dicho Dantés «quiero morir», y habiendo elegido hasta la muerte que se daría, lo calculó bien todo, y por temor de arrepentirse hizo juramento consigo mismo de morir de aquella manera. «Cuando me traigan las provisiones las tiraré por la ventana -decíase-, y aparentaré que las he comido.»
Hízolo como se lo había prometido. Dos veces cada día tiraba su comida por la ventanilla con reja, que apenas le dejaba ver el cielo, primeramente con alegría, después con reflexión, y por último con pesar. Para fortalecerse en tan horrible lucha, necesitaba recordarse a cada instante el juramento que se había hecho. Aquella comida que otras veces le repugnaba, gracias al aguijón del hambre, le parecía tentadora a la vista, exquisita al olfato, y más de una vez pasó horas enteras con la cazuela en las manos contemplando fijamente iba a cesar para él, hízole figurarse que Dios se compadecía al fin de aquella carne nauseabunda, aquel pescado podrido, y aquel pan negro sus sufrimientos. Dominaban aún en él los postreros instintos de la vida. Su calabozo de sus amigos, alguno de esos seres amados, en quien tantas veces le parecía entonces menos sombrío, y su situación menos desesperada. pensó, siempre que pensaba, no se ocuparía de él en aquellos momentos. Todavía era joven, puesto que debía contar veinticinco o veintiséis años, y le quedaban con corta diferencia cincuenta que vivir, o sea el doble de lo que había vivido. Pero no, sin duda Edmundo se engañaba; aquello no era más que una de esas visiones fantásticas que se forjan a las puertas de lamentos, y no trataría de disminuir la distancia que los separaba.
Durante este tiempo, ¡cuántos acontecimientos podrían abrir las murallas del castillo de If, y romper las puertas, y volverle a la libertad! Entonces aproximaba a su boca aquella comida que, Tántalo voluntario, apartaba al punto con mano firme, pues con el recuerdo de su juramento, esta generosa naturaleza temía despreciarse a sí mismo si lo quebrantaba. Riguroso e implacable consigo mismo, gastó, pues, el asomo de existencia que le quedaba, llegando un día en que no tuvo fuerzas para levantarse a arrojar la comida. Al día siguiente ya no veía, y oía con mucha dificultad. El carcelero creyó que estaba enfermo de gravedad, y Edmundo confió ya en su muerte próxima. Así pasó todo el día. Cierto aturdimiento vago y un si es no es agradable, empezaba a apoderarse de él.
Ya se habían adormecido las convulsiones nerviosas de su estómago; se habían calmado los ardores de su sed. Al cerrar los ojos veía una multitud de resplandores brillantes, como esos fuegos fatuos que oscilan por la noche a flor de los terrenos fangosos: era el crepúsculo de ese ignoto país que se llama la muerte.
De repente, a las nueve de aquella misma noche, oyó en la pared en que se apoyaba su cama un ruido sordo y lento. Venían tantos animales inmundos a hacer ruido por aquel lado, que poco a poco se había acostumbrado Dantés a no despertar siquiera de sus sueños por cosa tan común allí; pero esta vez, ya que la abstinencia tuviese exaltados sus sentidos, ya que fuese el ruido, en efecto, extraordinario, o ya porque en los momentos supremos todo tiene importancia, Edmundo levantó la cabeza para oír mejor. Era una especie de frotamiento acompasado, que parecía provenir, o de unas enormes uñas o de unos dientes fortísimos, o en fin, de un instrumento que chocara con la piedra. Aunque debilitada, en la imaginación del joven bulló al punto esta idea falaz, fija constantemente en la de todo preso: ¡La libertad! La ocasión en que escuchaba aquel ruido, justamente cuando todo ruido muere. El ruido seguía oyéndose, sin embargo, y duró hasta tres horas sobre por más o menos, terminando en una especie de roce, como al arrastrar una cosa.
Horas más tarde se repitió más fuerte y más cercano. Empezaba Edmundo a interesarse en aquel trabajo que le hacía compañía, cuando entró el carcelero.
Habían pasado ocho días desde que decidió morir, y cuatro desde que empezó a poner en práctica su proyecto, y en todo este tiempo no había Edmundo dirigido la palabra a aquel hombre, ni respondido a las que él le dirigía preguntándole por su enfermedad, sino que por el contrario, siempre se volvía del otro lado cuando el carcelero le contemplaba atentamente. Mas hoy podía el carcelero oír aquel sordo ruido y alarmarse, y destruir acaso aquel yo no sé qué de esperanza, cuya idea deleitaba los últimos momentos de Dantés.
El carcelero le traía el almuerzo y Edmundo se incorporó en su cama, y ahuecando la voz se puso a hablar de todas las cosas posibles, de la mala calidad de su alimento, del frío que reinaba en el calabozo, maldiciendo y gruñendo, para tener el derecho de gritar más fuertemente, y agotando la paciencia del carcelero, que precisamente aquel día había pedido para el preso enfermo caldo y pan tierno, y le llevaba ambas cosas. Por fortuna creyó que Dantés deliraba, y salió del calabozo, poniendo el almuerzo en la mesilla coja donde lo solía dejar. Libre entonces Edmundo, volvió a escuchar con deleite. El ruido era ya tan claro que el joven lo escuchaba sin trabajo alguno.
-¡No hay dada! -exclamó para sí-; puesto que, a pesar de la luz del día prosigue este ruido, lo ocasiona algún desdichado preso para escaparse. ¡Oh! ¡Si yo estuviera con él, cómo le ayudaría! De pronto, una nube sombría pasó eclipsando esta aurora de esperanza por aquella mente, sólo habituada a la desgracia, y que no podía sin macho trabajo volver a concebir la felicidad. Era, pues, la idea de que quizás aquel rumor lo ocasionaban algunos albañiles que se ocupasen por orden del gobernador, en arreglar el calabozo inmediato.
Fácil era cerciorarse; pero ¿cómo se atrevía a preguntarlo? Nada más fácil, repetimos, que esperar la llegada del carcelero, hacerle darse cuenta del ruido, y observar la impresión que le causaba; pero con esta nimia satisfacción de su curiosidad, ¿no podría arriesgar intereses muy altos? Por desgracia, la cabeza de Edmundo, como una campana vacía, estaba aturdida, y tan débil, que su cerebro, flotante como un vapor, no podía condensarse para concebir una idea. No vio más que un medio para dar fuerza a su reflexión y lucidez a su juicio; volvió los ojos hacia el caldo, humeante aún, que el carcelero acababa de poner sobre la mesa, y levantándose como pudo tomó la taza y bebió de un sorbo, sintiendo al punto un indecible bienestar. Y tuvo fuerzas para contenerse, aunque había ya cogido el pan para comerlo; pero el recuerdo de que muchos náufragos, extenuados de hambre, habían muerto por comer mucho de repente, hízole dejar el pan sobre la mesa y volver a acostarse. Edmundo ya no quería morir.
Pronto sintió penetrar la luz en su cerebro. Sus ideas vagas e incomprensibles empezaban a reflejarse en ese espejo maravilloso cuya lucidez distingue al hombre del animal. Pudo, pues, pensar, fortificando su pensamiento con el raciocinio.
-Puedo hacer una prueba -dijo entonces para sí-, pero sin comprometer a nadie. Si el ruido procede de un albañil, en cuanto yo golpee la pared, cesará, porque él intentará saber quién llama y por qué llama; pero como será su trabajo no solamente lícito sino obligatorio, al punto lo proseguirá. Si, por lo contrario, es un preso, el ruido que yo haga debe sobresaltarle, y temiendo ser descubierto abandonará su trabajo hasta la noche cuando todos duerman en el castillo.
Acto seguido volvió a levantarse Edmundo, y esta vez, ni sus piernas vacilaban ni sus ojos se desvanecían. Dirigióse a un rincón del calabozo, arrancó una piedra, que con la humedad iba ya desprendiéndose, y con ella dio tres golpes en la pared, donde parecía sentirse más cercano el ruido. Al primer golpe, el ruido cesó como por ensalmo. Púsose a escuchar Edmundo con toda su alma, y pasó una hora, y pasaron dos, sin que el ruido prosiguiese. Del otro lado de la pared respondía a sus golpes un silencio absoluto. Lleno de esperanza, comió algunos bocados de pan, bebió unos sorbos de agua, y gracias a la poderosa constitución de que le dotara la naturaleza, hallóse poco más o menos como antes. Llegó la noche y no se oyó el ruido.
-¡Es un preso! -exclamó Dantés con indecible júbilo.
Desde entonces su cabeza fue un volcán, y se hizo su vida violenta a fuerza de ser activa. Pasó la noche sin que él cerrara los ojos ni se oyera el más leve ruido. Con el alba llegó el carcelero a traer las provisiones. Edmundo había agotado las del día anterior, y agotó también las nuevas, escuchando incesantemente aquel ruido que no continuaba, temiendo que no volviese a repetirse, andando al día diez o doce leguas en su calabozo, asiéndose a la reja de hierro de la ventanilla para recobrar la elasticidad de sus miembros, y disponiéndose, en fin, a luchar cuerpo a cuerpo con el porvenir, al igual que los gladiadores, que ejercitaban su cuerpo y lo frotaban con aceite antes de bajar a la arena. En los intervalos de esta febril actividad, escuchaba por