Rubén Darío

Prosa Dispersa


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candidato perpetuo.

      Enero, 7-1895.

       Teatro, poesía y novela

       La «enquête» de Hugo Ojetti

       La opinión de los «Chêrmaitre»

       Índice

      Predomina hoy, entre nosotros, lo italiano. El arte italiano reina en Buenos Aires: díganlo si no las dos excelentes compañías dramáticas que tienen como estrellas a Tina di Lorenzo y a la Reiter; la de G. Salvini, que se anuncia; las compañías de ópera italianas, que se suceden; la Tetrazzini, que vuelve a reinar con sus gorjeos; el extraño y funambulesco Frégoli, que acaba de partir.

      La idea italiana nos informa: Bonghi escribe en La Prensa y Edmundo de Amicis en La Nación.

      Italia for ever! En la Revue de Deux Mondes, el vizconde Melchor de Vogüe ha hecho notar recientemente, en su magnífico ensayo sobre Gabriele D'Annunzio—tal como antes hiciera notar el vuelo de las cigüeñas—, cómo se advierte en el mundo un renacimiento de la fuerza del alma latina, iniciado, no en la gloriosa Francia, invadida por los bárbaros, sino en la ilustre Italia maternal.

      Il trionfo della Morte se está publicando en la misma revista; en otras se ha traducido también gran parte de las obras del ilustre y joven maestro de Napóles.

      De ocasión es, pues, saber la opinión que sobre el pensamiento italiano actual y su porvenir tienen quienes en la península están a la cabeza del mundo intelectual. Así lo ha pensado el escritor ameno y elegante Hugo Ojetti, que, a la manera de Jules Huret en Francia, ha hecho en Italia una enquête por demás importante.

      Es, en verdad, Ojetti un encantador repórter, o más bien un explorador literario. ¿La causa de su libro? Él se dijo poco más o menos: «En Italia no hay crítica sobre la literatura contemporánea. Juntan los críticos en sus vacuas personalidades las más opuestas profesiones, y ya son soldados, ya abogados, ya empleados, ya periodistas políticos, ya mujeres, ya sacerdotes católicos.» ¿No puede decirse et pour cause, lo mismo en nuestra literatura de lengua española? Y seguía pensando Ojetti: «Apenas dos o tres son cultos y sinceros; pero sus voces, por la permanente escisión étnica del todavía vano reino de Italia, no son escuchadas más allá de los límites de su propia región. Los otros pseudo-críticos no saben hablar; hablan sobre todo y sobre todos; y ahora que los curas no están más en boga, gritan—como éstos hacían antes—contra toda obra nueva, el pulvis es. No se puede apreciar nuestro actual estado ni porvenir intelectual, ni por los diarios políticos, que son generalmente enemigos de la Gramática, del arte y de las letras, ni por las raras revistas, jóvenes, ignoradas o pasajeras, o viejas, supersticiosas y pedantes; ni por los libros—difíciles de hacerse por la insapia y pobreza de los editores, etc.»

      Es un hecho que un movimiento de vida se nota. El público mismo comienza a dejar los libros franceses por los italianos. ¿Cómo hacer ver, hacer observar al público este movimiento, si no hay crítica?

      Pues bien; concluyó Ojetti; iré de ciudad en ciudad y de casa en casa, a que los chêr maitre me digan lo que piensan al respecto, sea bueno o sea malo; pesimistas y optimistas hablarán con el público claramente y por mi medio.

      Esto, dice él, «es casi un principio de socialismo estético. Pero el público sabrá a qué atenerse».

      Y fué, en efecto, en viaje de investigación, a las viejas y a las jóvenes autoridades. Pocos nombres valiosos faltaron para su enquête, como Rovetta, como un Rapisardi, como Neucioni, como Guerrini.

      Y ahora, homeopatizando, como es a propósito para una información de esta clase, comenzaremos con la visita que hizo al gran

      GIOSUÉ CARDUCCI

      Para verle tuvo que ir a Bolonia, «la Atenas italiana», en donde Carducci pontifica. Tiene su casa fuera de la ciudad, entre Porta Mazzini y Porta Santo Stéfano. Casa más que confortable. Libros muchos, muchísimos libros, no siendo pocas las ediciones princeps y obras raras, y siendo mayor joya una Commedia de la primera edición de Aldo, regalo de un admirador. Entre retratos de Hugo, Mazzini, Garibaldi, Mario, y un busto del Dante, un largo mechón de cabellos de Goffredo Mameli.

      Le vió, y he aquí el extracto de lo que dijo el poeta:

      Nos falta una Storia del risorgimento italiano, hecha con ciencia y arte, pero sin ostentar erudición. Voy a hacerla. Comenzaré pronto, pronto. Una historia así es necesaria para el pueblo. Haré algo útil. ¡He hecho tantas cosas inútiles! Sin erudición. Será una cosa útil. Y volviéndose al señor Rugarli, que estaba presente:—¿Cree usted que la erudición que tenemos nos sea útil? ¿Para qué? Y siguió hablando sobre lo mismo.

      Se habló del Cristo alla festa de Purim—publicado en Buenos Aires en La Nación—, y recordó la Giuda de Petruccelli della Gattina. E hizo un calembourg:—Sí, el drama de Bovio, es un Cristo in puré. ¿Y de lo que iba a preguntarle Ojetti?

      Ni palabra.

      Como es sabido, Carducci es consejero comunal y provincial de Bolonia, ciudad en donde reside desde 1860. Su vida es metódica. Trabaja toda la mañana. A las doce, se traga tres huevos crudos. Lunes, miércoles y viernes, va a dar sus lecciones puntualmente, a las cuatro. Luego pasa a lo de Zanichelli, en donde toma el Corriere della Sera. Come a las seis y goza de buen apetito. A las nueve, va otra vez a lo de Zanichelli, a charlar o a jugar al briscolon, o a leer (tres o cuatro veces en los inviernos) Dante u Horacio, y lee admirablemente. Administra muy bien el capital que ha ganado; pero parece que éste no pasa de ochenta mil liras. Tiene tres hijas, todas casadas; Bice, con el señor Bebilacqua, de Livorno; Laura, con el ingeniero Gnacarini, y Liberta—la Titi del San Guido—, con el ingeniero Masi.

      Me parece que para detalles tienen suficientes ya los admiradores de Carducci. Otro sí: hay que agregar, que no es gran conocedor de la música—da buon poeta, dice su interviewer—; se quiere hacer el wagnerista, pero en el fondo «si commuove solamente e sinceramente quando ascolta O signor che dal tetto natio!»

      Ojetti teme que el ambiente, que el medio boloñés, entumezca en parte las alas del águila de las Odas bárbaras en su vivaz vejez.

      Y después de Carducci,

      ENRICO PANZACCHI

      También en Bolonia, y «el hombre más simpático de su ciudad». Sutil como un crítico, pero entusiasta como un poeta. Charla y discute cortés y convincente. Es el tipo ideal de Bolonia la docta.

      Le encuentro en la Pinacoteca, de la cual es director, y en donde tiene su cátedra de estética. Su estudio, revuelto en un bello desorden de libros nuevos y viejos, y adornado con dos ricas joyas de Serra, el pintor, dos cabezas de viejo.

      Panzacchi es alto, gentil, de cabellos grises, el que viste más elegantemente de todos los escritores boloñeses. Hallóle Ojetti en la Pinacoteca. He aquí la esencia de sus ideas sobre las preguntas del interviewer: Separa las literaturas latinas que resultan de la obra semejante de muchos contemporáneos escritores, de las literaturas del Norte, que en el fondo existen solamente por labor de individualidades distintas.

      La razón de la decadencia, de la general decadencia de la literatura, del arte, tiene bases económico-sociales.

      En Italia, más que en cualquier parte, o, al menos, con mayor sinceridad, se siente lo nuevo. «Digo nuevo, dice Panzacchi, para no usar el adjetivo moderno, que por el abuso ha llegado a ser falso, y a perder casi todo significado.»

      No asegura claramente un despertamiento en Italia: ve más bien un deseo y tal vez una conciencia