos los idiomas modernos, he creído que debiera estarlo también en castellano, y que una traducción fiel y hecha con alguna gracia, si atinaba yo á dársela, había de agradar á todos.
Harto sé, no obstante, que los libros, no ya clásicos y capitales, por decirlo así, sino de segundo orden, como suelen ser las novelas, están aún más sujetos á la moda que los demás libros. Homero y Virgilio, aunque ya no divierten al vulgo, siguen y seguirán siempre siendo el encanto de los doctos aun de los medianamente instruídos; pero á veces hasta las novelas, que fueron en su época delicia de todos, no hay quien las sufra en el día: ni los más literatos llevan con paciencia su lectura. ¿Qué portugués, por sabio que sea, lee ahora, sin saltar una página, la Menina e moça, de Bernardín Riveiro? ¿Qué español se traga la Diana, de Jorge de Montemayor? El Amadis de Gaula, que durante dos siglos ó más hechizó y deleitó á toda Europa, yace hoy arrinconado para que algún paciente erudito ó algún lector tan incansable como raro le lea por entero.
Esta efímera popularidad de la novela debe de consistir, sin duda, en que las más estimadas y leídas en su época se lo debieron, no á cualidades permanentes, sino al estilo de moda: á algo de convencional, que hechiza en un momento y que un momento después empalaga y aburre por falso y afectado.
Hay excepciones de esta regla; hay algunas novelas que por encima de la beldad de convención poseen la beldad absoluta. Tales novelas sólo sobreviven, se salvan del olvido en que las otras caen, y llegan á contarse en el número de los libros clásicos. En toda época, pues, son ó deben ser leídas por las personas de buen gusto. No pretendamos por eso que el vulgo las lea también. Algo más las leerá y algo más habrán de agradarle que los grandes poetas antiguos; pero nunca, ni con mucho, le parecerán tan bien como cualquiera novela novísima, según el estilo y la moda vigentes. Yo tengo para mí que el mismo Quijote, con ser novela extraordinaria, sin par y única, la más espléndida joya de nuestra literatura, el fruto más rico y sazonado del ingenio español, el libro al lado del cual no se podrá poner acaso sino una docena de otros libros desde que los hay en el mundo, no es hoy leído sino por literatos, mientras que el vulgo y gran multitud de personas cultas, vulgo en esto, se aburren leyéndole, si es que intentan leerle, y apenas perciben algunas de sus bellezas, y las demás se escapan por completo á su percepción, aunque la tengan muy viva, sutil y despierta para comprender hasta los ápices y más menudos primores de Feuillet, Musset, Mérimée, Sue, Balzac, Dickens, Dumas, Víctor Hugo y otra caterva de novelistas contemporáneos, extranjeros, y aun españoles. Claro está que por patriotismo, por no contrariar la corriente, con lo cual se harían en este caso reos de lesa gloria nacional, casi todos afirman y sostienen que el Quijote es obra admirable, si bien la admiran por fe y sin leerla.
Y no digo esto lamentándolo, sino para consignar un hecho. Esta diversidad de gustos, esta moda vulgar de cada siglo, es conveniente. ¿Qué sería del infeliz escritor si el gusto fuese siempre igual? ¿Qué concurrencia no le harían los autores antiguos? ¿Cómo competir en España con el ignorado autor de la Celestina ó del Amadis y con tantos otros famosos novelistas, si sus obras tuviesen hoy la vida, la frescura y el encanto, y si fuesen tan sentidas y comprendidas del vulgo como cuando se escribieron? Muchos, los más de los que hoy escribimos, tendríamos que cruzarnos de brazos, llenos de aflicción y desaliento. ¿Quién escribiría un drama si gustasen y se comprendiesen Calderón y Lope y Tirso, y respondiesen hoy, como en el siglo XVII, á los afectos, pasiones y creencias de la muchedumbre?
De todos modos, yo entiendo que la novela de Dafnis y Cloe dista no poco de ser una obra extraordinaria; pero entiendo también que hay en ella mérito bastante para colocarla en el número de las novelas excepcionales, de belleza absoluta é independiente de la moda. Esto me basta para justificar su traducción y su publicación en castellano. Pero, ¿cómo he de fundar en esto la esperanza de que se divulgue y sea popular la novela que traduzco y patrocino?
Lo espero, en primer lugar, por su concisión, pues no pasa, traducida por mí, de 120 páginas. Y la espero también, porque la traducción francesa de Courier, refundiendo la de Amyot, y las disputas de Courier con Furia por ocasión de la mancha de tinta, han dado en Francia no muy distante celebridad y popularidad á esta novela; y como las modas vienen á España de Francia, pudiera ser que viniese esta moda de gustar de Dafnis y Cloe.
Otra razón para que la novela guste, es la sencillez de su estilo, donde la belleza de convención no entra para nada, pues los autores griegos, hasta en la edad de decadencia, como se cree que fué la de Longo, se dejaban más difícilmente extraviar por los artificios conceptuosos al uso ó al gusto de un momento.
Razón es asimismo la de que, á pesar de lo que aseguran muchos, de que los autores griegos y latinos no sentían ni comprendían tan hondamente la Naturaleza como los modernos y los orientales, en Dafnis y Cloe la Naturaleza está viva, cuando no hondamente sentida y pintada. Así lo declaran el sabio Humboldt, en el Cosmos, Villemain y otros críticos. La brevedad de estas descripciones hace que hieran con más vigor la fantasía de todo lector un poco atento, sin peligro de que fatiguen como ocurre con frecuencia en las descripciones minuciosas, analíticas é interminables de muchos escritores modernos, de quienes se diría que miran con microscopio, tocan con escalpelo y escriben con plomo derretido.
Una gran contra, fuerza es confesarlo, tiene, por cierto, Dafnis y Cloe: el realismo de sus escenas amorosas, y la libertad, que raya en licencia, con que algunas están escritas; pero sirva de disculpa que lo que en Dafnis y Cloe pueda tildarse de licencioso no es en el fondo perverso, y si algo de esto último hay en el original, lo hemos cambiado ó suprimido. En las impurezas de Dafnis y Cloe resplandecen además cierto candor y cierta nitidez, y hasta me atrevo á decir que la desnuda y limpia inocencia del mármol pentélico, trabajado por el cincel del escultor antiguo. Para mí sería no menos injusto tildar de poco decentes algunas escenas de Dafnis y Cloe, como tildar de poco decentes el Apolo de Beldevere y la Venus de Milo. Toda la culpa, si la hay, está en el desnudo. Vestidas, y bien vestidas, están Fanny, Madame Bovary, La mujer de fuego, La Dama de las Camelias y