proposiciones magníficas; verdad que nada tiene de extraño, pues hasta el señor arzobispo le ha ofrecido montes de oro por llevarle á la catedral... pero él, nada... Primero dejaría la vida que abandonar su órgano favorito... ¿No conocéis á maese Pérez? Verdad es que sois nueva en el barrio... Pues es un santo varón; pobre sí, pero limosnero cual no otro... Sin más parientes que su hija ni más amigo que su órgano, pasa su vida entera en velar por la inocencia de la una y componer los registros del otro... ¡Cuidado que el órgano es viejo!... Pues nada, él se da tal maña en arreglarlo y cuidarlo, que suena que es una maravilla... Como que le conoce de tal modo, que á tientas... porque no sé si os lo he dicho, pero el pobre señor es ciego de nacimiento... Y ¡con qué paciencia lleva su desgracia!... Cuando le preguntan que cuánto daría por ver, responde: mucho, pero no tanto como creéis, porque tengo esperanzas.—¿Esperanzas de ver?—Sí, y muy pronto, añade sonriéndose como un ángel; ya cuento setenta y seis años; por muy larga que sea mi vida, pronto veré á Dios...
¡Pobrecito! Y sí lo verá... porque es humilde como las piedras de la calle, que se dejan pisar de todo el mundo... Siempre dice que no es más que un pobre organista de convento, y puede dar lecciones de solfa al mismo maestro de capilla de la Primada; como que echó los dientes en el oficio... Su padre tenía la misma profesión que él; yo no le conocí, pero mi señora madre, que santa gloria haya, dice que le llevaba siempre al órgano consigo para darle á los fuelles. Luego, el muchacho mostró tales disposiciones que, como era natural, á la muerte de su padre heredó el cargo... ¡Y qué manos tiene! Dios se las bendiga. Merecía que se las llevaran á la calle de Chicarreros y se las engarzasen en oro... Siempre toca bien, siempre, pero en semejante noche como esta es un prodigio... Él tiene una gran devoción por esta ceremonia de la Misa del Gallo, y cuando levantan la Sagrada Forma al punto y hora de las doce, que es cuando vino al mundo Nuestro Señor Jesucristo... las voces de su órgano son voces de ángeles...
En fin, ¿para qué tengo de ponderarle lo que esta noche oirá? baste el ver cómo todo lo más florido de Sevilla, hasta el mismo señor arzobispo, vienen á un humilde convento para escucharle; y no se crea que sólo la gente sabida y á la que se le alcanza esto de la solfa conocen su mérito, sino que hasta el populacho. Todas esas bandadas que veis llegar con teas encendidas entonando villancicos con gritos desaforados al compás de los panderos, las sonajas y las zambombas, contra su costumbre, que es la de alborotar las iglesias, callan como muertos cuando pone maese Pérez las manos en el órgano... y cuando alzan... cuando alzan no se siente una mosca... de todos los ojos caen lagrimones tamaños, y al concluir se oye como un suspiro inmenso, que no es otra cosa que la respiración de los circunstantes, contenida mientras dura la música... Pero vamos, vamos, ya han dejado de tocar las campanas, y va á comenzar la Misa; vamos adentro...
Para todo el mundo es esta noche Noche-Buena, pero para nadie mejor que para nosotros.
Esto diciendo, la buena mujer que había servido de cicerone á su vecina, atravesó el atrio del convento de Santa Inés, y codazo en éste, empujón en aquél, se internó en el templo, perdiéndose entre la muchedumbre que se agolpaba en la puerta.
II
La iglesia estaba iluminada con una profusión asombrosa. El torrente de luz que se desprendía de los altares para llenar sus ámbitos, chispeaba en los ricos joyeles de las damas que, arrodillándose sobre los cojines de terciopelo que tendían los pajes y tomando el libro de oraciones de manos de las dueñas, vinieron á formar un brillante círculo alrededor de la verja del presbiterio. Junto á aquella verja, de pie, envueltos en sus capas de color galoneadas de oro, dejando entrever con estudiado descuido las encomiendas rojas y verdes, en la una mano el fieltro, cuyas plumas besaban los tapices, la otra sobre los bruñidos gavilanes del estoque ó acariciando el pomo del cincelado puñal, los caballeros veinticuatros, con gran parte de lo mejor de la nobleza sevillana, parecían formar un muro, destinado á defender á sus hijas y sus esposas del contacto de la plebe. Esta, que se agitaba en el fondo de las naves, con un rumor parecido al del mar cuando se alborota, prorrumpió en una aclamación de júbilo, acompañada del discordante sonido de las sonajas y los panderos, al mirar aparecer al arzobispo, el cual, después de sentarse junto al altar mayor bajo un solio da grana que rodearon sus familiares, echó por tres veces la bendición al pueblo.
Era la hora de que comenzase la Misa.
Transcurrieron, sin embargo, algunos minutos sin que el celebrante apareciese. La multitud comenzaba á rebullirse, demostrando su impaciencia; los caballeros cambiaban entre sí algunas palabras á media voz, y el arzobispo mandó á la sacristía uno de sus familiares á inquirir el por qué no comenzaba la ceremonia.
—Maese Pérez se ha puesto malo, muy malo, y será imposible que asista esta noche á la Misa de media noche.
Esta fué la respuesta del familiar.
La noticia cundió instantáneamente entre la muchedumbre. Pintar el efecto desagradable que causó en todo el mundo, sería cosa imposible; baste decir que comenzó á notarse tal bullicio en el templo, que el asistente se puso de pie y los alguaciles entraron á imponer silencio, confundiéndose entre las apiñadas olas de la multitud.
En aquel momento, un hombre mal trazado, seco, huesudo y bisojo por añadidura, se adelantó hasta el sitio que ocupaba el prelado.
—Maese Pérez está enfermo—dijo;—la ceremonia no puede empezar. Si queréis, yo tocaré el órgano en su ausencia; que ni maese Pérez es el primer organista del mundo, ni á su muerte dejará de usarse este instrumento por falta de inteligente...
El arzobispo hizo una señal de asentimiento con la cabeza, y ya algunos de los fieles que conocían á aquel personaje extraño por un organista envidioso, enemigo del de Santa Inés, comenzaban á prorrumpir en exclamaciones de disgusto, cuando de improviso se oyó en el atrio un ruido espantoso.
—¡Maese Pérez está aquí!... ¡Maese Pérez está aquí!...
A estas voces de los que estaban apiñados en la puerta, todo el mundo volvió la cara.
Maese Pérez, pálido y desencajado, entraba en efecto en la iglesia, conducido en un sillón, que todos se disputaban el honor de llevar en sus hombros.
Los preceptos de los doctores, las lágrimas de su hija, nada había sido bastante á detenerle en el lecho.
—No—había dicho;—esta es la última, lo conozco, lo conozco, y no quiero morir sin visitar mi órgano, y esta noche sobre todo, la Noche-Buena. Vamos, lo quiero, lo mando; vamos á la iglesia.
Sus deseos se habían cumplido; los concurrentes le subieron en brazos á la tribuna, y comenzó la Misa.
En aquel punto sonaban las doce en el reloj de la catedral.
Pasó el introito y el Evangelio y el ofertorio, y llegó el instante solemne en que el sacerdote, después de haberla consagrado, toma con la extremidad de sus dedos la Sagrada Forma y comienza á elevarla.
Una nube de incienso que se desenvolvía en ondas azuladas llenó el ámbito de la iglesia; las campanillas repicaron con un sonido vibrante, y maese Pérez puso sus crispadas manos sobre las teclas del órgano.
Las cien voces de sus tubos de metal resonaron en un acorde majestuoso y prolongado, que se perdió poco á poco, como si una ráfaga de aire hubiese arrebatado sus últimos ecos.
A este primer acorde, que parecía una voz que se elevaba desde la tierra al cielo, respondió otro lejano y suave que fué creciendo, creciendo, hasta convertirse en un torrente de atronadora armonía.
Era la voz de los ángeles, que atravesando los espacios, llegaba al mundo.
Después comenzaron á oirse como unos himnos distantes que entonaban las jerarquías de serafines; mil himnos á la vez, que al confundirse formaban uno solo, que, no obstante, era no más el acompañamiento de una extraña melodía, que parecía flotar sobre aquel océano de misteriosos ecos, como un girón de niebla sobre las olas del mar.
Luego fueron perdiéndose unos cantos, después otros;