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       Juan Alvarez Guerra

      Viajes por Filipinas: De Manila á Marianas

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664146557

       CAPÍTULO I.

       CAPÍTULO II.

       CAPÍTULO III.

       CAPÍTULO IV.

       CAPÍTULO V.

       CAPÍTULO VI.

       CAPÍTULO VII.

       CAPÍTULO VIII.

       CAPÍTULO IX.

       CAPÍTULO X.

       CAPÍTULO XI.

       CAPÍTULO XII.

       CAPÍTULO XIII.

       CAPÍTULO XIV.

       CHAPTER 15

       CAPÍTULO XVI.

       CAPÍTULO XVII.

       NOTAS

       Índice

      La banca.—El estero.—La chaqueta y el chaquet.—Nuevas costumbres.—¡Manila progresa!—El catapusan, el sarao y la soirée.—Colocación de nombres.—Meiisig.—El río de Binondo.—El Pasig—La barra.—La María Rosario.—El adiós á Manila.—Cavite.—Costumbres.—Moysés y las doce tribus.—La primera noche abordo.—El baldeo.—La laguna encantada.

      Los primeros albores del nacimiento del 10 de Julio de 1871, apenas se transparentaban por las conchas de mi alcoba, cuando fuí despertado por el criado, anunciándome que las bancas estaban listas en el estero para conducirnos abordo.

      Una ligera escalinata une el río de Binondo con la casa, así que, previos todos los correspondientes requisitos de marcha, desde reconocer los bultos, hasta dirigir la última cariñosa mirada á los muros que han sido por largo tiempo confidentes de nuestras amarguras y testigos de nuestros placeres, muros que á nadie más que á mi romperán su mutismo, si algún día vuelvo á interrogar sus blancos lienzos con el lenguaje de los recuerdos, pasé de la casa al bote, al par que los aljofarados dedos de azul y nácar de los genios del Oriente abrían los espacios para dar paso al majestuoso gigante de la luz.

      La corriente favorable á consecuencia de la alta marea y la desusada actividad de seis remeros aguijoneados con la esperanza de una propina, hacían que las batangas se deslizaran rápidamente por el estero.

      Aquí, si nuestro trabajo no llevara el carácter de un viaje á la ligera, nos detendríamos en muchas páginas; mas, sin embargo, como la rapidez de una banca no es, ni la que da aliento una caldera de vapor, ni una ventolina de empopada, ni aun la pujanza de cuatro hijos de las verdes vegas de la Cartuja, tenemos tiempo de ver y apreciar en el largo espacio que media desde el Trozo hasta que se entra en el caudaloso Pasig.

      Que Manila podía ser una segunda Venecia nadie lo ignora.

      Tiene en lo que constituye sus arrabales, la vida y la actividad, donde refluyen las transacciones, la riqueza y casi casi nos permitiremos decir, que el buen tono.

      Hoy Manila también tiene buen tono.

      La moda lo mismo traspasa masas inmensas de granito, como grandiosos

       Océanos de agua salada.

      De allende los mares vino un rumor que propalaba que en otras ciudades había palacios y parterres, con flores, pájaros y fuentes, y Manila quiso tenerlos. La piqueta abrió cimientos, el martillo golpeó la piedra, la paleta mezcló argamasas y … las antiguas costumbres representadas por la clásica chaqueta blanca y el ligero sombrero de Burias, temblaron en los modestos aparadores de sus tradiciones y de su dilatada historia.

      Los hoteles del Sena, las quintas suizas y los palacietes de Recoletos tuvieron un eco que contestaba á los rumores que trajo la moda.

      Lo que fueron modestas barriadas, hoy se llaman calzadas por el vulgo, pues en el argot del gran mundo se llaman barrios aristocráticos.

      Hemos dicho, creemos por dos veces, que Manila tiene su gran tono, que hace lo que en todas partes, esto es, nada: vive á la superfluidad del botón de la librea y la tersitura de la cabritilla; sus disgustos están compendiados en el aristin del caballo, en los milímetros del sombrero del cochero, en la estatura del lacayo, en la arruga del frac ó en la pureza de una piel que la Rusia ha hecho necesaria.

      Los cimientos de los aristocráticos barrios relegaron á su fondo la clásica chaqueta, apareciendo prendas tan poco conocidas en el Archipiélago, como el chaleco, el sombrero de copa y el chaqué.

      Esto era en los cimientos, pues antes de abrirse aquellas hijas legítimas del viejo mundo, en este [1] andaban por connaturalizar apareciendo vergonzosas, mustias y deslucidas con alguna que otra caricia de los insectos del poco uso, cuando el repique de todas las campanas convocaba al Real Gobernador, al Real Acuerdo, al Real Consejo, al Real Cuerpo de Alabarderos del Real Sello, para oir de bocas reales in partibus decretos de la Real Majestad que gobernaba los dos mundos.

      El imperio de la chaqueta era tan general como lo real; por entonces todos vestían chaqueta, como todos pertenecían á una corporación, municipio, archicofradía ó instituto real.

      Todo era chaqueta y todo era real.

      La majestad andaba en chaqueta.

      Mas … cesaron de venir las naos, se bendijo la aduana de Manila, la que decía un célebre rey llegaría á verla desde Madrid, calculando su altura según su coste; se establecieron los chinos, desaparecieron los velones de tres mecheros, dando plaza á las modestas virinas, que á su vez habían de dejar el campo á los dorados, los bronces y los cristales tallados.

      El imperio de la hoja de lata, hermana gemela de la chaqueta tocaba á su fin.

      El ruido de la piqueta que abría los cimientos de las nuevas costumbres era el memento